La fórmula es tan vieja como la humanidad. Un solo individuo
concentra todo el poder en sus manos y gobierna sin tener que rendir cuentas a
nadie. En realidad, la dictadura tuvo que ser la primera forma de gobierno
conocida, porque no me imagino a los habitantes de Atapuerca, enfrascados en la
supervivencia, celebrando elecciones. Los romanos perfeccionaron el sistema. La
dictadura era una forma de gobierno provisional a la que sólo se recurría en
momentos de grave peligro para la supervivencia de la república, como guerras o
revueltas. El problema venía cuando el dictador le cogía gusto al puesto y la
dictadura se convertía en indefinida. Luego vinieron los emperadores, más tarde
los reyes absolutos, los reyes algo menos absolutos, hasta llegar a las
dictaduras modernas, que son las más sofisticadas y se disfrazan casi siempre
de regímenes pseudodemocráticos.
Para que exista una dictadura, se necesita un buen dictador.
Alguien con unas condiciones innatas o adquiridas en la primera infancia y criado
en un ambiente social propicio. En cuanto a la primeras, podría pensarse que el
dictador necesita una condición física poderosa, como ese macho alfa de las
manadas salvajes que ostenta la jefatura hasta que un rival más joven se la
arrebata, pero la historia humana nos ha dejado suficientes ejemplos de
dictadores enclenques como para refutar esa teoría. Lo que sí necesita un
dictador, y esto es absolutamente ineludible, es una psique defectuosa, que
sirva de parapeto contra los sentimientos humanos que podrían comprometer la
toma de decisiones injustas e implacables. ¿Ha existido alguna vez un dictador
que no fuera un trastornado mental? Jamás. En cuanto al ambiente social
propicio, es mucho más probable que un individuo desarrolle la tara mental de
la megalomanía si nace en Pionyang, Corea del Norte, que si lo hace en Oslo,
capital de Noruega. Igualmente, un militar español de principios del siglo XX, que
ha hecho profusamente la guerra de Africa incubando un patológico desdén por la
vida humana y despreciando a la clase política civil, es extremadamente
probable que acabe dando un golpe de estado. Si la cosa se le va de las manos y
deriva en una guerra civil, se convertirá en dictador y su efigie acabará en
una moneda en la que se lea: “Francisco Franco, Caudillo de España, por la G.
de Dios”. A mí, lo de la G. me intrigó durante toda la infancia. Me asombraba
la chapuza que suponía utilizar una inicial con un punto, porque la palabra
entera no cabía. Luego comprendí que aquello era la metáfora perfecta de un
régimen.
Pero casi tan importante como un dictador, una dictadura
precisa de una sociedad que la incube, la fomente o la soporte. Porque no ha
conocido otra forma de gobierno más democrática o porque, conociéndola, ha
acabado desengañada de ella. La democracia puede llegar a ser muy fatigosa - que
nos lo digan a los españoles en estos días - pero sucumbir a la tentación
dictatorial es un error mayúsculo que a la larga solo trae pobreza y decepción.
La advertencia puede parecer fuera de lugar, pero el partido del presidente
Vladimir Putin, la encarnación del dictador moderno, acaba de recibir el
espaldarazo de los votantes rusos. La participación, 47% del censo, es bastante
explicativa. Por desgracia, candidatos a dictadores no van a faltar nunca.
Siempre estarán allí, los Le Pen, Maduro, Ortega, Trump, Al Asad, con sus
mentes perturbadas, dispuestos a hacerse con el poder a la menor oportunidad.
Todo consiste en no cederles el paso.