lunes, 23 de abril de 2018

PONTE EN MIS ZAPATOS (22/04/2018)

Hay que reconocer que los angloparlantes nos han ganado esta vez en poesía. “Ponerse en los zapatos del otro” – la versión inglesa de nuestro “ponerse en el lugar del otro” –es una expresión que está condenada a triunfar, también en lengua castellana, porque aúna belleza y utilidad. Además, como alude a la virtud más predicada de este siglo XXI, la empatía, se comprende perfectamente su éxito. 
Sin embargo, a mí me gustaría llevar el concepto un poco más allá. Hablar de los zapatos en un sentido real. Me explico: uno puede hacer el esfuerzo de trasladarse mentalmente a la situación de otra persona para comprenderla de verdad, en sus acciones o en sus defectos. En eso consiste la empatía. Pero reconozcan conmigo que sería mucho más interesante – y mucho más efectivo – que esa traslación fuera física en lugar de solamente mental, y que literalmente pudiéramos meternos en los zapatos del prójimo. Tomemos, por ejemplo, a doña Christine Lagarde, directora del Fondo Monetario Internacional, probablemente una de las personas menos empáticas del planeta, empeñada en decir que los salarios son demasiado altos y deberían bajar (todos menos el suyo, claro está). ¿No está pidiendo a gritos una experiencia sensorial en los zapatos de una trabajadora ochocienteurista, dependienta de una tienda que abre sábados y bastantes domingos, para saber exactamente de lo que está hablando? Con tres meses, suficiente. Oye, que iba a regresar a su despacho de Washington con las ideas clarísimas. 
Y lo mismo podría aplicarse a los políticos españoles. En lugar de tanto máster de Harvard en versión de Aravaca, más les valdría unas cuantas “experiencias zapateras” para comprender de verdad la realidad que aspiran a gobernar. ¿Se imaginan que el currículum de Pablo Casado reflejara experiencias laborales del tipo: stage sobre economía del sector primario, un mes en la vendimia de Cariñena, de sol a sol? Francamente no. Pero tendría que ser obligatorio. Un ministro de agricultura debería haber vendimiado al menos una vez en su vida, un ministro del interior haber sido policía raso durante unos cuantos turnos de noche, y sobre todo, aquel estadista que quisiera lanzarse a una guerra debería conocer mucho antes la vida en las trincheras o la experiencia de sufrir un bombardeo en su propia casa. No pretendo escurrir el bulto. El mundo es como es, por obra y gracia de cada uno de nosotros sin excepción; con distintas cuotas de responsabilidad, cierto, pero hasta el último de nosotros es legítimo participante en el reparto. Digo esto, porque también nos vendría muy bien a todos – a mí el primero - conocer de cerca cómo viven nuestros semejantes menos favorecidos, aquí o en el extranjero. 
La empatía está cambiando el mundo y lo hará todavía más en el futuro. La revolución de las comunicaciones impide ignorar lo que está pasando, casi en directo, en cualquier rincón del planeta. Ponerse en los zapatos del otro nunca ha sido más fácil. Y lo será más. La tecnología de la realidad virtual hará posible experiencias sensoriales que nos acercarán todavía más a las vidas de los otros. Obviamente, como cualquier tecnología revolucionaria no está exenta de riesgos: la realidad virtual podría convertirse en una vía de escape del mundo en decadencia, como anticipan algunas películas futuristas. Qué le voy a hacer, soy condenadamente optimista. Creo que la tecnología nos acercará más. Puede que no nos haga mejores, pero sí cada vez más interconectados. Cada vez más condenados a entendernos.         

lunes, 16 de abril de 2018

MAESTROS (15/04/2018)

