viernes, 30 de septiembre de 2016

DICTADORES (25/09/2016)

La fórmula es tan vieja como la humanidad. Un solo individuo concentra todo el poder en sus manos y gobierna sin tener que rendir cuentas a nadie. En realidad, la dictadura tuvo que ser la primera forma de gobierno conocida, porque no me imagino a los habitantes de Atapuerca, enfrascados en la supervivencia, celebrando elecciones. Los romanos perfeccionaron el sistema. La dictadura era una forma de gobierno provisional a la que sólo se recurría en momentos de grave peligro para la supervivencia de la república, como guerras o revueltas. El problema venía cuando el dictador le cogía gusto al puesto y la dictadura se convertía en indefinida. Luego vinieron los emperadores, más tarde los reyes absolutos, los reyes algo menos absolutos, hasta llegar a las dictaduras modernas, que son las más sofisticadas y se disfrazan casi siempre de regímenes pseudodemocráticos.
Para que exista una dictadura, se necesita un buen dictador. Alguien con unas condiciones innatas o adquiridas en la primera infancia y criado en un ambiente social propicio. En cuanto a la primeras, podría pensarse que el dictador necesita una condición física poderosa, como ese macho alfa de las manadas salvajes que ostenta la jefatura hasta que un rival más joven se la arrebata, pero la historia humana nos ha dejado suficientes ejemplos de dictadores enclenques como para refutar esa teoría. Lo que sí necesita un dictador, y esto es absolutamente ineludible, es una psique defectuosa, que sirva de parapeto contra los sentimientos humanos que podrían comprometer la toma de decisiones injustas e implacables. ¿Ha existido alguna vez un dictador que no fuera un trastornado mental? Jamás. En cuanto al ambiente social propicio, es mucho más probable que un individuo desarrolle la tara mental de la megalomanía si nace en Pionyang, Corea del Norte, que si lo hace en Oslo, capital de Noruega. Igualmente, un militar español de principios del siglo XX, que ha hecho profusamente la guerra de Africa incubando un patológico desdén por la vida humana y despreciando a la clase política civil, es extremadamente probable que acabe dando un golpe de estado. Si la cosa se le va de las manos y deriva en una guerra civil, se convertirá en dictador y su efigie acabará en una moneda en la que se lea: “Francisco Franco, Caudillo de España, por la G. de Dios”. A mí, lo de la G. me intrigó durante toda la infancia. Me asombraba la chapuza que suponía utilizar una inicial con un punto, porque la palabra entera no cabía. Luego comprendí que aquello era la metáfora perfecta de un régimen.
Pero casi tan importante como un dictador, una dictadura precisa de una sociedad que la incube, la fomente o la soporte. Porque no ha conocido otra forma de gobierno más democrática o porque, conociéndola, ha acabado desengañada de ella. La democracia puede llegar a ser muy fatigosa - que nos lo digan a los españoles en estos días - pero sucumbir a la tentación dictatorial es un error mayúsculo que a la larga solo trae pobreza y decepción. La advertencia puede parecer fuera de lugar, pero el partido del presidente Vladimir Putin, la encarnación del dictador moderno, acaba de recibir el espaldarazo de los votantes rusos. La participación, 47% del censo, es bastante explicativa. Por desgracia, candidatos a dictadores no van a faltar nunca. Siempre estarán allí, los Le Pen, Maduro, Ortega, Trump, Al Asad, con sus mentes perturbadas, dispuestos a hacerse con el poder a la menor oportunidad. Todo consiste en no cederles el paso.   

lunes, 19 de septiembre de 2016

BREVE HISTORIA DEL CINE (18/09/2016)

