domingo, 8 de julio de 2018

LO DIJO KANT (08/07/2018)

Königsberg fue fundada por los míticos caballeros cruzados de la Orden Teutónica, perteneció al reino de Prusia y sucesivamente formó parte del imperio alemán, la república de Weimar y el III Reich de los infaustos nazis. Tras la segunda guerra mundial, devastada por los bombardeos aliados, pasó a manos de los soviéticos que expulsaron a los alemanes supervivientes y los sustituyeron por población rusa. Para que la extirpación del germanismo fuera completa le cambiaron el nombre: desde 1946, Königsberg pasó a llamarse Kaliningrado en homenaje al bolchevique Mikhail Kalinin, denominación que conservó tras la caída de la Unión Soviética en 1991. 
El colapso convirtió al territorio en un enclave de la federación rusa a 600 kilómetros de su frontera más próxima y rodeado por dos países pertenecientes hoy a la Unión Europea y a la OTAN: Lituania y Polonia. Si durante la Guerra Fría, su condición de puerto soviético en el mar Báltico que no se helaba durante el invierno convirtió a Kaliningrado en sede principal de su flota en la región, su actual status de enclave incrustado en territorio “enemigo” no ha rebajado la fuerte presencia militar. Para Vladimir Putin, el autocrático presidente ruso, alumno aventajado de los métodos del KGB, el territorio tiene una importancia estratégica máxima. Para espanto de los aliados occidentales, a principios de año se desplegaron allí los nuevos misiles Iskander de corto alcance, con capacidad para albergar armamento nuclear. 
La lectura política es imprescindible para interpretar la designación de Kaliningrado como una de las sedes del Campeonato Mundial de Fútbol que se juega estos días en Rusia. Como una forma de marcar territorio. Putin ha construido para la ocasión el Arena Baltika, un estadio ultramoderno con capacidad para 35.000 espectadores que ha costado 300 millones de dólares. No está muy claro cuál será su destino una vez terminada la Copa del Mundo, ya que el equipo local, el F.C. Baltika, cuenta con una afición que no supera los 4.000 socios. 
A pesar del inquietante parecido que tiene todo esto con una nueva guerra fría, Kaliningrado/Königsberg también es célebre en el mundo entero por una circunstancia mucho más alegre y esperanzadora: en su capital nació, vivió y murió – dice la leyenda que jamás pernoctó a más de 150 kilómetros de distancia de ella – el filósofo Immanuel Kant (1724-1804). Figura imprescindible de la filosofía moderna, Kant fue uno de los precursores del concepto de la “Paz perpetua”, que según él se alcanzaría gracias a la democracia universal y la cooperación internacional. ¡Qué grandes lecciones podría dar todavía el filósofo a más de un estadista con trasnochados delirios de grandeza! A pesar de que Kaliningrado vive hoy de espaldas a los postulados pacifistas e internacionalistas de Kant, la ciudad todavía presume de la huella que dejó el filósofo, empezando por su tumba en la catedral, que ha sido recuperada tras décadas de abandono bajo el yugo soviético. En uno de los muros del edificio reza una de sus citas más célebres: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, que aumentan cuanto más reflexiono sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral que hay en mí.” Cuando leo estas palabras, los doscientos catorce años que nos separan se convierten en un latido y siento a Kant tan cerca de mí como si fuera un vecino de escalera. Me resultaría difícil encontrar una cita mejor para resumir mi forma de entender el mundo. Y para escribir la perfecta despedida.  

viernes, 6 de julio de 2018

BUSCANDO A DJENEBA (01/07/2018)