8:30 de la mañana. Refugiados bajo la marquesina del autobús, esperamos al número 34 que hoy tarda más de lo habitual. Llueve con alegría primaveral pero hace un frío de febrero. Mi hijo Manuel, de tres años, pellizca mis nudillos para entretener la espera y aguanta estoicamente las inclemencias del tiempo sin quejarse. A pesar de su corta edad, él también parece comprender la importancia de ese ritual diario que supone ir al colegio, llueva, truene o haga calor. 
Manuel es tan pequeño, tan inocente en todo lo que dice y hace, que me inspira una ternura que no puedo describir. A veces me gustaría que nunca cambiase, que conservase siempre esa mirada infantil que no juzga, que no clasifica a las personas por lo que tienen o por lo que son. Desgraciadamente, eso no será posible. Pronto descubrirá que el coche de su padre – que él piensa que es un bólido de carreras – es en realidad un viejo cacharro de segunda mano que está pidiendo a gritos el relevo, que hay niños que tienen un cuarto más grande que el suyo y que el mundo es también un lugar bastante hostil donde los seres humanos luchan entre sí para ganar respeto, dinero y poder. Para eso deberían existir los colegios. Para enseñar a los niños a comprender ese mundo en toda su complejidad, porque solo así podrán desenvolverse en él. 
¿Lo hacen de verdad? ¿Cumplen los colegios su misión? Estoy seguro de que lo intentan. En cada momento de la historia, la escuela ha sido el reflejo de los valores de la sociedad, de sus necesidades productivas y hasta de su fe religiosa. Y el mundo ha cambiado. Mi generación vivió los últimos coletazos de la educación tradicional, con castigos físicos incluidos, y ahora es testigo de un modelo que se preocupa más del bienestar emocional del alumno. Estoy convencido de que es el camino a seguir. El maestro – qué bonita palabra, ya casi en desuso – debería ejercer como tal en el sentido más amplio posible y no limitarse a instruir a sus alumnos en la materia correspondiente. Debería compartir con humildad el trayecto vital que le ha llevado hasta ese estrado, su experiencia y los desafíos que ha tenido que superar. 
Comprendo que esta visión algo idílica de la educación pueda asustar a algunos padres, convencidos de que lo que sus hijos necesitan por encima de todo es un alto nivel de inglés para competir en un mercado laboral cada vez más exigente. Como padre que soy con un alto nivel de inglés les tranquilizaría: yo no aprendí este idioma gracias a un licenciado en Cambridge. Yo tuve al peor profesor de inglés que se pueda imaginar, un individuo paranoico con un nivel académico bajísimo al que le gustaba estirar de las patillas a sus alumnos. Por suerte tuve otros maestros, en el aula y fuera de ella, que cultivaron en mí la fuerza de voluntad y el equilibrio necesarios para enfrentarme a un desafío tan exigente como el de aprender un idioma. Por eso, cuando veo entrar al pequeño Manuel en el colegio lo que deseo es que encuentre buenos maestros. Modelos de conducta, además de profesores competentes con un buen nivel académico. Esas personas le ayudarán a comprender el mundo más allá de las limitadas fronteras de lo que ya conoce. Entre otras cosas, que hay familias que no tienen coche y que muchos niños ni siquiera tienen cuarto o juguetes. 
Sin prisa pero sin pausa. Hoy solo es un día en este largo camino. Llueve, hace frío y hemos llegado con retraso porque el 34 ha venido más tarde que nunca. Seguro que Manuel ha sacado infantiles e interesantes conclusiones al respecto.     

martes, 10 de abril de 2018

UNA HISTORIA MAYOR (08/04/2018)