Hubo un día en que las películas dejaron de acabar con el rótulo “Fin”. Probablemente fue idea de un director francés, temeroso de que su filme no hubiera sido lo suficientemente rompedor. ¿Y si no ponemos nada?, propuso el joven artista, hambriento de notoriedad. Algo habrá que poner, contestó el montador, a quien empezaba a agotársele la paciencia ante tanta genialidad. Si no, el público no sabrá que la película ha acabado y se quedarán delante de la pantalla vacía. Cuando el proyeccionista descubra que el rollo ha terminado, encenderá las luces y el patio de butacas gritará buuuuuu. Pues ponemos mi nombre, contestó el enfant terrible con aire triunfal. El montador, que estaba cansado de cenar frío cada noche (los padres del inventor del microondas estaban todavía en el instituto, se conocían, pero él era un poco vergonzosillo) obedeció sin rechistar. Y así fue cómo los títulos de crédito pasaron al final, y cómo desapareció el rótulo de “Fin”. Probablemente, aquel joven artista nunca hizo una película durante la cual un espectador medio pudiera conservar el estado de vigilia, pero su innovación triunfó. Se deshizo de un artificio que nos recordaba, en el momento más inoportuno, que todo lo que habíamos visto era mentira, pura ficción. ¡Bien hecho, Jean François! O Alain, o Dominique.
Hubo un día en que las películas dejaron de acabar con un beso. No es por cargar las tintas, pero me temo que la idea también fue de un francés. En realidad, los besos desaparecieron de cualquier parte de las películas, del principio, del medio y del final. Me estoy refiriendo, claro está, a esos besos interminables  -cinco segundos en pantalla equivalen a cinco minutos en la vida real - en los que un hombre y una mujer juntaban sus labios con inusitada energía tratando de convencer al espectador de que estaban alcanzando el clímax. Eran besos en seco, besos que nunca pasaban a mayores, pero tan apasionados, que las jovencitas más virginales no tenían muy claro si de todo aquello no acabaría naciendo una criatura nueve meses más tarde. Eran besos falsos, sí, pero con la capacidad de emocionar al público hasta el tuétano. Tenían el suficiente peligro erótico como para que el cura del pueblo de “Cinema Paradiso” tratara de eliminarlos, haciendo posible una de las escenas más emocionantes de la historia del cine. ¡Claro que el público sabía que eran falsos! Tardaban en descubrirlo lo que tardaban en estar delante de un hombre o de una mujer, en la intimidad, con las bendiciones apostólicas o sin ellas. Y un día nuestro artista francés se deshizo del artificio y cambió el beso falso por uno verdadero, o por un no beso, o por un plano de la torre Eiffel al atardecer. Otra vez con muy buen criterio. ¡Bravo, René!
Hubo un día en que el público ya no aplaudió al final de una película. Algunos dicen que fue en Columbus, Nebraska. Personalmente, aún a riesgo de parecer obsesivo, creo que fue en un cine francés de arte y ensayo. La película era tan lenta que cuando apareció el nombre del director (sí, era Jean François) el patio de butacas, somnoliento, se olvidó de aplaudir. Hoy el público no aplaude porque, si lo hiciera, sería como admitir que el cine, ese artefacto tan primitivo, aún tiene capacidad de sorprenderle. Sin embargo, muy de tarde en tarde, algún maestro consigue el milagro. La película termina y el público rompe a aplaudir, sin poder evitarlo. Y ese maestro, que podría ser francés, consigue hacer olvidar el artificio. Y consigue emocionar. ¡Grande, Jean Jacques!

lunes, 12 de septiembre de 2016

HISTORIA DE UN DESGOBIERNO (11/09/2016)

Después de casi nueve meses de atasco, hasta la misma denominación “gobierno en funciones” empieza a florecer. Pronto habrá que tirarla a la basura, como ese bote de tomate que guardábamos en la nevera y al que le ha brotado pelusilla. Lo que hoy rige en España es un Desgobierno en toda regla. Un Desgobierno al que no le falta de nada, con su presidente gallego, su ministro de economía de calva lustrosa y su portavoz, que comparece ante la prensa cada viernes con cara de circunstancias.

Aunque la tentación de echar toda la culpa a los políticos actuales es casi irresistible, la realidad es que ellos han heredado unas normas que aprobaron otros, y que han demostrado su ineficacia para dotar a este país de un gobierno. ¿Por qué el constituyente de 1978 no pensó en una fórmula de consenso que evitara esta situación? En primer lugar, porque se preciaba de conocer bien a su pueblo: a los españoles, si nos quitas el sectarismo, nos quedamos en muy poca cosa. Y sobre todo, porque jamás pensó que fuera necesario. El sistema electoral - piedra angular de una democracia, pero de dificilísima comprensión para el ciudadano común – fue diabólicamente concebido para producir dos fenómenos que el balbuceante régimen necesitaba para sobrevivir. Primero, un bipartidismo fuerte, a la española, con diputados obedientes y comités ejecutivos todopoderosos. ¿Cómo lograrlo? Con un sistema proporcional que masacrara a los terceros y cuartos partidos que no alcanzaran un umbral crítico de votos. Y segundo, unos partidos nacionalistas satisfechos, tan contentos de pisar la moqueta del Congreso de los Diputados que se olvidarían de torpedear el sistema.