No sé si sabes, querido lector, que tu posición respecto a mí, humilde articulista, tiene algo de omnisciente, como de un ser superior. Porque en el momento en que llegan a ti mis ocurrencias, sabes muchas más cosas que yo cuando las escribí. Por ejemplo, puede ocurrir que yo anime al presidente Rajoy desde esta tribuna a hacerse más visible en la política nacional, y que cuando tú me leas, el expresidente Rajoy ya haya firmado una docena de escrituras en el registro de Santa Pola, Alicante. Son los gajes del bello oficio de la prensa escrita. 
Hoy domingo, la suerte de mi película “Buscando a Djeneba”, nominada a mejor documental en los Premios Simón del cine aragonés, estará echada. Ayer sábado, en el Auditorio de Zaragoza, alguien abrió un sobre y dijo la consabida frase: “Y el ganador es…” ¿Me levanté con una sonrisa mientras las cámaras me apuntaban o me quedé en la butaca poniendo cara de circunstancias e intentando convencer a mi corazón de que ya no tenía sentido batir a ciento veinte pulsaciones por minuto? No puedo saberlo. Tú sí, querido lector. Humedece las yemas de tus dedos, pasa las páginas y detente en la sección cultural, donde los Premios Simón serán noticia destacada. Ante la contingencia de que mi película no haya sido la elegida – estadísticamente, algo muy probable – y de que como perdedora haya comenzado a descender a la profunda sima del olvido, déjame contarte algo sobre “Buscando a Djeneba” que espero despierte tu interés. 
Imagina por un momento que unos extranjeros venidos de una cultura muy lejana llegan a tu pueblo y se entusiasman con su paisaje, el exotismo de sus gentes y la belleza de sus edificios. Lo fotografían todo con sus cámaras, presos de un inexplicable frenesí. Tú, por hospitalidad, les dejas subir a la terraza de tu casa porque desde allí tendrán bonitas vistas de la “catedral”. Por alguna extraña razón que no acabas de entender, se entusiasman también contigo e insisten en filmarte una pequeña entrevista en la que te preguntan sobre tu vida, milagros y sueños de futuro. Pues bien, ese grupo de extranjeros regresa a su lejano país y, sin que tú lo sepas, realizan un cortometraje documental que titulan con tu nombre – ponga aquí cada uno el suyo, Francisco, Isabel, Alberto… - y que está casi exclusivamente centrado en la entrevista que te hicieron. Para más inri, el documental ganará un premio bastante importante, en prestigio y en cantidad económica, del que tú tampoco llegarás a saber nada. ¿Cómo te quedas? 
Siento cierto apuro al confesar que aquel extranjero era yo, la joven exótica a la que entrevisté en un recóndito pueblo de Mali se llamaba Djeneba, era albina – motivo por el cual llamó nuestra atención – y tenía 17 años a la sazón. Ni siquiera escribí correctamente su nombre; titulé la película “Djenneba”, con doble n, pero eso no me impidió ganar el premio al mejor corto documental del festival Notodofilmfest en 2009, seis años después de nuestro fugaz encuentro. Tardé otro buen puñado de años en convencerme de lo impresentable de mi actitud y de que debía hacer algo para arreglar las cosas. Así de irrespetuosos podemos llegar a ser los del norte cuando tratamos con gentes del sur. El documental “Buscando a Djeneba” narra la historia de mi regreso a Mali para reencontrarme con esa joven albina y dar las oportunas explicaciones. 
¿He ganado el premio Simón? Dios, me come la impaciencia, no sabes cómo te envidio, lector. Ahora me perdonarás, pero voy a dejarte. Tengo que preparar un discurso…

martes, 26 de junio de 2018

TIERRA DE REYES (24/06/2018)

Si hubiera que escoger el lugar más simbólico de esta comunidad política y sentimental que llamamos Aragón, ese sería sin duda el Real Monasterio de San Juan de la Peña. En el siglo X, al abrigo de esa roca rojiza de la que mana el agua y rodeado de una naturaleza exuberante, se fundó un cenobio que pronto sería el predilecto de los reyes de Aragón. En 1061, Ramiro I, fundador de la nueva dinastía, dejó escrito en su testamento que amó a los monjes de San Juan de la Peña “más que al resto de los hombres”. Y mandó ser enterrado allí, inaugurando una tradición real que continuarían su hijo, Sancho Ramírez, y su nieto, Pedro I. 
Más de 900 años después, en una de las primeras actuaciones del primer gobierno autonómico de Santiago Marraco en 1984, se decidió restaurar y dignificar los panteones reales de Aragón. Era una medida cargada de lógica. Para una administración centralista aquellos monumentos eran objeto de protección, pero era obvio que jamás dedicarían los mismos recursos ni el mismo entusiasmo que pondría un aragonés en cuidar el solar fundacional de su comunidad. Y se comenzó por San Juan de la Peña. La verdad es que se me ocurren pocos ejemplos mejores que justifiquen la necesidad y el éxito del estado autonómico español. A la par de los trabajos dirigidos por el arquitecto Ramón Bescós, se realizó una excavación arqueológica a cargo de Carlos Escó y José Ignacio Lorenzo, que incluía el panteón medieval, lugar de enterramiento de los reyes privativos de Aragón y sus familiares. A pesar del pesimismo reinante sobre las posibilidades de encontrar restos debido a los sucesivos expolios que había sufrido el monasterio en el curso de la historia, los resultados fueron sorprendentes. Aparecieron los esqueletos de 30 individuos, algunos desordenadamente dispuestos y otras tumbas intactas, aunque inicialmente sin rastro de ajuar funerario. Sin embargo, el método científico seguido en la excavación acabó dando frutos: en la criba de la tierra, el niño José Luis Solano – hijo del entonces guarda del monumento, también José Luis, que este año se retira tras más de 30 años de dedicación al patrimonio de la Jacetania – descubrió un exquisito anillo de oro decorado con un águila portando una rama de olivo en su pico. Un anillo digno de un rey. Aparecieron dos más, y un dado, que también habían escapado a la codicia de los expoliadores. 
Así se inició un largo proceso de investigación científica multidisciplinar – historia, antropología, genética, carbono-14, radiología - que se amplió a los restos de Ramiro II El Monje y Alfonso I El Batallador en el monasterio de San Pedro el Viejo de Huesca, y a los de la Condesa Sancha, hija de Ramiro I, en el de las Benedictinas de Jaca. Una investigación que ha contado con los mejores especialistas de dentro y fuera de Aragón, y que concluye hoy domingo con la reinhumación solemne del Linaje Real aragonés en la que participan las más altas autoridades de la Comunidad. Una magnífica oportunidad para recordar nuestra historia, que sufrió durante generaciones cierto desdén castellano y que debemos reivindicar con orgullo. Porque desde muy antiguo, Aragón fue tierra de reyes. 
Que nadie se alarme. Mi rejuvenecido aragonesismo se lleva perfectamente bien con mi lealtad a España, a Europa, y sin apurar demasiado, a la comunidad de todos los pueblos de la tierra. En cierta ocasión, un nacionalista muy enfadado me dijo que eso era propio de esquizofrénicos. “¿Ah, sí? Bendita enfermedad la mía”, le contesté muy ufano.  