En la España universitaria del siglo XVI también había clases. Junto a las universidades mayores de Alcalá, Salamanca y Valladolid surgieron otras, las llamadas “menores”, que facilitaban el acceso a la educación superior a los que no podían desplazarse a los grandes centros del saber. Cervantes se burlaba veladamente de las ocurrencias del cura del Quijote, precisamente porque este se había formado en una de esas universidades menores, la de Sigüenza. Como ven, no hay nada nuevo bajo el sol. 
Estamos en Almagro, Ciudad Real, en la que fuera universidad menor de Nuestra Señora del Rosario, acompañando a nuestro amigo mexicano Mauricio Fernández Garza. Ignoro si Mauricio asistió a una universidad mayor o menor, pero le ha dado para ser un personaje tan polifacético que es difícil glosar su figura sin arriesgarse a ocupar toda la extensión de este artículo. Exitoso alcalde de San Pedro Garza García - localidad de 120.000 habitantes en el área metropolitana de Monterrey - empresario, coleccionista de arte, mecenas de la paleontología y activo defensor de los animales en peligro de extinción. El motivo de su visita a Almagro es reencontrarse con el lugar de procedencia del techo mudéjar que preside el salón principal de su casa de “La Milarca”, en México. ¿Cómo llegó a recorrer más de 8.000 kilómetros ese magnífico techo de par y nudillo de 30 metros de largo? El magnate de la prensa estadounidense William Randolph Hearst - excéntrico personaje que inmortalizara Orson Welles en su película “Ciudadano Kane” - lo compró hace casi un siglo y el rompecabezas de madera en que se convirtió una vez desmontado acabó en un almacén donde permaneció durante décadas. En 1975, cuando estaba a punto de ser vendido a un fabricante de muebles antiguos falsos, Mauricio lo compró al ver un anuncio en una revista norteamericana. Tenía 25 años y su familia pensó que se había vuelto loco. 
El traslado desde Carolina del Norte, donde reposaba aquel ingente montón de madera, hasta Monterrey, fue el comienzo de una odisea que merecería estar en los anales de las operaciones constructivas más complejas y surrealistas de la historia. Para empezar, una extrañísima ley estadounidense prohibía el traslado por ferrocarril de objetos de más de 300 años de antigüedad. Mauricio contrató doce enormes camiones tráiler que trasladaron las vigas de madera de más de 15 metros de largo - que un día fueron árboles gigantescos en las serranías de Cuenca - junto a una miríada de piezas medianas, grandes y pequeñas que formaban el complejísimo puzzle de hace 500 años que nadie sabía si podría volver a armarse. El restaurador mexicano Manuel Serrano dedicó más de un año a la tarea. Cuando comprobó que no faltaba ninguna pieza y que el techo comenzaba a “trabajar” estructuralmente en la casa que se había construido para él, cerrando sus grietas e irguiéndose como si estuviera vivo, dicen que lloró de emoción. Detrás de aquel techo vinieron cuatro más, todos de procedencia española y comprados en su día por Hearst, que Mauricio salvó de la destrucción para conformar la colección de techos mudéjares más exclusiva y valiosa del mundo. 
“Al venir a Almagro no sabía si me iban a abrazar o a lincharme”, dice el alcalde de San Pedro Garza García con humor. Los almagreños le están agradecidos. Salvó el techo de la destrucción y hoy es el mejor embajador del esplendor de Almagro al otro lado del Atlántico. Y todo surgió en una universidad menor.  A veces de allí también salen las historias más grandes.

miércoles, 4 de abril de 2018

CHURCHILL (25/03/2018)

Fue una de las figuras más influyentes del siglo XX y su oronda presencia se resiste a desaparecer. En el último año se han estrenado casi simultáneamente dos películas sobre Winston Churchill y por la segunda de ellas, “Darkest hour”, Gary Oldman se llevó el Oscar a la mejor interpretación. Aunque la vida del político británico fue pródiga en acontecimientos históricos para su país y para el mundo entero, existe unanimidad en considerar esa “hora más oscura”, el ataque de Hitler sobre las islas británicas en el verano de 1940, como el momento más brillante de su carrera. La soledad del Reino Unido frente a la máquina de guerra alemana que se había paseado triunfal por toda Europa, no invitaba al optimismo. Sin embargo, el liderazgo de Churchill y su inquebrantable fe en la victoria insuflaron en el pueblo británico el espíritu necesario para resistir. 
Para engrandecer aún más su figura, en la vida de Churchill las victorias más rutilantes se alternaron con los más sonoros fracasos. Solo dos meses después del fin de la guerra en Europa, su inesperada derrota en las elecciones británicas le sumió en la más absoluta desolación. Y no fue una derrota cualquiera. Clement Atlee, el candidato laborista vencedor, logró una de las mayoría parlamentarias más amplias de la historia del Reino Unido. ¿Cómo era posible que el mismo pueblo al que guió hasta la victoria más gloriosa ahora le diera la espalda? Paradójicamente, en esos años de ostracismo, acompañado de su “perro negro” - que es como llamaba Churchill a su melancolía en una expresión que ha hecho fortuna –, el viejo político alcanzó las más altas cimas de lucidez. Ocurre a menudo; los grandes estadistas destilan toda su sabiduría en sus horas bajas, cuando la derrota les regala el tiempo necesario para la reflexión. 
Ocurrió en la Universidad de Zurich, en septiembre de 1946. Churchill alternaba su papel de jefe de la oposición con ocasionales viajes al extranjero para darse baños de multitudes que le aclamaban por su heroico papel durante la guerra. Los suizos, en su afán de no disgustar a nadie, inquirieron a Churchill sobre el contenido del discurso que iba a ofrecer. Él les tranquilizó: esta vez dejaría tranquilos a los soviéticos. Habían pasado solo dos meses desde su histórico discurso en Fulton, Missouri, en el que llamó la atención sobre el “telón de acero” que estaba abatiéndose sobre Europa, y los suizos no querían provocar otro conflicto diplomático. 
Cumplió su palabra. Churchill no aludió a la amenaza soviética ni una sola vez, pero fue incapaz de largar un discurso rutinario, poblado de lugares comunes. Eso lo dejaba para otros. Dedicó su conferencia a la necesidad de crear los Estados Unidos de Europa. Con un espíritu visionario que sorprendió a todos, cifró las esperanzas del continente en un entendimiento entre franceses y alemanes que pusiese las bases para una organización europea fuerte. Lo que hoy es una obviedad, en 1946 era un desatino. ¿Entendimiento con los alemanes? Las cancillerías de toda Europa – la británica incluida - se apresuraron a decir que las opiniones de Churchill solo le comprometían a él. 
Acertó en todo. 72 años después, los rusos continúan siendo una amenaza de primer orden. La Unión Europea, una realidad inamovible. Es irónico que el personaje más importante de la historia del Reino Unido fuera el primero en atreverse a defenderla. En estos tiempos oscuros marcados por el Brexit, echamos de menos la lucidez de los británicos. Echamos de menos a Churchill.      

