martes, 21 de febrero de 2017

"BULGARIDADES" (19/02/2017)

Durante más de treinta años, los congresos del Partido Comunista Búlgaro fueron tan repetitivos como el día de la marmota. En la versión búlgara de la historia, el protagonista, que respondía al poco glamuroso nombre de Todor Khristov Zhivkov, ganaba año tras año las votaciones con un porcentaje tan escandaloso, que se acuñó una expresión que le ha sobrevivido con más éxito que toda su obra y su mismo nombre: ganar unas elecciones o un congreso “a la búlgara”. Es decir, con una mayoría tan aplastante que, en democracia al menos, llega a resultar antiestética.
Lo que ha ocurrido en España en estos días pasados, pródigos en congresos, no deja de ser chocante. Resulta que el partido más “búlgaro” de la concurrencia, léase Podemos, ha vivido un enfrentamiento fratricida resuelto con una clara victoria de Pablo Iglesias sobre Iñigo Errejón, pero con cifras bastante modosas: 59% frente al 37% de los consejeros. Por su parte, Albert Rivera logró imponerse a sus rivales en el congreso de Ciudadanos con un notable 87%. Pero el que se lleva la palma es Mariano Rajoy, que acaba de renovar su mandato como secretario general con el poco edificante y bulgarísimo porcentaje de 96,5% de votos favorables. Hasta el mismo Zhivkov se sentiría orgulloso. Y un poco confuso también; habría que perder un rato explicándole que el Partido Popular no es realmente popular, en el sentido en que empleaban el término las repúblicas populares que poblaban Europa oriental hasta la caída del muro. El PP es popular para sus votantes y muy impopular para sus detractores, muchos de los cuales sí son aspirantes a “populares” en el sentido anticapitalista de la manoseada palabra. En fin, un verdadero lío. 
La cuestión es que este servidor, hasta que no vea el cadáver político de Iñigo Errejón en la escalinata del foro y sus gafas de pasta en una casa de subastas, no acabará de creerse toda esta función que nos ha regalado el partido morado en los últimos meses. Incrédulo que es uno, qué le vamos a hacer. ¿Qué les pareció la famosa escena de la pelea de los dos líderes en el pleno del Congreso? Cuanto más pienso en ella, más me convenzo de que nos la pegaron. ¿Alguien puede creerse que dos tipos que han dedicado media vida al estudio de la ciencia política, de la conspiración y de la puñalada trapera, que fueron capaces de levantar un partido político de la nada y convertirlo en la segunda fuerza del país se van a dedicar a airear sus diferencias en público… ¡en el mismísimo Congreso de los Diputados!? ¿Conocen el lugar? ¡Es mucho más pequeño de lo que parece en televisión! ¿Qué sentido tiene ponerse a discutir a unos metros de tus jurados enemigos? En teoría, ninguno. 
Lo emocionante de escribir estas líneas con cierta antelación es que cabe la posibilidad de que cuando ustedes, reverenciados lectores, las lean mordisqueando un croissant en la mañana de domingo, Iñigo Errejón haya ingresado hace días en el panteón de los políticos represaliados ilustres y que mi columna no valga ya ni como fondo absorbente de una bolsa de basura. Pero me arriesgaré a pensar que todo es un montaje. Que, como buenos republicanos, Iglesias y Errejón están haciendo un secreto homenaje a la primera república de la historia, la romana, que no concebía el gobierno de un solo individuo y que confiaba el poder a dos cónsules para evitar la tentación del despotismo. Me arriesgaré a sobrevalorar su ingenio. A pensar que son más inteligentes de lo que parecen. Menos vulgares, quizás. Pero muchísimo más búlgaros.

domingo, 12 de febrero de 2017

KOFI, EL DE LA ONU (12/02/2017)

El campo base del Everest es un pueblecito de quita y pon que cada año se instala al pie de la cascada de hielo del Kumbu, en Nepal. Allí habita una diminuta comunidad internacional con su exótica variedad de banderas, idiomas y dioses, que reproduce bastante bien la eterna dialéctica de las relaciones humanas; a saber, que unos vienen a servir – los sherpas - y otros a ser servidos – los alpinistas hambrientos de gloria. En la cúspide de la pirámide, los himalayistas norteamericanos, simpáticos y mandones, viven en lujosos pabellones donde no falta de nada; en lo más bajo, el más humilde de los porteadores nepalíes transporta los bidones llenos de mierda internacional valle abajo, para evitar que la nívea superficie del glaciar adquiera un tono marrón indeseable.
Corre el año 2005, y la expedición liderada por el aragonés Carlos Pauner espera pacientemente a que “la diosa madre del mundo” permita su ascenso y que los vientos huracanados que barren su cima a 8.848 metros amainen. Pero transcurren las semanas y las esperanzas de que se abra una ventana de buen tiempo son cada vez menores. El campo base comienza a parecerse a un campamento de buscadores de oro porque cada día se juega más a las cartas y las veladas se alargan hasta bien entrada la noche. Como Pauner es un himalayista de prestigio y se ha corrido la voz de que tenemos un bidón lleno de mazas de jamón, nuestra tienda-comedor recibe visitas con frecuencia. A pesar de la inactividad, aquí es difícil aburrirse. Soy el cámara principal de la expedición y formo parte de la guardia pretoriana de Pauner, que le acompaña allá donde va. El intrépido Javier Pérez, cámara de altura y alpinista, y el inmarcesible Tafalla, cantante del grupo Sick Brains que se pregunta cada día cómo pudo dejarse convencer para acabar allí, completan la terna.
En las interminables tertulias se habla de todo, pero yo no intervengo demasiado. Manejar una cámara me hace introspectivo y reservado. Sin embargo, 40 días dan para mucho y el oxígeno a 5.500 metros escasea. No recuerdo cuando, con quién o de qué se habla, pero sé que un día me arranco con un ardoroso discurso sobre la necesidad de potenciar el papel de las Naciones Unidas en el mundo. Me acaloro, cito a Kofi Annan, y dibujo un sombrío panorama si nos empeñamos en dar la espalda a esa benemérita organización, obra cumbre de la diplomacia mundial. Las carcajadas de la concurrencia rebotan en las paredes de hielo del glaciar y provocan algún pequeño desprendimiento. Al parecer, hay que ser un auténtico freak para discursear sobre la ONU en el campo base de Everest.
Han pasado 12 años desde entonces y para Pauner y compañía sigo siendo “Kofi, el de la ONU”, mote que me gané en aquella noche memorable. ¿Saben lo mejor de todo? ¡Que lo dije completamente en serio! Hace tiempo que Kofi Annan dejó de ser secretario general y el coreano Ban Ki-moon también pasó. ¿Alguien sabe que el portugués Antonio Guterres ha cogido el relevo en enero de este año? Bromas aparte, si hoy se me ocurriera hablar de la ONU, la cosa sería todavía más risible. Porque a pesar de que en estos tiempos de desigualdad, amenazas y nacionalismo global, una organización mundial fuerte es más necesaria que nunca, la influencia de la ONU no ha dejado de decrecer. ¿Se imaginan a un gobernante español afirmar muy serio que una de sus prioridades en política exterior es reforzar el papel de la ONU en el mundo? Tristemente, yo no. Por eso siempre seré Kofi, allá donde vaya. Kofi, el de la ONU.

