Mi amigo Carlos Pauner,
el alpinista más grande que ha dado esta tierra y una de las personas más
lúcidas que conozco, puede llegar a ser tan directo como un derechazo a la
mandíbula: cuando algún conocido se le acerca a contarle sus penas y a lamentarse
de lo mal que le trata la vida, le escucha durante un rato; sin embargo, si la
cosa se alarga, acaba por interrumpirle: “¡Bueno, ya está bien! ¡Que todos
tenemos problemas!” La suya es la deformación profesional propia de los que han
salvado el pellejo muchas veces en situaciones límite, y valiéndose solo de sus
propios recursos. Para Pauner, es obvio que lamentarse en medio de una ventisca
a veinticinco grados bajo cero es la mejor manera de acabar convertido en
estatua de hielo y decorar macabramente la ruta de ascenso a alguna de las
cumbres más altas del planeta. Afortunadamente, la mayoría de los mortales no
nos movemos por esas tierras inhóspitas, pero creo que la moraleja sigue siendo
de utilidad aquí abajo. Nos quejamos demasiado. Somos una sociedad de llorones,
y la queja permanente nos lleva a la parálisis. Alguien dirá que no nos faltan
motivos pero… ¿hay alguien en el mundo que no los tenga? La especie humana ha
evolucionado hacia unos seres tan delicados, que hemos ido estrechando la
franja de la felicidad hasta convertirla en una línea casi invisible. Cuando no
tenemos frío, tenemos calor. O no tenemos qué comer, o comemos demasiado. Si no
cumplimos nuestros sueños, nos frustramos. Y si los cumplimos decimos, ¿ahora
qué? Basta de quejas. Si tu país, tus políticos, tu cuenta corriente, tu jefe,
tus compañeros de trabajo, tu marido, tus pies, tu vecino (el que pone la
televisión a todo volumen), el perro de tu vecino… no te gustan, por favor, no
hace falta que me lo cuentes. Que todos tenemos problemas.
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