domingo, 27 de noviembre de 2016

SAN BRUNO (27/11/2016)

La plaza de San Bruno es el O.K. Corral de la arquitectura zaragozana. A un lado, el palacio arzobispal trata de poner orden con sus líneas rectas y su confortable clasicismo. Al otro, la Seo es un delicioso patchwork de piedra sillar, ladrillo y cerámica, que da forma a un edificio imprevisible. El moderno grupo de viviendas que cierra el triángulo de la plaza se conforma con pasar desapercibido, incapaz de competir con esos dos colosos centenarios donde los doctores de la Iglesia se siguen disputando los asuntos de Dios en la Tierra. En realidad, el encanto de la plaza de San Bruno nace de su absoluta falta de planificación, de la ausencia de mano urbanizadora o de arquitecto con ganas de hacerse un nombre. Sus humanas proporciones y su feliz apartamiento de la visión y el ruido de los coches, la convierten en lugar ideal para la ancestral actividad del intercambio.
Cada domingo, los puestos del mercadillo de antigüedades se desparraman en aparente desorden por ella, y muchos zaragozanos se acercan a curiosear la variopinta mercancía. Allí se mezclan lo antiguo y lo viejo, el arte y el cachivache, lo sentimental y lo directamente grimoso. Libros, revistas, cuadros, artesanía y mil objetos inclasificables caben en esa denominación de sastre que es la antigüedad. Gran parte de este negocio se apoya en un mecanismo emocional que opera preferentemente en el género masculino, y que sigue vigente en plena revolución tecnológica: el encaprichamiento por objetos de escasa utilidad práctica, presuntamente raros, antiguos o codiciados por otros individuos, y que despiertan un irrefrenable deseo de posesión. Al deseo le sigue el inevitable regateo, caracterizado por el desequilibrio de fuerzas y en el que el encaprichado tiene todas las de perder. Se enfrentan el agudo instinto comercial del vendedor, curtido en mil batallas, y la bisoñez del comprador, quien debe añadir a su atrofiada capacidad negociadora el transitorio nublado del juicio que le provoca el objeto en cuestión.
Consumada la venta, a menudo se desencadenan otros dramas humanos que no tienen como escenario la recoleta plaza de San Bruno, sino el domicilio conyugal del comprador. “¿Qué es eso?” Mal empezamos. Cuando uno llega a casa con un delicado busto de terracota del general Cabrera, el mítico “tigre del Maestrazgo”, quizá un poco deteriorado pero conservando todavía ese simbolismo histórico que lo convierte en una pieza única, cabría esperar algo más de sensibilidad. Un “¡qué interesante pieza!” sería bastante. Pero no. La siguiente pregunta se dirigirá como un torpedo contra la línea de flotación del intrépido coleccionista: “¿Cuánto te ha costado?” Y él invariablemente mentirá. Mentirá como un bellaco. “¡Solo veinte euros!” En realidad pagó cien, pero no lo confesará ni bajo tormento. “¿Y has pagado veinte euros por ese trozo de barro? ¿Y dónde piensas meterlo?” A estas alturas, el aspirante a coleccionista comienza a dudar de todo; de la antigüedad de la pieza, o de si representa al general Cabrera o a Perico de los Palotes. Rehuyendo el combate, corre en busca de una caja de zapatos e introduce allí al insigne general, “hasta que encuentre una peana donde colocarlo”. Regresa la paz y la familia se sienta a la mesa dominical. En la oscuridad de su caja de zapatos, en el fondo del armario de donde ya no saldrá jamás, al busto de Cabrera – en efecto, era él – se le desprende un trozo de charretera. Al caer, el barro hace un ruido sordo. El general acaba de perder su última batalla.    

jueves, 24 de noviembre de 2016

¡VICTORIA! (20/11/2016)