REY Y COLECCIONISTA (18/03/2018)

Si pasan por Londres y son amantes del arte no deberían perdérsela. Hasta el 15 de abril, la Royal Academy of Arts acoge la exposición “Carlos I: Rey y Coleccionista”, que vuelve a reunir, más de 350 años después, una de las colecciones de arte más legendarias de todos los tiempos. Obras maestras de la pintura y la escultura que eran codiciadas por las cortes europeas de la época porque eran el mejor reflejo del poder casi divino de sus propietarios. La peculiaridad de la colección que reunió Carlos I, rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda, es que esta le costó literalmente la cabeza: en 1649, el parlamento inglés liderado por Oliver Cromwell le hizo decapitar por sus excesos políticos y financieros. Un acontecimiento traumático de la historia británica en el que los españoles, como en casi todos los negocios europeos de la época, jugamos un papel decisivo. 
Todo comenzó en 1623. Carlos era un fogoso joven de 22 años que se preparaba para suceder a su padre, Jacobo I, en el trono inglés. Junto a su compadre favorito, el Duque de Buckingham, se embarcó en la imprudente aventura de cruzar el continente de incógnito para llegar a la corte española de Felipe IV. El objetivo del viaje era negociar el matrimonio de Carlos con la infanta María Ana, hermana del rey, pero se saldó con un sonoro fracaso. El príncipe inglés se enamoró perdidamente de la jovencísima infanta - 16 años a la sazón - pero su ímpetu juvenil acabó por espantarla. Por otro lado, estaban las diferencias religiosas, que acabaron por estropear definitivamente el negocio. Carlos sabía que si se presentaba en Inglaterra convertido al catolicismo, ni el pueblo ni el parlamento se lo iban a perdonar. 
Sin embargo, aquel fiasco diplomático tuvo otras repercusiones menos aparentes, pero que marcaron el curso de la historia inglesa. Carlos quedó obnubilado por la majestuosidad de la corte española. El impacto fue, en primer lugar, estético. Ningún inglés había visto algo parecido a la exquisita colección real de pintura y escultura que albergaba el Alcázar madrileño. Luego estaba la solemnidad de los usos cortesanos. Felipe IV dispuso un lugar de honor para el príncipe inglés en las celebraciones del Corpus Christi de aquel año y Carlos quedó profundamente conmovido. Calles engalanadas de flores y bellos tapices y, sobre todo, un pueblo que miraba a su rey como si fuera un Dios. Un modelo de monarquía que se propuso imitar, empezando por la colección de arte que allí mismo inició, con el regalo de despedida del rey español: un magnífico Tiziano. No sería el último. Regresó a Inglaterra con la intención de seguir aumentando su colección y parecerse a ese rey absoluto y majestuoso que había conocido en España. 
Pero las obras maestras eran – y lo son todavía – una afición cara. Además, Inglaterra se parecía muy poco a la rígida corte española. Allí el Parlamento era un poder auténtico y no se le podía ningunear sin pagar un alto precio. Los agobiantes impuestos fijados por el rey a sus espaldas, en gran parte para pagar su colección de arte, le enemistaron con el pueblo y desembocaron en una guerra civil. Los ingleses, a su peculiar manera, siempre fueron unos adelantados. Cortaron la cabeza de su rey ciento cuarenta años antes de que los franceses hicieran lo propio. La inmensa colección de Carlos I fue vendida y se dispersó por toda Europa. Hoy regresa a Londres para disfrute de propios y extraños. Los españoles podemos contarnos entre los primeros. Después de todo, nosotros la inspiramos.        


