Este bendito periódico tiene la sana costumbre de separar a sus “opinadores”
por categorías – opinión política y opinión independiente - para orientar al
lector sobre las lealtades del que escribe o su presunta independencia. Parece
bastante razonable: un columnista que milita en un partido político no solo
tiene un compromiso con sus lectores; lo tiene también con sus conmilitones, a quienes
no puede traicionar expresando opiniones contrarias a la doctrina oficial del
partido y a los que debe una conducta activa en la propagación de sus tesis. Ahora
bien, los que ostentamos la bonita etiqueta de “independientes” tampoco estamos
exentos de obligaciones. La primera y más evidente, para hacer honor al título,
es la de no utilizar el sagrado espacio periodístico para hacer apología de un
partido político. Esto no significa que los columnistas debamos ser
políticamente indiferentes o que el día de las votaciones, a semejanza de la
familia real, tengamos que quedarnos en casa. Todo lo contrario. Creo que para
poder opinar hay que tener ideas políticas bien asentadas y, sobra decirlo,
acudir a las urnas religiosamente. Lo que sí debe exigirse a un articulista es
tolerancia y altura moral; humildad para admitir que el que no piensa como
nosotros también podría tener razón. Hay pocos espectáculos menos edificantes
en el mundo del periodismo que el de un profesional sectario, entregado a la
defensa agresiva y destemplada de un partido político con el que se ha identificado
tanto, que ha acabado por amputarse él mismo su propia independencia. Opinar en
un medio público conlleva una responsabilidad. Prometo a mis queridos lectores
estar siempre alerta y no caer en la tentación partidista. Esto es lo que hoy
opino. El próximo 26 de junio, votaremos.
viernes, 24 de junio de 2016
viernes, 17 de junio de 2016
INIESTA (17/06/2016)
Nunca se le ha visto saliendo de un night-club a altas horas de la
madrugada. Jamás se ha quitado la camiseta ni tensado los músculos pectorales
en público. Jamás ha criticado a un compañero, ni al entrenador, ni al
utillero. Vive sobre un polvorín político-nacionalista – es jugador del Fútbol
Club Barcelona – y el de Fuentealbilla, provincia de Albacete, nunca se ha
hecho un lío con el asunto. Como todo el mundo sabe, Andrés Iniesta es un
futbolista excepcional y uno de los tipos más queridos de España; junto a Pau
Gasol y Rafael Nadal forman la Santísima Trinidad del deporte patrio, tan
importante para la Marca España como el Museo del Prado o la tortilla de
patatas. Y sin embargo, a pesar de un currículum deportivo tan excelso y de un
comportamiento deportivo intachable, para Iniesta, los premios y
reconocimientos casi siempre pasan de largo. El último ejemplo se ha dado en la
Eurocopa que estos días se disputa en Francia: después de ser el mejor
futbolista del partido que enfrentó a España y a la República Checa, su nombre no
fue incluido en el once ideal de la primera jornada de la competición. ¿Por qué
llamaría la atención su ausencia en un reconocimiento tan provisional como ese?
Permítanme ser un poco vulgar: porque ya huele. Es muy posible que a Iniesta le
falte ego, piel bronceada y melena al viento, y le sobre estilo y buena
educación para ser una figura mediática en el deporte de brutos por antonomasia
que es el fútbol. Debajo de esos cuatro pelos y alguna cana, sigue luciendo la
cara de aquel niño que dejó su pueblo con doce años para mudarse a La Masía y
perseguir un sueño que se ha hecho realidad. Un día glorioso sí pudo quitarse
la camiseta delante de todo un estadio. Y en lugar de exhibir abdominales,
honró la memoria de un amigo. Acababa de marcar el gol más importante de su
vida.
viernes, 10 de junio de 2016
BREXIT (10/06/2016)
Entre los partidarios de la permanencia del Reino Unido en la Unión
Europea se han disparado las alarmas. A solo dos semanas del referéndum, las
encuestas reflejan un empate técnico y los proeuropeos, con el primer ministro
David Cameron a la cabeza, se disponen a sacar toda la artillería argumental
para tratar de convencer al ciudadano medio de la trascendencia del momento –
para que vaya a votar – y de la importancia de seguir formando parte del
proyecto continental. Fuera de Gran Bretaña, el asunto se observa con
preocupación. No sé si al nivel de la calle, pero desde luego sí en las
cancillerías. España, fiel a la tradición, va un poco por libre. En lo que
respecta a la opinión pública, el personal ya está bastante entretenido con la
contienda electoral más disputada de su historia democrática, y en cuanto al
gobierno, lleva tantos meses en funciones que le ha cogido gusto a tomar cierta
distancia de los problemas y a adoptar una actitud zen. Porque problema es, y
de enormes proporciones. El “leaving” del Reino Unido supondría el golpe más
importante a las relaciones diplomáticas europeas desde la II Guerra Mundial.
Una perspectiva tan lamentable y retrógrada que hasta hace poco se consideraba
imposible. ¿Cómo se concibe que una de las naciones más avanzadas del mundo
pueda cometer un error histórico de tal magnitud? Porque cuando una potencia
internacional se zambulle en la equivocación, lo hace con el mismo entusiasmo
que aplica a sus mayores logros y las consecuencias suelen ser fatales. No hace
falta cambiar de continente para encontrar otros ejemplos aún más sangrantes:
Alemania, sin ir más lejos. Como en el caso del órdago escocés, yo confío en que
el buen sentido se imponga y que la cosa se quede en un buen susto. Del que
convendrá sacar las oportunas conclusiones.
viernes, 3 de junio de 2016
LA NOCHE QUE FUI CASPOLINO (03/06/2016)
La Gala de los Bajoaragoneses, que organiza este
bendito periódico y su grupo de comunicación, me motiva especialmente. En
primer lugar, porque me parece justísimo que los hombres y mujeres que se dejan
la piel cada día en esta empresa se den un homenaje una vez cada dos años. Y
luego están los premiados. Después de conocerles le entran a uno ganas de
fundar empresas, investigar enfermedades raras o correr maratones. Reconozco
que para asistir a la gala debo vencer cierto grado de pereza social. Acudo
solo y no conozco a casi nadie, y aquellos a los que conozco son los
anfitriones que deben atender a los que no conozco. Conclusión: observo y
escucho, más que hablo, lo que tampoco viene mal para aprender cosas nuevas y
asimilarlas. A la hora de la cena ocupé el sitio que tenía asignado y no tardé
en advertir que todos mis compañeros de mesa se conocían. ¡Eran todos de Caspe!
Con naturalidad, sin ceremonias, antes de liquidar el primer entrante sentí que
me habían adoptado y durante las dos horas siguientes experimenté una inmersión
caspolina tan intensa, que si me hubieran puesto una pluma delante habría
firmado el Compromiso allí mismo, sobre una servilleta. Hay que aclarar que el
Caspe oficial - alcalde y autoridades - ocupaban una mesa contigua, más
centrada y con mejores vistas. Mis compañeros de mesa – Javier, Juanjo,
Antonio, Rosie, Manuel, Isaac y las dos Elenas – eran genuinos representantes
del Caspe real: pequeños y medianos empresarios hechos a sí mismos, que
levantan cada mañana la persiana de sus negocios conscientes de que solo resistir
es un triunfo en un país como el nuestro, donde la iniciativa privada se mira a
menudo con suspicacia. No fue el caso de aquella cena memorable, desde luego. Por
una noche, todos sentimos orgullo por lo que hacíamos. La noche que fui
caspolino.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)