Después de una semana de fieros combates, el enemigo ha sido definitivamente derrotado. Bajo un montón de mantas, con la cabeza todavía embotada por los restos del virus, fantaseo con mis linfocitos desfilando entre una multitud que enarbola banderitas en señal de victoria, mientras algunas jovencitas no pueden contenerse y obsequian a los héroes con ramos de flores y algún beso apasionado. El último contraataque del bacilo demostró ser una misión desesperada y solo logró subir el mercurio hasta los 37 grados, la mítica frontera de la fiebre. Hay que decir que nunca hubo un consenso universal sobre esta trascendental materia: para las madres más implacables, 37 grados de temperatura significaba regresar al colegio de inmediato; para las más compasivas – entre las que se encontraba la mía, gracias a Dios – esa cifra mágica concedía un día más de libertad antes de volver a clase. Sabia medida porque, después de una enfermedad, el choque con la realidad podía ser brutal. Durante las primeras horas, de vuelta en el colegio, uno tenía la horrible sensación de que habían ocurrido miles de cosas en su ausencia; había nuevos chistes, el yo-yo se había vuelto a poner de moda y los amigos parecían más distantes. En matemáticas, el profesor había querido emular a Isaac Newton y había revolucionado la disciplina con un montón de fórmulas que toda la clase daba ya por sabidas y que al convaleciente le parecían incomprensibles.
A mis cuarenta y muchos, tener la gripe me transporta a la niñez con más nitidez que una galleta Gargallo flotando en un vaso de Nesquik, y me invade el mismo sentimiento de vulnerabilidad que solo podía aliviar un sobre de indios y vaqueros. Por desgracia, hace ya varias décadas que aquellos benditos sobres dejaron de fabricarse. Me pregunto cómo crecerán los niños de hoy sin saber nada del eterno conflicto en el lejano oeste. ¿A qué jugarán? Me temo que la educación actual es extremadamente sensible con los niños pequeños, hasta el punto de desterrar cualquier juguete con resonancias bélicas o sexistas, pero luego los abandona sin transiciones en brazos de videojuegos brutales donde te pueden pegar cuatro tiros por pedir la hora, o donde te puedes enrolar en una banda de narcotraficantes en tus ratos libres. Personalmente, doy por bueno que mi hijo lleve unas cartucheras y una estrella de Sheriff en la pechera cuando toque, con tal de que luego distinga muy claramente dónde están los buenos y dónde los malos.
Esta gripe también ha sido especial por una circunstancia un poco triste: el doctor Uhalte, mi entrañable médico de cabecera se ha jubilado. Cuando acudí al centro de salud, la señorita de recepción me miró con cara de asombro: José María Uhalte se jubiló… ¡hace muchísimo! Empecé a decirle que yo era autónomo, que pertenecía a esa misteriosa clase de trabajadores que jamás enferma, pero desistí. Balbuceé una disculpa por haber estado sano durante años y abandoné el lugar con el corazón encogido. Soy un gran admirador de la profesión médica y creo que en Aragón disfrutamos de un servicio de primera división mundial. Pero el doctor Uhalte era especial. En su consulta, te hacía sentir que tu enfermedad le importaba. Uhalte cogía tu malestar, o tu simple preocupación, y los hacía suyos. ¿Saben lo que más lamento ahora? Que nunca le dije lo bueno que era. Debajo de las mantas, mientras las unidades de linfocitos limpian mi organismo de los últimos restos de resistencia, siento melancolía. La victoria nunca puede ser completa.

lunes, 14 de noviembre de 2016

ENTENDER LA MONARQUÍA (13/11/2016)

Tropiezo con un artículo en la edición española del New York Times titulado "A Sumajestad, el rey de España". Lo firma Martín Caparrós, escritor argentino residente en Madrid, y en él invita a Felipe VI a abdicar y "a buscarse un buen empleo". Desde el mismo título, con ese palabro que duele a la vista - Sumajestad - se deduce que el señor Caparrós quiere ser ingenioso; su problema es que para ser buen escritor hace falta algo más que un bigote con pretensiones (definitivamente, en Wikipedia cabe el mundo entero, hasta una foto de Martín Caparrós) o haber abandonado su patria argentina cuando llegaron los militares. Además de una pieza periodística de tercera, indigna de una cabecera del prestigio del New York Times, su tono impertinente y resabido se me hace difícilmente soportable.
¿Les parece aceptable que un extranjero, aunque sea tan familiar como un argentino, pida en tono de burla al jefe del estado del país que le acoge, que abandone su puesto? Yo lo encuentro desagradecido y desleal. El señor Caparrós critica con dureza nuestra forma de gobierno, que ya regía cuando España le dio cobijo, y parece olvidar que la monarquía parlamentaria fue acordada por los españoles en la Constitución de 1978, aprobada por el 88% de los votantes. Su deslealtad es también notoria: aunque es un habitual colaborador de El País, publica su artículo en un medio extranjero de prestigio, lo que hace un flaco favor a la imagen de España en el exterior.
No voy a discutirle al señor Caparrós su sacrosanto derecho a tener una opinión y a expresarla libremente. Pero creo que si tiene el atrevimiento de criticar de esta forma a una de las instituciones más importantes de nuestro país, es lógico esperar que alguien le conteste en los mismos términos. Si él invita a Felipe VI, el del “trabajo aburrido y un poco rancio”, “a conseguirse una casa, irse a su casa”, por mi parte invitaría a Martín Caparrós a que se fuera por donde un día vino. Al bendito Buenos Aires. Y que antes de tomar la pluma para manchar nuestras instituciones en periódicos extranjeros, se meta un dedo en la nariz o en el orificio que le parezca más oportuno.
Por supuesto que la sucesión hereditaria es una excepción insólita al principio de elección democrática de los cargos públicos. Pero esa excepción deviene aceptable cuando concurren dos circunstancias: en primer lugar, que ese cargo público, el Rey, no ostente poder político alguno, es decir, que todos sus actos deban ser refrendados por un representante elegido por los ciudadanos; y en segundo, que esa excepción reporte beneficios al país, en sus relaciones internacionales o por su benéfica influencia en el funcionamiento de las instituciones. En mi opinión, esto último está más que demostrado por la experiencia. Y luego está el ejemplo de otras monarquías parlamentarias. ¿Por qué países con tradición democrática mucho más larga que la nuestra como Noruega - el primero en reconocer el sufragio femenino-, Dinamarca, Holanda o Suecia, que son modelos de igualdad y justicia social en todo el mundo, la conservarían si solo sirviera a una casta de privilegiados?
Renunciar hoy a la tradición monárquica sería un error histórico. Porque la alternativa de un presidente republicano, muy purista en términos democráticos, sería a mi juicio mucho menos útil. Martín Caparrós, que no entiende la monarquía, insiste en que es una institución al servicio de una familia de privilegiados. Y es exactamente al revés. Es esa familia la que nos sirve a los demás.