sábado, 23 de junio de 2018

LA SOMBRA DEL MAL (17/06/2018)

Nos gusta pensar que el mal habita en religiones que no profesamos, en países en los que no vivimos y en ideologías que no compartimos. Nos gusta pensar que tenemos al mal bien controlado. Visceralmente hablando, incluso localizamos el mal en el corazón de las personas. Por desgracia, la bestia no conoce fronteras. Aunque nos cueste aceptarlo, cualquiera de nosotros está perfectamente capacitado para causar el mal a los que nos rodean. 
Hoy quiero hablar del MAL con mayúsculas, la energía más destructiva de la naturaleza y la que deja una huella más profunda en los seres humanos. Cada sociedad, en cada época, debe convivir con el mal que han producido sus antepasados, aquellos que un día se llamaron como nosotros. Los españoles heredamos el mal que causaron nuestros compatriotas en un pasado más o menos reciente y, en cierta manera, debemos cargar con él. No se apuren, no estamos solos. Piensen en los alemanes, los japoneses o los ruandeses. Obviamente, no se trata de responsabilidad en sentido estricto. Ni siquiera el descendiente directo de un asesino de masas podría ser molestado en lo más mínimo por los actos de su progenitor. Sin embargo, es muy posible que su existencia haya quedado marcado por la maldad de este. No puedo argumentarlo científicamente pero estoy convencido de que el mal es una energía que no se reabsorbe con facilidad y que puede transmitirse entre generaciones. 
Nuestros vecinos franceses tampoco son una excepción. La actuación de la Francia colaboracionista durante la Segunda Guerra Mundial sigue siendo, más de siete décadas después, un capítulo de su historia que despierta dolor. La forma más efectiva de purgarlo consiste en conocer la verdad, desenterrarla si es preciso, hasta que todo salga a la luz. A esa tarea se han entregado en los últimos años muchos cineastas franceses y fruto de ella se han realizado un buen número de documentales históricos de gran calidad. “Das Reich, una división de las SS en Francia”, es uno de ellos. Dirigido por Michael Prazan, descendiente de judíos muertos en el Holocausto, el documental narra la historia de la citada unidad blindada a partir del desembarco aliado en las playas de Normandía, el 6 de junio de 1944. Acantonada en la ciudad de Montauban, próxima a Toulouse, la “Das Reich” fue llamada de urgencia a socorrer las defensas alemanas y sus 20.000 hombres, jóvenes reclutas alsacianos y húngaros en su mayoría, pusieron rumbo al norte. Por el camino sufrieron los actos de sabotaje de la resistencia francesa, cada vez mejor armada, y las represalias de los soldados contra la población civil fueron de una brutalidad inimaginable. En la localidad de Tulle, ahorcaron a cien hombre al azar en los balcones y las farolas de la localidad. La matanza solo se detuvo cuando se acabó la cuerda disponible. En Oradour-sur-Glane fueron mucho más allá: los 600 habitantes de la población fueron masacrados. Los hombres, a la metralleta; las mujeres y los niños, encerrados en la iglesia del pueblo y quemados. 
Siento oscurecer, apreciadísimo lector, la mañana de domingo con esta triste historia. Por desgracia, no fue una excepción. Hubo centenares de casos similares durante aquella terrible guerra. La historia de todas las épocas demuestra que la sombra del mal se apodera del mundo si se dan las circunstancias adecuadas para ello. La guerra, el odio, los conflictos nacionales. Conviene tenerlos muy presentes. Creer que esos errores están definitivamente superados, aumenta la posibilidad de repetirlos.

lunes, 11 de junio de 2018

EL OXÍGENO (10/06/2018)

