Un experto en marketing algo impertinente diría que
el 23 de abril no es el día más apropiado para celebrar el día de Aragón. La
coincidencia con Sant Jordi, la fiesta del libro y de la rosa en la vecina,
entrañable y revoltosa Cataluña, hace que nuestro día pase bastante
desapercibido para el resto de españoles y que su mención en los informativos
sea siempre secundaria, después del consabido paseo por las Ramblas. Qué le
vamos a hacer. A ese listillo del marketing habría que decirle que la
coincidencia no tiene nada de casual y que mil años de historia común no se
desvanecen así como así. En realidad, el día de Sant Jordi o San Jorge, que lo
mismo da, debería ser el día de todos los territorios que un día formaron parte
de la Corona de Aragón. Dicho sea sin la menor intención de polemizar. La
candente discusión sobre la denominación histórica del ente político de las
barras rojas y amarillas al que un día pertenecimos aragoneses, catalanes,
valencianos y baleares, me parece cada día más absurda y estéril. Ridícula y
aprovechada la pretensión de los nacionalistas catalanes de inventarse nombres
que barran para casa, como eso de la confederación catalano-aragonesa y
ocurrencias parecidas. Pero también algo infantil la actitud de los que
defienden ardorosamente la denominación exclusivamente “aragonesa”, sin
reconocer sus evidentes defectos: es confusa y no refleja demasiado bien la
realidad que pretende designar. Como yo he pertenecido a este segundo grupo hasta
fechas recientes, lo reconozco fácilmente. Hablar de la antigua Corona de
Aragón, Cataluña, Valencia y Baleares (en el orden cronológico de su
incorporación), también conocida como Corona de Aragón, me parece hoy mucho
menos problemático. Y me altero menos. Y no me sube el azúcar. Y me encuentro
mejor.
martes, 29 de abril de 2014
lunes, 21 de abril de 2014
8 APELLIDOS VASCOS (18/04/2014)
Es el fenómeno cinematográfico de la década. Cinco
semanas después de su estreno, “8 apellidos vascos” ha sobrepasado la barrera
de los 30 millones de euros de recaudación y entra con paso firme en el selecto
grupo de las películas más taquilleras de la historia de España. Para hacerse
una idea de la magnitud del asunto, la cinta dirigida por Emilio Martínez
Lázaro podría acabar superando a películas tan míticas como El señor de los
anillos, Parque Jurásico o el mismísimo Titanic. ¡Y se trata de una comedia
española, en idioma castellano y sin efectos especiales! Absolutamente
increíble. ¿Cuáles son las razones de un éxito tan abrumador? Al personal le
gusta la película desde antes de comprar la entrada. Chico sevillano engominado
y con gracejo andaluz se enamora de chica vasca con flequillo cortado a
cuchillo y tendencias abertzales, y viaja al norte para conquistarla. Sencillo
pero efectivo. Lo suficiente para atraer al público a los cines en masa. Como
era de esperar, la comedia surge del choque cultural y de los malentendidos que
provoca. Pero no se queda ahí: los rescoldos del maldito conflicto vasco son
también objeto de burla y provocan la carcajada del espectador. Aquí reside la
verdadera razón de su éxito. La risa tiene un efecto curativo, reparador, y si
somos capaces de reírnos de un problema que nos amargó la vida durante décadas,
significa que hemos empezado a dejarlo atrás. “8 apellidos vascos” es la
demostración de que los españoles estamos cansados de separatismos y de que
recibimos los mensajes de unidad como agua de mayo, aunque vengan en forma de
comedia algo absurda. Nada volverá a ser lo mismo. A partir de ahora, un pijo
sevillano podrá volver a enamorarse de una vasca medio abertzale sin que se
hunda el mundo. Y es muy probable que ella le corresponda.
viernes, 4 de abril de 2014
REVOLUCIONES (04/04/2014)
Pasa el tiempo y la anexión rusa de Crimea es un
hecho consumado: la estratégica península ha dejado de ser territorio ucraniano
y no parece que las condenas internacionales, cuyos ecos se van apagando día a
día, vayan a cambiar las cosas. Hay que reconocer que al presidente ruso
Vladimir Putin le ha salido una jugada casi perfecta. Primero unas misteriosas
milicias rodean los cuarteles del ejército ucraniano, a continuación se
organiza un referéndum de autodeterminación exprés y, para rematar, se aprueba
fulgurantemente la anexión por el parlamento ruso. Visto y no visto. Lo que
comenzó como un movimiento popular que demandaba un mayor acercamiento de
Ucrania a la Unión Europea, ha acabado en el peor de los escenarios posibles.
En estos días, en muchas cancillerías europeas se analiza por qué la diplomacia
comunitaria ha fallado tan estrepitosamente una vez más. Nos dejamos llevar por
los acontecimientos. No quisimos ver que en el movimiento de oposición se
infiltraban también nacionalistas radicales. Y el pecado mayor: sucumbimos a la
tentación de aceptar tácitamente la defenestración del presidente prorruso
Yanukóvich, con la esperanza de que la revolución, es decir, cambiar de un
plumazo las normas de juego establecidas, fuera a resolver todos los problemas.
No ha sido así. Es lo que tienen las revoluciones. Cuando triunfan, tienen olor
a primavera y tacto a terciopelo. Si fracasan, huelen a pólvora y a golpe de
estado. El futuro de Ucrania es hoy una verdadera incógnita. Mientras los
países occidentales tratan de apuntalar su maltrecha economía y contener la
magnitud del desastre, es hora de sacar lecciones. Los experimentos, con
gaseosa. Las revoluciones, mejor en los libros de historia. Algunos en España
deberían tomar buena nota de ellas.
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