domingo, 5 de febrero de 2017

PRIMERO LENTEJAS, LUEGO PETISUÍ (05/02/2017)

Manuel me observa desafiante. Aunque su conocimiento de la lengua castellana no supera las cincuenta palabras graciosamente reinterpretadas por su lengua de trapo, me ha entendido perfectamente. “Primero te comes las lentejas, y luego el petisuí. No hay debate, Manuel. No tienes ninguna posibilidad”. Con dos años y medio, parece difícil que Manuel sepa lo que es un debate, pero ha comprendido muy bien la situación: su deseo de empezar por el postre choca con el de su padre, empeñado en dar preferencia a las lentejas que son claramente menos ricas y más aburridas. ¿Qué pretende? ¿Tocarme la moral?
Su ceño fruncido, sus pequeños labios comprimidos por la indignación lo dicen a las claras. Para Manuel, esto ha dejado de ser una disputa nutricional – qué digo, para él jamás lo fue - para convertirse en algo mucho más importante: en una lucha de egos. Qué se ha creído ese tío de las gafas. Orgullo herido. A pesar de que por esta vez me asiste más razón que a un santo, con el paso de los minutos empiezo a sospechar que mi gestión de la crisis está siendo mucho menos efectiva de lo esperado. Manuel ignora al humeante plato de lentejas con un estilo tan depurado que me hace temer por el resultado final de este duelo y, de rebote, por mi joven autoridad de padre. Sí, aunque cueste admitirlo, esto ya no va de lentejas para mí tampoco.
En ese momento aparece su madre con la figurita de un león en la mano. Está a punto de ocurrir algo verdaderamente asombroso. “Hola, Manuel, ¿qué tal estás?” ¡Es el león que habla! Bueno, en realidad es mi mujer, que hace de ventrílocua con voz de vicetiple. Lo increíble del caso no es que un león hable con voz de vicetiple… ¡Es que Manuel ha dejado de fruncir el ceño y le sonríe! “¿Por qué no te comes primero las lentejas y luego el petisuí? ¡Ya verás qué ricas están, hummm!”. Sin dejar de mirar y sonreír al pequeño león, Manuel agarra la cuchara y comienza a comer lentejas como si no hubiera un mañana. La tensión ha desaparecido. La crisis está superada.
La primera conclusión que extraigo de este revelador episodio es que mi mujer me ha dado una pasada en psicología infantil tan escandalosa, que casi me arranca las pegatinas. Hay que ser justo y caballeroso: chapeau. La segunda, es un descubrimiento sorprendente. Mi hijo Manuel ya es capaz de sentir orgullo. De una forma muy básica, claro, pero orgullo al fin y al cabo. Hablo de esa emoción que experimentan los seres humanos cuando sienten su personalidad amenazada por otro, y que les lleva a desdeñar la razón, a reaccionar agresivamente o a incurrir en el error con tal de defenderse. Una emoción negativa, que nace de la inseguridad, pero de la que ninguna persona en este mundo, ni siquiera los sabios entre los sabios, está completamente liberada.
Cierto que algunos saben llevarlo con más estilo que otros. Mi hijo Manuel ha encontrado una salida al atolladero en el que nos habíamos metido gracias a un león de plástico. Este chico apunta maneras. Me preocupa mucho más lo del presidente Trump. Es evidente que con la prohibición de entrada en los EEUU a los nacionales de los países musulmanes señalados ha metido la pata hasta la cadera. A estas alturas, debe saberlo incluso él. ¿Cómo rectificar? Para alguien de piel tan fina y orgullo tan desmesurado, la tarea se antoja casi imposible. Porque admitir un error es la prueba del algodón de la madurez de una persona, y el septuagenario de moda no la pasa. Porque Trump no quiere oír hablar de lentejas. El solo quiere petisuí.