“He olvidado muchas cosas de aquella expedición. Es como aquella novia que tuviste hace 40 años. No la recuerdas del todo, ¿verdad?”. Peter Habeler se disculpa con una sonrisa. Este año se conmemora el cuarenta aniversario de la primera ascensión al Everest sin oxígeno que el austriaco realizó junto a otra leyenda del alpinismo, el italiano Reinhold Messner. Les tomaron por locos. Nadie había subido a semejante altitud sin la ayuda de oxígeno artificial y se pensó que caerían desplomados, víctimas del aire liviano de la zona de la muerte. Pero no fue así. El 8 de mayo de 1978, Messner y Habeler se encaramaron a los 8.848 metros de la cumbre más alta del mundo equipados con lo indispensable y sin acarrear un gramo de más – esa fue una de las claves de su triunfo – y cambiaron para siempre las bases de la escalada en el Himalaya. A partir de ese momento, las montañas de más de ocho mil metros podrían subirse con ayuda de las feas y aparatosas botellas de oxígeno o prescindiendo de ellas, lo que convertía a una de las actividades deportivas más peligrosas del mundo en algo todavía más exigente y arriesgado. 
Los dos protagonistas de aquella hazaña tomaron caminos vitales muy distintos. A Habeler el Everest le abrió las puertas a conseguir un empleo estable y construirse una casa en su país, y optó por apartarse de las grandes montañas para volcarse en su familia. Messner repitió la ascensión al Everest dos años después, esta vez en solitario y de nuevo sin oxígeno, y continuó una carrera meteórica que le convertiría en el alpinista más grande de todos los tiempos. Este año ha sido galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de los Deportes junto con el polaco Krzysztof Wielicki. 
En Aragón tenemos la suerte de contar con nuestra propia leyenda del himalayismo, el jacetano Carlos Pauner. Fue el cuarto español es ascender a los 14 ochomiles y pertenece al selecto grupo de 40 personas en todo el mundo que lo ha conseguido. Nos conocimos en 2002, cuando regresaba de alcanzar la cima del Makalu (8.463 m) y apenas había iniciado la carrera de los 14, y después viví gracias a él algunos de los momentos más intensos de mi vida. Hoy Carlos está a punto de acabar su último reto deportivo en marcha – Las 7 Cimas, la ascensión a las montañas más altas de cada continente – y pronto se marcará nuevos objetivos. Su actividad lejos de las montañas es también intensa porque junto al deportista convive un motivador y consultor de empresas, un filántropo de la mano de la fundación que lleva su nombre y un aviador consumado, su otra gran pasión. Quizá sus días de mayor gloria han quedado atrás pero Pauner acepta su condición de deportista legendario con un punto de inconformismo: tratándose de él, cualquier cosa es posible. De lo que sí es muy consciente es de las dificultades que acechan al montañero también aquí, a unos pocos centenares de metros de altitud. Si en las cimas de las montañas el oxígeno es escaso pero reina la autenticidad y una brutal sencillez, en el mundo presuntamente civilizado las cosas funcionan al revés: el oxígeno abunda, y con él las comodidades y lo superfluo, pero la sencillez se ha transformado en un complejo laberinto de prisas, estrés y lucha por la supervivencia. No, las leyendas del deporte tampoco escapan a estas servidumbres. La única diferencia es que los Habeler, Pauner y compañía guardan en su mente un departamento de experiencias extremas que iluminarán el resto de su vida. La belleza, la plenitud, la tragedia. El oxígeno.

HOMBRE DE PUEBLO (03/06/2018)

Irónicamente, uno necesita salir de las grandes ciudades para descubrir que el mundo es muy grande. Y que está abrumadoramente despoblado. No hablo de la estepa siberiana, ni del desierto del Kalahari; hablo de lugares muy cercanos, sin salir de Aragón, donde es posible recorrer centenares de kilómetros sin encontrar un alma. ¿No se han preguntado lo absurdo que resulta vivir en un edificio-colmena, en un hueco minúsculo por el que nos endeudamos de por vida, mientras a una decena de kilómetros comienza un desierto casi vacío? La ciudad es una realidad social muy antigua, casi tanto como la civilización, pero sospecho que nunca ha ejercido una fuerza de atracción tan brutal como en los tiempos actuales. Como esos agujeros negros que lo tragan todo, hasta la misma luz, y que dejan al resto del mundo (rural) en la más completa oscuridad. 
Las ciudades nacen por motivos económicos pero se sostienen gracias a otra fuerza de la que rara vez se habla en términos poblacionales: la inercia. Prueben a preguntarle a un maño por qué de entre todas las ciudades del mundo, a orillas de otros tantos ríos caudalosos, eligió Zaragoza para vivir. Con toda probabilidad se encogerá de hombros y responderá: “En realidad no lo elegí. Nací aquí y aquí han nacido mis hijos. En Torrero me enterrarán.” A diferencia de otras culturas menos mediterráneas, la movilidad geográfica es escasa en España porque aquí la familia sigue siendo una fuerza social poderosísima que se resiste a la dispersión de sus miembros. Romper con esa ley de la inercia exige una buena dosis de ambición y aventurerismo que, en la mayoría de los casos, lleva al individuo a otra ciudad todavía más grande de la que casi nunca regresa. Como decía Sabina, pongamos que hablo de Madrid. 
Los pueblos nacen por motivos mucho más terrenales - porque por allí pasaba un río o porque un general romano eligió el lugar para plantar su campamento - pero acaban muriendo por la maldita economía. Aunque en el problema de la despoblación intervienen muchos factores sociales y culturales, los pueblos comienzan a decaer cuando sus habitantes deben emigrar para ganarse la vida o para ejercer otras ocupaciones que no existen en los núcleos pequeños. Así empieza un círculo vicioso de falta de actividad económica, déficit de comunicaciones y servicios, y creciente desatención de las administraciones que desvían los recursos hacia lugares más poblados. En Aragón muchos pueblos se mueren y la pérdida es tan profunda que nadie tiene derecho a mirar hacia otro lado. 
Hay que luchar, de eso no hay duda. Cada pueblo tiene que encontrar su lugar en este nuevo mundo cambiante y loco en el que nos ha tocado vivir, tratando de que sus habitantes no lo abandonen y atrayendo a otros nuevos. Las ciudades están rebosantes de vidas rotas que necesitan un nuevo horizonte al que mirar y el mundo rural tiene mucho que ofrecer: el silencio, el ritmo pausado, el contacto con la naturaleza, las relaciones de vecindad, la belleza de muchos de sus rincones... ¡Ay, la belleza! Cuídenla, hombres y mujeres del campo, por lo que más quieran. Sé que la vida rural es más dura de lo que este escribano pueda llegar a imaginar, y que a veces no hay tiempo ni ganas de ser refinado, pero les juro que es importante. Conserven la autenticidad de los pueblos, lo que los hace únicos desde hace siglos y sus posibilidades de sobrevivir se multiplicarán. Y resistan, por favor. Porque debajo de este urbanita de piel fina, si se fijan, también hay un hombre de pueblo.