martes, 3 de abril de 2018

FORBES Y YO (11/03/2018)

La revista Forbes acaba de publicar su tradicional lista de los individuos más ricos del planeta. Uno podría imaginar que semejante exhibición de poderío, esa galería de Tíos Gilitos que nadan entre millones, resultaría ofensiva para el ciudadano medio que no le quita ojo a su cuenta corriente - no para ver lo que tiene sino lo que le queda - y que la dichosa revista se la pasarían los ricos de mano en mano, a escondidas, como hacían en mis tiempos los colegiales con el Playboy. (Yo no, mamá. Otros colegiales) Pero nada más lejos de la realidad. La lista Forbes es una noticia que ningún medio de comunicación se resiste a comentar y es consumida con avidez por la audiencia.
“¿Cómo ha quedado Amancio? ¿Que nos lo han bajado al sexto puesto? Cómo son estos americanos de envidiosos, de verdad…” Amancio Ortega, el fundador del grupo Inditex, es como el Real Madrid pero en la liga de los ricos. Es nuestro rico. Puede que sus 70.000 millones de dólares nos sean tan ajenos en lo que al Código Civil se refiere como lo puedan ser para un ciudadano belga o costarricense, pero no me negarán que, moralmente al menos, una parte de su riqueza sí que nos alcanza. Que el hijo de un ferroviario nacido en Busdongo de Arbas, León, emigrado a La Coruña donde comenzó a trabajar como dependiente a los catorce años, haya logrado levantar uno de los mayores imperios textiles del mundo, dice algo positivo del país en que vivimos. Como poco, que es posible triunfar en los negocios y llegar hasta lo más alto teniendo un origen humilde.
Después de sacar pecho al comprobar lo bien que le va a nuestro millonario, nos toca ponernos un poco más serios. Filosóficos, incluso. Que 2.208 individuos en el mundo sean capaces de acumular una fortuna de 9,1 billones de dólares, da, como mínimo, para pensar un poco. Jesucristo ya lo hizo hace un par de milenios. Cuenta el evangelio de San Mateo que un joven rico le preguntó una vez: “¿Qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?”. “Cumple los mandamientos” le respondió Jesús."Todo eso ya lo he hecho. ¿Qué me falta?" Es de suponer que ante la arrogancia de este yuppie del siglo I, Jesús quiso cortar por lo sano: "Vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y vente conmigo". Como se pueden imaginar, el joven rico desapareció a toda velocidad. A continuación, Jesús pronunció una sentencia que ha pasado a la historia, tanto por el trasfondo moral que encierra - un juicio a los ricos de una dureza inusitada - como por la extraña metáfora que utiliza: "Es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que un rico entre el reino de los cielos".  Al parecer, detrás de esa extravagante figura literaria podría esconderse un error de traducción: Kamelos, camello en griego, se parece mucho a Kamilos, soga o maroma. Algo, la soga, que sería más lógico intentar pasar por el ojo de una aguja; desde luego, mucho más que un pobre camello con sus dos jorobas. 
Dos mil años después, creo que los desafíos morales que deben afrontar los ricos siguen ahí. El problema es que, en un mundo tan desigual como en el que vivimos, a esa categoría también pertenecemos usted y yo, querido lector. Cierto, jamás apareceremos en la lista Forbes, pero eso no nos libera de nuestras responsabilidades. ¿Vender nuestras propiedades para dárselas a los pobres? Pasaríamos a ser pobres y no resolveríamos nada. Por desgracia, el problema es mucho más complejo. ¿Qué hacemos por lograr un mundo más justo? Que cada uno conteste a esa pregunta como pueda.