Pero un día ocurrió lo impensable. Lo que no tenía que ocurrir. Unos jóvenes descarados fundaron nuevos partidos, y en lugar de comenzar desde abajo, con resultados modestos que la ley electoral se encargaría de convertir en más modestos todavía, consiguieron a las primeras de cambio unas cifras espectaculares, que casi les igualaban a los partidos mayoritarios. De pronto fue imposible formar gobierno. De pronto el candidato del partido más votado recibe del Rey el encargo de formar gobierno, y dice que no quiere. Si Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda levantaran la cabeza, se les caían los palos del sombrajo. ¿Cómo ha sido posible? Al electorado español le sobran las razones: crisis económica, corrupción y hartazgo general. Aunque la causa profunda siempre haya dormido en las entrañas del sistema: las normas electorales reforzaron tanto a los dos grandes partidos, que estos llegaron a confundir sus organizaciones con el sistema mismo; se creyeron tan imprescindibles como las instituciones a las que debían servir. Bárcenas, Rato y los ERES, eran la consecuencia inevitable.

Y en esas estamos. Con un traje de 1978 en pleno siglo XXI, dando el cante jondo y haciendo que el resto del mundo se pregunte por qué demonios los españoles llevamos tanto tiempo sin gobierno. La solución, en el corto plazo, es complicada. En el largo, cristalina: que los partidos devuelvan una parte del poder a la ciudadanía. Que haya listas abiertas y no cerradas y bloqueadas. Que cada diputado responda ante el electorado de su circunscripción, los que verdaderamente le votan, y no solo ante la ejecutiva de su partido. Diputados menos obedientes y con opinión propia. De esta manera, quizás alguien se atrevería a decir en voz alta que el tiempo de Mariano Rajoy ha pasado. O que abstenerse para hacer posible un gobierno no es lo mismo que apoyarlo.      


domingo, 4 de septiembre de 2016

EN EL CORAZÓN DEL MAR (04/09/2016)

La película lo tenía todo para triunfar. Un director de prestigio como Ron Howard, una estrella emergente como Chris Hemsworth, y una historia llena de épica, vinculada a una de las grandes obras de la literatura mundial. “En el corazón del mar” cuenta la historia real del buque ballenero “Essex”, hundido en aguas del Pacífico Sur en 1820 por la embestida de un cachalote blanco, que sirvió de inspiración a Herman Melville para escribir “Moby Dick”. Y sin embargo, la película ha sido uno de los grandes fracasos del año. El coste de producción ascendió a la astronómica cifra de 100 millones de dólares – con ese dinero se podrían financiar 50 películas como “La novia”, de Paula Ortiz -, mientras que la recaudación mundial apenas ha sobrepasado los 90. Números que anuncian pérdidas enormes, porque el porcentaje de taquilla que llega a los productores suele rondar el 30%, una vez descontados los gastos de publicidad, distribución y exhibición. En definitiva, un naufragio total.

¿Alguien pudo predecirlo? A toro pasado, todos vemos los cuernos. Las debilidades de la cinta comienzan a mostrarse muy pronto, en el mismo título. ¿Alguien podría concebir algo más flácido y ambiguo que “En el corazón del mar”? Como los creativos de la Warner Brothers son gente inteligente, es obligado pensar que el título fue un arreglo transaccional, tras acaloradas discusiones, y que estaba destinado más a esconder el tema de la película que a mostrarlo. Porque la historia tiene un pecado original que nadie logra hacer olvidar: el héroe, el atractivo primer oficial del buque interpretado por Chris Hemsworth, tiene como máximo objetivo en la vida llenar barriles con grasa de ballena para ganar dinero y ascender en la profesión. El problema es que para ello tiene que clavar unos terribles arpones de hierro en la carne del indefenso mamífero, con el consiguiente aparato de sangre a borbotones y crías desvalidas que gritan por la suerte de sus gigantescos progenitores. Un programa vital que choca frontalmente con la escala de valores vigente en la sociedad actual. La ballena es hoy un animal simbólico que representa como pocos el espíritu del ecologismo y la conciencia de los seres humanos por la conservación del medio ambiente.  