HUMANIDADES (27/05/2018)

“¡Cuánta gente lista hay en el mundo! Y no somos nosotros.” La cita es mía, ya perdonarán la inmodestia, pero creo que refleja bastante bien cómo nos sentimos los que un día estudiamos humanidades y dejamos atrás para siempre los números y las matemáticas. El día que la pronuncié me encontraba en Loporzano, Huesca, escuchando las explicaciones de Julio Luzán, uno de los empresarios más visionarios de Aragón. Su compañía, Tecmolde, está a la vanguardia mundial en la construcción de escenografía para el arte, el cine o los parques temáticos. Julio comenzó en 1991 modelando la calabaza Ruperta para el “1,2,3” y hoy ejecuta trabajos como el parque temático de Ferrari o una cabeza de dragón para “Juego de Tronos”. El nivel de sofisticación de las máquinas que emplea le hace a uno sentirse pequeño. 
En casa también me ocurre. Enciendo el ordenador y al ver esas pantallas repletas de misteriosos códigos no puedo evitar preguntarme en qué estado de desarrollo tecnológico se encontraría la humanidad si todo dependiera de gente como yo, una mezcla de escriba, leguleyo y artista. ¿Escribiríamos todavía con plumas de ave? No me veo con fuerzas intelectuales para inventar la televisión o el motor de explosión, y con la rueda tengo serias dudas. Sí, soy consciente de que el saber humano es el resultado de la acumulación del conocimiento de miles de generaciones pero qué quieren que les diga, en estos tiempos es difícil no pensar que los de Letras nos hemos quedado atrás y que los de Ciencias amenazan con no dejar de innovar nunca, en informática, robótica, medicina o física de partículas. 
¿Por qué este creciente desequilibrio? ¿O habría que decir reequilibrio? Porque en tiempos pretéritos la religión, la filosofía, la política y el derecho, las ciencias sociales en definitiva, eran las reinas del saber. Las otras ciencias, las naturales o las matemáticas, estaban sometidas a las primeras, y en cierta medida, frenadas por ellas. Una vez que lograron liberarse, subidas al caballo de la técnica, empezaron a ganar velocidad hasta llegar a la brutal aceleración de hoy, cuando las humanidades parecen no poder seguir el ritmo. Los artistas, los filósofos y los políticos estamos en crisis. ¿No tienen la sensación de que sería más eficiente que nos gobernara el jefe de planta de General Motors que un licenciado en humanidades? El problema sería que ese ingeniero competentísimo dimitiría al poco tiempo al comprobar que en política casi nunca se puede hacer lo que se quiere sino lo que se puede, y que la lista de condicionantes subjetivos fuera de control es tan larga – la opinión pública, los rivales, las ideologías – que estaría deseando volver a la “tranquilidad” de una factoría que produce más de 2.000 coches al día. 
Noto que me estoy viniendo arriba: ¡las humanidades también son necesarias, claro que sí! Aunque su ritmo de evolución sea el de un gasterópodo en comparación con la liebre de la tecnología, la sociedad moderna siempre necesitará de las ideas, la abstracción, el arte y las componendas de la política. Lo que no nos podemos permitir, hombres y mujeres de Letras, es dejar de pensar. Debemos tomar nota del dinamismo de nuestros hermanos de ciencias, de los cerebritos que solo piensan en I+D. Porque no está todo dicho en política, en filosofía, en la forma de afrontar la vida o arreglar el mundo. Todavía hay grandes contribuciones que hacer. Quizá así algún día podamos decir: “¡Cuánta gente lista hay en humanidades! El mundo no sería posible sin ellos”.  

domingo, 10 de junio de 2018

RAMIRO (20/05/2018)