lunes, 7 de noviembre de 2016

UN CUENTO MASÓN (06/11/2016)

En 1871, el masón estadounidense Albert Pike mantuvo una curiosa relación epistolar con el precursor de la unificación italiana, Giuseppe Mazzini. En una de aquellas cartas, se anunciaba el advenimiento de tres guerras mundiales. Las dos primeras tuvieron lugar con sorprendente exactitud en las fechas y con los contendientes anticipados por el misterioso Pike; la tercera, todavía por llegar, enfrentaría al sionismo con los líderes del mundo islámico y llevaría a todas las naciones del mundo “a la completa extenuación física, moral y económica”.
Respiren tranquilos. Lo que acaban de leer es una de las muchas patrañas que circulan por internet, para improductivo solaz de millones de lectores. Hay que reconocer a su creador un cierto gusto a la hora de mezclar los ingredientes de esta bazofia sensacionalista: Albert Pike y Giuseppe Mazzini existieron realmente, y en la pieza se incluyen sus fotos color sepia para demostrarlo, dando a este cuento masón el espaldarazo visual que toda noticia necesita. El problema es que luego mete la pata hasta el corvejón, al poner en la pluma de los protagonistas términos como “fascismo” o “sionismo”, que todavía no se habían acuñado en 1871.
Lo cierto es que nunca en la historia hemos tenido un acceso tan inmediato y universal al saber humano como el que hoy disfrutamos. Al lado de internet, Gutenberg palidece. Sin embargo, como reverso de la moneda, nunca se han publicado una mayor cantidad de mentiras, manipulaciones, informaciones falsas e interesadas, como las que tenemos que soportar a diario en la red. Uno llega a la conclusión de que la verdad, o la información veraz, si se prefiere un término con menos peso filosófico, debería ser el bien más preciado. Pero aparentemente no lo es. Tomemos la prensa digital. ¿Por qué las noticias más vistas son siempre las más escabrosas, sensacionalistas, voyeristas o morbosas, que no son precisamente las más fiables? La explicación es simple: porque tocan alguna tecla límbica que nos conecta con el primate que todos llevamos dentro. Lo que ocurre es que junto a la versión más básica del homo sapiens, en el interior de un considerable número de ciudadanos instruidos, convive un homo civitatis que necesita saber en qué mundo vive. No solo que la cantante británica Adele compuso sus mayores éxitos bebiendo inmoderadas cantidades de alcohol, que también. Estoy hablando de saber qué pasa en el mundo, en su mundo, literalmente. ¿Y dónde acude ese homo civitatis, ese ciudadano, en esos momentos de lucidez, cuando tiene saciada su sed de sensacionalismo y busca información de fiar? No a Facebook. No a los diarios digitales que han surgido como setas en los últimos años, con bonitas maquetaciones web. Acude a la prensa seria de toda la vida. A diarios centenarios como el que el lector tiene ahora entre sus manos, con tradición, con vergüenza periodística que les lleva a plantear debates en sus redacciones sobre lo que se debe o no se debe publicar, y que en otros medios serían ciencia ficción. Esa credibilidad es el verdadero patrimonio de un medio de comunicación. Porque no se improvisa, ni se puede comprar. Porque esa credibilidad tiene un precio que muchos lectores están dispuestos a pagar.
La historia del masón Albert Pike nunca llegará a las páginas de Heraldo de Aragón. Sus lectores nunca experimentarán la incertidumbre de futuras guerras mundiales, invasiones alienígenas o “eso que los gobiernos no quieren que sepas”. Que nadie se apure. Siempre nos quedarán las novelas.