sábado, 18 de octubre de 2014

EL PLÁTANO (17/10/2014)

Siempre he pelado los plátanos desde el tallo, es decir, desde la parte que se une al resto del racimo, y siempre he pensado que todo el mundo lo hacía igual. Hasta ayer. Djeneba, mi amiga maliense de visita estos días en España, me vio luchar con el tallo rebelde de un plátano que se resistía a romperse, y me preguntó en qué consistía el juego. “¿Tú qué crees? Estoy pelando un plátano”, contesté con sorna, creyendo que se burlaba de mi torpeza. “¿Y por qué no lo haces bien?”. Cogió el plátano, le dio la vuelta y lo peló desde la base con sorprendente rapidez. “Aquí no lo hacemos así”, repliqué con una mezcla de suficiencia y cara de tonto. “De hecho, jamás había visto a alguien hacerlo como tú”. “Te digo lo mismo”, contestó. “En Africa, estoy segura de que absolutamente nadie lo hace así”. La diferencia cultural estaba servida. A lo mejor se trataba de un tema menor, casi ridículo, pero de pronto noté que mi ánimo se encogía al advertir que estaba solo en aquella cocina alicatada hasta el techo y rodeado de una obscena cantidad de electrodomésticos, como único representante de la civilización occidental, vieja y magnífica, pero también arrogante y colonialista con los pueblos “inferiores” cuando se propone explotarlos y sacar tajada. Aquello apestaba a derrota. Si un milagro no lo impedía, iba a quedar en evidencia delante de una joven africana a la que llevaba una semana apabullando con las excelencias de mi país... ¡por culpa de un plátano! “¿Te convences de que mi sistema es mejor?” Djeneba saboreaba ya la victoria. Por un instante tuve la tentación de cambiar bruscamente de tema y explicarle que el aparato donde calentábamos la leche no era un horno normal, sino un aparato que emitía unas ondas electromagnéticas de 2,45 GHz... Desistí. Solo quedaba perder con dignidad.  “Sí, Djeneba, tu sistema es mejor”.

viernes, 10 de octubre de 2014

SINVERGÜENZAS (09/10/2014)

Hay varias clases de vergüenza. La más elemental, la que se asocia a la timidez, es un sentimiento al que es difícil encontrarle una utilidad. Desconozco qué misteriosa aportación ha hecho a la evolución de la especie humana y cómo ha ayudado a aumentar nuestra capacidad de supervivencia. A lo mejor, de puro inútil, la vergüenza de los tímidos está llamada a la extinción. No estaría nada mal. Pero hay una segunda clase de vergüenza, y a esta es mucho más fácil encontrarle el sentido. Consiste en el malestar que experimentamos al realizar a sabiendas una acción injusta o en perjuicio de los demás, apropiándonos de aquello que no nos corresponde, por ejemplo, o pasando por encima de los derechos de otros. Que exista este segundo tipo de vergüenza es algo socialmente muy deseable. Más allá de que existan unas fuerzas de orden público que persigan a los delincuentes, que los ciudadanos tengan algo de esa vergüenza actúa como un sano profiláctico contra el humanísimo instinto de acaparar y de hacer lo que a cada uno le venga en gana. Pero enseguida surge un problema: no todos los individuos experimentan la misma cantidad de vergüenza. De hecho, hay algunos que carecen completamente de ella. Con un ejemplo se ve más claro: el que preside una entidad con unos fines declarados de utilidad social y se pone un sueldo injustificado de 3´5 millones de euros anuales, y luego encima unas tarjetas para gastar lo que se le antoje, fuera del control de la hacienda pública, es evidente que sufre de una ausencia absoluta de este benemérito sentimiento. Para desgracia de la sociedad – y también del erario público - una parte importante del sector de las cajas de ahorro en España estaba gobernada por esta clase de individuos. Que no tienen vergüenza ni la han conocido. Por unos sinvergüenzas.

lunes, 6 de octubre de 2014

EL CLUB DE LAS MALAS MADRES (02/10/2014)

La idea procede del mundo anglosajón y en España ha triunfado con rapidez. El Club de las Malas Madres es un blog fundado por una creativa publicitaria madrileña, que reivindica el derecho de las progenitoras a no ser perfectas, a tener “pensamientos impuros de mala madre” tales como “ojalá se inventaran los campamentos de otoño, de invierno, de primavera... ¡Queremos echaros de menos, hijos!”. O “rezar para que llueva... y no tener que bajar con los niños al parque”. El blog se nutre de un sano humor aplicado a los muchos momentos de culpabilidad  y agotamiento que deben soportar las madres de hoy en la crianza de sus hijos, pero debajo del desenfado late una necesidad profunda de exteriorizar sentimientos y experiencias, y de sentirse mejor al compartirlas. Porque las madres están cargadas de razones. La perversa sociedad actual ha conservado parte de los roles del pasado – las madres tradicionales, infatigables, que lo sacrificaban todo por su prole – y les ha sumado unas exigencias laborales que ponen a las mamás en situaciones cotidianas que rozan el surrealismo puro. Aclaro, para quien no ha reparado en mi firma, que no soy madre. Más bien soy ese padre “que por las noches es sordo como una tapia”, o quien, estadísticamente, es casi imposible que “acabe echando el body en la basura y el pañal a la lavadora”. Mi hijo tiene dos meses de vida y en estos momentos soy como ese actor secundario que trata de no hundir la función y recordar su frase cuando le toca. Que aguarda – con cierto temor – a que llegue el momento de transformar el cochecito-bebé en silla de paseo, y tenga que dar un paso al frente para manipular el diabólico artefacto. Sospecho que eso también lo acabará haciendo mi señora. Que no sé si algún día se sentirá una “mala madre”. Pero delante de ella me quito el sombrero.

CAJAL Y KÜLLIKER (26/09/2014)

Se cumplen 80 años de la muerte de Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel de medicina y el más grande científico español de todos los tiempos. Pese al indiscutible progreso que ha experimentado este país en el terreno de la investigación, la figura del histólogo aragonés sigue habitando las cimas de la ciencia patria sin demasiada compañía. Decía Ortega y Gasset que el caso de Ramón y Cajal era una vergüenza para España y no un orgullo, porque era absolutamente excepcional. Como ven, Ortega, además de un pensador brillante, era un cenizo también excepcional. Yo prefiero apuntarme al optimismo porque estoy convencido de que otros premios Nobel españoles llegarán, tarde o temprano, y porque prefiero recordar al maestro Cajal con ese orgullo que al filósofo faltó. Uno de mis pasajes favoritos de su vida es el del congreso de Berlín de 1889. Cajal es un absoluto desconocido que viaja a Alemania en un vagón de tercera, sin invitación, para presentarse ante la plana mayor de la ciencia europea y demostrarles que están en un error y que el cerebro humano se compone, no de una retícula, sino de unas células nerviosas llamadas neuronas. Allí se encuentra con Albert von Külliker. El histólogo suizo es una eminencia mundial en la disciplina, pero también una persona de una calidad fuera de lo común. Es capaz de tragarse el orgullo herido y de rectificar sus convicciones para unirse a las de Cajal, a quien protegerá en lo sucesivo. De golpe, ese españolito algo impertinente es uno más. Se le escucha, se le publica y, finalmente, se le reverencia. ¿Hubiera triunfado Cajal sin la intervención de Külliker? Vista la voluntad de acero que gastaba el aragonés es más que probable. El suizo murió en 1905 sin lograr el Nobel. Al año siguiente, Cajal lo recibió. Una trocito de ese premio pertenece a Külliker.