Si la historia de Ramiro II el Monje hubiese llegado a oídos de Shakespeare, quizá su nombre daría hoy título a alguna obra señera del teatro inglés. Pero no era fácil. Ramiro fue rey de Aragón, un pequeño territorio casi pirenaico, en un pasado remotísimo; el rey monje era un personaje tan antiguo para Shakespeare como el dramaturgo inglés lo es para nosotros. Pero incluso hoy, la historia de Ramiro es tan apasionante que daría para una buena novela de intriga política o para una serie de Netflix. 
Como en otros casos de personajes que han hecho historia, Ramiro no estaba destinado a grandes empresas. Era el hijo menor del rey Sancho Ramírez y de su segunda esposa, Felicia de Roucy, y el cuarto en el orden sucesorio al trono aragonés. Siendo muy joven, Ramiro ingresó en la vida religiosa y a Dios quería encomendar el resto de sus días cuando el destino llamó a su puerta con un brusco cambio de planes. Al primogénito, Pedro I de Aragón, le había sucedido Alfonso I El Batallador, que a su vez murió tras una escaramuza con los moros de Fraga en 1134 sin dejar descendencia. Lo que sí dejó fue un testamento endemoniadamente confuso en el que legaba el reino a las órdenes militares. Como era de esperar, a los nobles aragoneses y navarros – en aquel tiempo, el rey aragonés lo era también de Pamplona – aquel testamento les pareció una broma de mal gusto y se dispusieron a deshacerlo. El siguiente en el orden sucesorio era Ramiro, un monje ya entrado en años (48), encorvado de tanto inclinarse sobre los libros de su querido monasterio de San Pedro el Viejo de Huesca, y que, lógicamente, ni tenía descendencia ni proyectos de concebirla, lo que planteaba un problema adicional sobre la continuidad del linaje real. A grandes males, grandes remedios. Ramiro colgó los hábitos, fue proclamado rey, y se hizo venir de Aquitania a Inés de Poitou, una viuda que ya había demostrado en un matrimonio anterior sus dotes fecundadoras, para que casara con ella. 9 meses después, puntual como un reloj, nació Petronila y Ramiro maldijo su suerte. Abandonar el sosiego de la vida monacal para casarse con una desconocida y acabar teniendo una niña - lo que no resolvía completamente el problema sucesorio - quizá le llevó a pensar que la providencia le estaba exigiendo demasiado. A los más románticos les gustaría imaginar que de aquel matrimonio de conveniencia surgió el amor, pero a tenor de los hechos posteriores no parece probable: tras el nacimiento de Petronila, Inés de Poitou se fue por donde había venido y Ramiro se dispuso a regresar a la vida monástica. 
Sin embargo, antes debía dejar el reino bien atado. Apaciguó a los nobles más levantiscos en un sangriento episodio que dio origen a la leyenda de la campana de Huesca, y que fue un golpe en la mesa lo suficientemente fuerte como para que rodaran unas cuantas cabezas y que nadie volviera a discutir su mando. Y sobre todo, en una jugada maestra, aseguró la continuidad del linaje aragonés uniendo los destinos del reino con el poderoso vecino del condado de Barcelona. Su hija Petronila casaría con Ramón Berenguer IV y el fruto de esa unión, Alfonso, sería rey de Aragón y conde de Barcelona. Cataluña y Aragón compartirían el mismo soberano, algo que, pese a quien pese, se ha mantenido hasta hoy. Alfonso nació en Huesca en 1157, a escasos metros del monasterio de San Pedro El Viejo, donde su abuelo apuraba sus últimos días en este mundo. Solo 5 meses después, aliviado al ver aclarado por fin el futuro del reino, Ramiro expiró.

ELOGIO DEL TURISTA (13/05/2018)

Hubo un tiempo en que a los turistas les llamaban viajeros. Solían ser gente refinada y de posibles, escribían bellas crónicas de paisajes que casi nadie había visto y fotografiaban al personal que invariablemente calzaba alpargatas y vestía traje regional todos los días. Los paisanos miraban a la cámara con una hondura tal, que hasta el fotógrafo más torpe era capaz de ejecutar obras maestras. En color sepia, además, que lo perdona todo. 
Un día dejaron de existir esos lugares. La señora del pueblo ya no tan recóndito tenía latas de fabada Litoral en la despensa y había cambiado el traje regional por un chándal. Su mirada ya no tenía esa hondura porque veía la televisión, como nosotros. Los viajeros, antaño exclusivamente franceses, ingleses y alemanes, ahora eran también españoles. Del refinamiento viajero nunca más se supo pero las cámaras hacían cada vez mejores fotografías: era tan fácil que ahora se las llamaba fotos. El alcalde de Benidorm viajó al Pardo para convencer a Franco de que el bikini en sus playas era una buena idea y un tal Manuel Fraga declaró que España era diferente; para demostrarlo se bañó en una playa en Palomares, Almería, donde acababan de caer del cielo cuatro bombas termonucleares de 1,5 megatones cada una. Había nacido el turismo. 
La palabra proviene del francés “tour” - vuelta, giro - pero a pesar de su noble etimología el turismo nació gafado. Ni siquiera convertirse en la primera industria nacional sostenedora de una balanza de pagos crónicamente deficitaria pudo redimirlo. Turismo se convirtió muy pronto en sinónimo de masificación, hormigón y mal gusto, y el paso del tiempo no hizo nada para cambiar esa idea. Cuando se quiere rebajar la importancia, calidad, profundidad intelectual o autenticidad de un establecimiento, comida, bien o servicio, se le añade el adjetivo “turístico” o el todavía más despectivo “para turistas”. Usted lo ha hecho, querido lector, yo lo he hecho y todos lo hemos hecho. Porque aquí nadie quiere ser turista. Turistas siempre son los demás. Cuando nos enteramos de que Barcelona está en pie de guerra porque ya no aguanta a los turistas decimos “ si es que no me extraña… ¿los has visto haciendo cola delante de la Sagrada Familia? ¿Pero qué les dan?”. Si vemos en la televisión que Venecia ha instalado tornos para controlar su entrada, nos echamos las manos a la cabeza y juramos que nos haríamos el harakiri antes de entrar en esa ciudad sagrada como si fuera el Santiago Bernabeu. Sí, porque nos gusta creer que nuestra Venecia es la de Visconti y nuestra Barcelona la de Els Quatre Gats, que para eso hemos estudiado y somos muy leídos. Tururú. 
¡Todos somos turistas, señoras y señores! Nos guste o no. Y si el mundo se ve acosado por la masificación y la fealdad, lacras mayores de la época que nos ha tocado vivir, la culpa no la tiene el turista. Desde luego no la tengo yo. La semana pasada visité una ciudad castellana de cuyo nombre no quiero acordarme y fui víctima de la picaresca más vergonzante por parte de los hosteleros del lugar: en la mayoría de los establecimientos se nos añadió a la factura vinos, desayunos y raciones de jamón que no habíamos consumido. Ya saben ese viejo dicho, “y si cuela, cuela”. ¡Y eso que éramos españoles que comprendíamos el idioma! No quiero ni pensar lo que harían con todos esos japoneses y americanos que nos rodeaban. Un respeto, por Dios. El turista tendría que ser mimado en este país como en ningún otro. Regulen, pero no roben. Que nos cargamos el invento.