¿No sabían los productores que existe algo llamado Comisión Ballenera Internacional que prohíbe la caza comercial de estos cetáceos? Claro que sí. Los guionistas presentían las dificultades que encontraría el público para identificarse con un exterminador, pero sobrevaloraron su capacidad para resolver el problema; al final, acaban convirtiendo al protagonista en un ballenero arrepentido, algo tan poco creíble que hace hundirse a la película todavía un poco más. Con ella se van a pique millones de dólares, una puesta en escena apabullante y unas interpretaciones muy meritorias. Por no citar el trabajo de centenares de profesionales cuyos nombres siguen desfilando morosamente por la pantalla en los créditos, cuando los espectadores ya se han montado en el tranvía que les llevará a casa.

“En el corazón del mar” debería ser objeto de estudio en todas las escuelas de cine. Porque los errores son la fuente más rica de aprendizaje que existe. Además, si son ajenos, aprovechamos la experiencia y nos ahorramos el dolor. Eso sí; si algún día me paso por las oficinas de la Warner para proponerles un proyecto, juro que no pronunciaré la palabra ballena, ni citaré a Herman Melville, ni a Moby Dick, ni a John Houston. Fingiré que no los conozco de nada.

LA REVOLUCIÓN FEMENINA (28/08/2016)

La oronda humanidad de Donald Trump, el no-presidente, la encarnación de todo lo que un político no debería ser jamás, nos impide saborear una realidad mucho más estimulante. Una realidad revolucionaria. Hillary Clinton podría convertirse en la primera mujer presidente de los Estados Unidos de América y ocupar así el cargo político más importante del planeta, lo más parecido a un rey de la Tierra que pudiéramos encontrar. Permítanme una licencia hollywoodiense para acabar de rematar el concepto: si una civilización extraterrestre se decidiera a visitarnos, las palabras de bienvenida serían pronunciadas por el presidente americano, encarnado por Gene Hackman, Harrison Ford o Morgan Freeman.

A pesar de su tradicional postergación de los círculos de poder - dejando las viejas monarquías absolutas aparte -, las mujeres no son unas recién llegadas al mundo de la política. Desde 1960, en que la esrilanquesa Sirimavo Bandaranaike se convirtió en la primera presidenta de gobierno de la historia, casi ochenta mujeres han ocupado la jefatura de una nación. Algunas tan carismáticas como Indira Gandhi, Benazir Bhutto o Margaret Thatcher. En la actualidad, destacan mujeres al frente de estados muy poderosos como Angela Merkel en Alemania o Theresa May en el Reino Unido, y otras en países de clase media, como las presidentas de Chile, Croacia, Lituania, Noruega o Corea del Sur. Sin embargo, aunque este escenario invite al optimismo, todavía hay llamativas ausencias de personal femenino al frente de algunos países. De Italia, por ejemplo; de los cuarenta y tres gobiernos habidos tras la II Guerra Mundial, ninguno ha sido presidido por una mujer. En Francia, aparte del efímero paso de Edith Cresson por el palacio de Matignon a principios de los noventa, ninguna mujer ha regido los destinos de la nación. En España, ya saben cómo estamos; para tener una mujer presidente, antes deberíamos tener una mujer candidata, circunstancia inédita en este país al que últimamente se le atragantan las elecciones. Alguien debería aconsejar a Mariano Rajoy que el nombramiento de una mujer podría desatascar la situación. Por cierto, Alemania y Reino Unido, países protestantes, tienen mujeres gobernantes. En Italia, Francia y España, países católicos, las mujeres siguen ausentes. Al Papa Francisco no le gustará leer esto, pero la injustificable y trasnochada exclusión de las mujeres en la Iglesia Católica – exclusión, que no simple ausencia - continúa siendo un lastre cultural que los países del sur de Europa debemos arrastrar. Su Santidad debería ir más allá de las relaciones públicas y revolucionar verdaderamente su Iglesia. La causa de la Justicia se lo agradecería.

Pese a todos los precedentes, el caso de Hillary Clinton podría ser un hito histórico. Más nos vale. En los mítines de Donald Trump, cuando el antipático candidato la nombra – lo que ocurre constantemente dada su patética falta de discurso – la concurrencia republicana grita “a la cárcel, a la cárcel”. Estoy convencido de que tras esa agresividad se esconde un machismo palpitante, inoculado desde la infancia por progenitores más aficionados a las galerías de tiro que a las bibliotecas. Tras mucho pensar, solo encuentro una utilidad a la improbable victoria de Trump en las próximas elecciones. Si una civilización extraterrestre se presentara en la tierra con malas intenciones, con solo asomar su repelente flequillo rubio, Trump eliminaría la amenaza. Los extraterrestres se marcharían por donde habían venido.