martes, 8 de mayo de 2018

TRIBALISMO (06/05/2018)

Un viejo proverbio beduino dice: “Yo, contra mi hermano. Yo y mi hermano, contra mis primos. Yo, mi hermano y mis primos, contra el extranjero.” Por muy terrible que nos parezca esta declaración de principios, la historia de la humanidad parece confirmarla: somos una especie esencialmente conflictiva y debemos hacer enormes esfuerzos para superar esa condición o hacerla lo más llevadera posible. Inventamos la política para resolver el conflicto de forma pacífica en el interior de cada sociedad o la diplomacia para mantener la paz entre las naciones. Las religiones han tratado de difundir códigos morales que desactiven la agresividad y el apetito por la guerra. El deporte ha jugado también un papel importante para canalizar la conflictividad; la Liga de Campeones, por ejemplo, es una institución que participa de la construcción europea porque transforma la rivalidad en una competición incruenta que fomenta vínculos de amistad entre los pueblos. 
Sin embargo, en situaciones de crisis nada de esto es suficiente. La política, la religión e incluso el fútbol, en lugar de cumplir con su misión apaciguadora se transforman en gasolina que atiza el conflicto y que nos hace regresar a nuestra condición más primitiva. No se libran ni las naciones más desarrolladas del mundo. En los Estados Unidos, por ejemplo, “tribalismo” se ha convertido en la palabra de moda entre los sociólogos para tratar de describir la división que ha provocado la llegada de Donald Trump a la presidencia. No se trata del tradicional antagonismo entre derecha e izquierda, republicanos vs. demócratas. Es algo mucho más profundo que, según los más pesimistas, amenaza el futuro de la propia república. La derecha conservadora, proteccionista y principalmente de raza blanca se declara incompatible con la progresía demócrata, más abierta y multirracial. Y viceversa. Hoy en día, es más difícil que nunca que republicanos y demócratas vivan juntos o que se casen entre sí. Para una sociedad como la estadounidense, que necesita del patriotismo y de la unidad nacional para gestionar un territorio gigantesco, con algunos de los melting-pots más influyentes del mundo, el tribalismo político de la era Trump es la peor noticia imaginable. Y un fenómeno que se anunciaba desde hace años: la jubilación de los niños de la II Guerra Mundial, una etapa en la que el país se unió para hacer frente a una gran amenaza por encima de divisiones partidistas, dejó paso a una generación más individualista y menos solidaria. Donald Trump solo ha sido el oportunista con la visión suficiente para dar a una parte de la sociedad el discurso que estaba deseando escuchar. 
Aquí quizá no empleemos tanto esa terminología, pero de tribalismo siempre hemos ido bien servidos. Yo prefiero llamarlo odio político porque es una denominación más directa y porque su crudeza puede servir de recordatorio de los peligros que encierra: España, una cultura y un país maravillosos por tantas razones, ha sentido demasiadas veces en la historia moderna “que le hierve la sangre iracunda” y que sus habitantes han dirigido “el odio, la intolerancia y el apetito de destrucción” contra sus mismos compatriotas, como decía Manuel Azaña. Podemitas, sociatas, peperos y naranjitos se siguen odiando en la España de la segunda década del segundo milenio, sin aparente solución. A lo mejor no es tan complicado. Pongamos a las personas por delante de las ideas. Yo con mi hermano, con mi primo y con el mundo. Porque todos somos parte de la misma tribu.

domingo, 6 de mayo de 2018

1968 (29/04/2018)

Nací en 1968, por lo que puede decirse con propiedad que aquel fue el año más decisivo de mi vida. Hasta la fecha, por supuesto. Algún día, espero que muy lejano, ese número con resonancias francesas y rebeldes se verá acompañado en mi biografía por otro, separados ambos por un guión, que cerrará el paréntesis de mi paso por este mundo. Como le oí decir una vez a Joan Manuel Serrat muy jocosamente, “vive cada día como si fuera el último de tu vida porque algún día será verdad”. 
Aunque fui concebido en primavera, cuando Daniel Cohn-Bendit y sus muchachos de la Universidad de Nanterre se preparaban para liarla parda, sería muy aventurado pensar que mis padres se estuvieran entregando a alguna suerte de revolución sexual como la que anhelaban los estudiantes franceses: yo hacía el número cinco de sus hijos, todos nacidos en el seno de un hogar católico español de clase media. Ser familia numerosa de primera clase no tenía nada de extraordinario en aquellos tiempos de demografía rampante, pero estoy seguro de que a mis progenitores no les sobraba tiempo ni energía para dedicarlos a soñar con cambiar los cimientos de la civilización occidental. Preguntados hoy, recuerdan el mayo francés por lo mucho que se ha escrito sobre él desde entonces, pero en aquel momento jamás pensaron que se estaba escribiendo una página de la historia. A su generación, que no conocía otra realidad que la dictadura franquista y era básicamente analfabeta en materia política, aquellas algaradas estudiantiles les resultaban completamente ajenas. 
¿Dónde estaban entonces los futuros protagonistas de la transición política española? Adolfo Suárez, 35 años a la sazón, iba a ser nombrado gobernador civil de Segovia y jefe provincial del Movimiento. No puede decirse que fuera un rebelde precisamente. Por su parte, Felipe González había llevado hasta entonces una vida de estudiante universitario acomodado en la Sevilla de los años 60, con servicio militar como alférez de IMEC incluido. Indudablemente, su compromiso político era muchísimo más crítico con el régimen franquista que el de Suárez, pero en 1968 contempló la revuelta estudiantil francesa desde la barrera. Creo que la mayoría de la sociedad española que contribuyó al éxito de la transición una década después, se situó entre los polos que encarnaban estos dos personajes históricos: el de Adolfo Suárez, que maduró muy lentamente desde el interior del régimen hasta comprender la necesidad de un cambio, y el de Felipe González, que lo hizo de forma más comprometida, bordeando la clandestinidad, pero sin caer en el extremismo. 
¿Supuso mayo del 68 un punto de inflexión en sus carreras políticas? Probablemente fue el comienzo de la evolución interior que les llevaría a ocupar un día el palacio de la Moncloa. Para Suárez, el mayo francés fue la demostración de que un movimiento social callejero era capaz de cavar la tumba política de una figura histórica de la talla de Charles De Gaulle. Para Felipe González, el 68 fue igual de revelador: le convenció de la necesidad de correr riesgos, de pasar a la acción, porque el final del dictador podía estar más cerca de lo que pensaban. 
Y el 31 de diciembre de aquel año memorable nací yo. A veces pienso que un solo día de diferencia lo habría cambiado todo: nacer el primero de enero hubiera significado vivir otra vida, con amigos distintos, quizá con otros gustos, otras influencias… ¿otras opiniones políticas? Una cosa es segura: en mi biografía ya no luciría un año de nacimiento inolvidable.