martes, 8 de mayo de 2018

TRIBALISMO (06/05/2018)

Un viejo proverbio beduino dice: “Yo, contra mi hermano. Yo y mi hermano, contra mis primos. Yo, mi hermano y mis primos, contra el extranjero.” Por muy terrible que nos parezca esta declaración de principios, la historia de la humanidad parece confirmarla: somos una especie esencialmente conflictiva y debemos hacer enormes esfuerzos para superar esa condición o hacerla lo más llevadera posible. Inventamos la política para resolver el conflicto de forma pacífica en el interior de cada sociedad o la diplomacia para mantener la paz entre las naciones. Las religiones han tratado de difundir códigos morales que desactiven la agresividad y el apetito por la guerra. El deporte ha jugado también un papel importante para canalizar la conflictividad; la Liga de Campeones, por ejemplo, es una institución que participa de la construcción europea porque transforma la rivalidad en una competición incruenta que fomenta vínculos de amistad entre los pueblos. 
Sin embargo, en situaciones de crisis nada de esto es suficiente. La política, la religión e incluso el fútbol, en lugar de cumplir con su misión apaciguadora se transforman en gasolina que atiza el conflicto y que nos hace regresar a nuestra condición más primitiva. No se libran ni las naciones más desarrolladas del mundo. En los Estados Unidos, por ejemplo, “tribalismo” se ha convertido en la palabra de moda entre los sociólogos para tratar de describir la división que ha provocado la llegada de Donald Trump a la presidencia. No se trata del tradicional antagonismo entre derecha e izquierda, republicanos vs. demócratas. Es algo mucho más profundo que, según los más pesimistas, amenaza el futuro de la propia república. La derecha conservadora, proteccionista y principalmente de raza blanca se declara incompatible con la progresía demócrata, más abierta y multirracial. Y viceversa. Hoy en día, es más difícil que nunca que republicanos y demócratas vivan juntos o que se casen entre sí. Para una sociedad como la estadounidense, que necesita del patriotismo y de la unidad nacional para gestionar un territorio gigantesco, con algunos de los melting-pots más influyentes del mundo, el tribalismo político de la era Trump es la peor noticia imaginable. Y un fenómeno que se anunciaba desde hace años: la jubilación de los niños de la II Guerra Mundial, una etapa en la que el país se unió para hacer frente a una gran amenaza por encima de divisiones partidistas, dejó paso a una generación más individualista y menos solidaria. Donald Trump solo ha sido el oportunista con la visión suficiente para dar a una parte de la sociedad el discurso que estaba deseando escuchar. 
Aquí quizá no empleemos tanto esa terminología, pero de tribalismo siempre hemos ido bien servidos. Yo prefiero llamarlo odio político porque es una denominación más directa y porque su crudeza puede servir de recordatorio de los peligros que encierra: España, una cultura y un país maravillosos por tantas razones, ha sentido demasiadas veces en la historia moderna “que le hierve la sangre iracunda” y que sus habitantes han dirigido “el odio, la intolerancia y el apetito de destrucción” contra sus mismos compatriotas, como decía Manuel Azaña. Podemitas, sociatas, peperos y naranjitos se siguen odiando en la España de la segunda década del segundo milenio, sin aparente solución. A lo mejor no es tan complicado. Pongamos a las personas por delante de las ideas. Yo con mi hermano, con mi primo y con el mundo. Porque todos somos parte de la misma tribu.

domingo, 6 de mayo de 2018

1968 (29/04/2018)

Nací en 1968, por lo que puede decirse con propiedad que aquel fue el año más decisivo de mi vida. Hasta la fecha, por supuesto. Algún día, espero que muy lejano, ese número con resonancias francesas y rebeldes se verá acompañado en mi biografía por otro, separados ambos por un guión, que cerrará el paréntesis de mi paso por este mundo. Como le oí decir una vez a Joan Manuel Serrat muy jocosamente, “vive cada día como si fuera el último de tu vida porque algún día será verdad”. 
Aunque fui concebido en primavera, cuando Daniel Cohn-Bendit y sus muchachos de la Universidad de Nanterre se preparaban para liarla parda, sería muy aventurado pensar que mis padres se estuvieran entregando a alguna suerte de revolución sexual como la que anhelaban los estudiantes franceses: yo hacía el número cinco de sus hijos, todos nacidos en el seno de un hogar católico español de clase media. Ser familia numerosa de primera clase no tenía nada de extraordinario en aquellos tiempos de demografía rampante, pero estoy seguro de que a mis progenitores no les sobraba tiempo ni energía para dedicarlos a soñar con cambiar los cimientos de la civilización occidental. Preguntados hoy, recuerdan el mayo francés por lo mucho que se ha escrito sobre él desde entonces, pero en aquel momento jamás pensaron que se estaba escribiendo una página de la historia. A su generación, que no conocía otra realidad que la dictadura franquista y era básicamente analfabeta en materia política, aquellas algaradas estudiantiles les resultaban completamente ajenas. 
¿Dónde estaban entonces los futuros protagonistas de la transición política española? Adolfo Suárez, 35 años a la sazón, iba a ser nombrado gobernador civil de Segovia y jefe provincial del Movimiento. No puede decirse que fuera un rebelde precisamente. Por su parte, Felipe González había llevado hasta entonces una vida de estudiante universitario acomodado en la Sevilla de los años 60, con servicio militar como alférez de IMEC incluido. Indudablemente, su compromiso político era muchísimo más crítico con el régimen franquista que el de Suárez, pero en 1968 contempló la revuelta estudiantil francesa desde la barrera. Creo que la mayoría de la sociedad española que contribuyó al éxito de la transición una década después, se situó entre los polos que encarnaban estos dos personajes históricos: el de Adolfo Suárez, que maduró muy lentamente desde el interior del régimen hasta comprender la necesidad de un cambio, y el de Felipe González, que lo hizo de forma más comprometida, bordeando la clandestinidad, pero sin caer en el extremismo. 
¿Supuso mayo del 68 un punto de inflexión en sus carreras políticas? Probablemente fue el comienzo de la evolución interior que les llevaría a ocupar un día el palacio de la Moncloa. Para Suárez, el mayo francés fue la demostración de que un movimiento social callejero era capaz de cavar la tumba política de una figura histórica de la talla de Charles De Gaulle. Para Felipe González, el 68 fue igual de revelador: le convenció de la necesidad de correr riesgos, de pasar a la acción, porque el final del dictador podía estar más cerca de lo que pensaban. 
Y el 31 de diciembre de aquel año memorable nací yo. A veces pienso que un solo día de diferencia lo habría cambiado todo: nacer el primero de enero hubiera significado vivir otra vida, con amigos distintos, quizá con otros gustos, otras influencias… ¿otras opiniones políticas? Una cosa es segura: en mi biografía ya no luciría un año de nacimiento inolvidable.

lunes, 23 de abril de 2018

PONTE EN MIS ZAPATOS (22/04/2018)

Hay que reconocer que los angloparlantes nos han ganado esta vez en poesía. “Ponerse en los zapatos del otro” – la versión inglesa de nuestro “ponerse en el lugar del otro” –es una expresión que está condenada a triunfar, también en lengua castellana, porque aúna belleza y utilidad. Además, como alude a la virtud más predicada de este siglo XXI, la empatía, se comprende perfectamente su éxito. 
Sin embargo, a mí me gustaría llevar el concepto un poco más allá. Hablar de los zapatos en un sentido real. Me explico: uno puede hacer el esfuerzo de trasladarse mentalmente a la situación de otra persona para comprenderla de verdad, en sus acciones o en sus defectos. En eso consiste la empatía. Pero reconozcan conmigo que sería mucho más interesante – y mucho más efectivo – que esa traslación fuera física en lugar de solamente mental, y que literalmente pudiéramos meternos en los zapatos del prójimo. Tomemos, por ejemplo, a doña Christine Lagarde, directora del Fondo Monetario Internacional, probablemente una de las personas menos empáticas del planeta, empeñada en decir que los salarios son demasiado altos y deberían bajar (todos menos el suyo, claro está). ¿No está pidiendo a gritos una experiencia sensorial en los zapatos de una trabajadora ochocienteurista, dependienta de una tienda que abre sábados y bastantes domingos, para saber exactamente de lo que está hablando? Con tres meses, suficiente. Oye, que iba a regresar a su despacho de Washington con las ideas clarísimas. 
Y lo mismo podría aplicarse a los políticos españoles. En lugar de tanto máster de Harvard en versión de Aravaca, más les valdría unas cuantas “experiencias zapateras” para comprender de verdad la realidad que aspiran a gobernar. ¿Se imaginan que el currículum de Pablo Casado reflejara experiencias laborales del tipo: stage sobre economía del sector primario, un mes en la vendimia de Cariñena, de sol a sol? Francamente no. Pero tendría que ser obligatorio. Un ministro de agricultura debería haber vendimiado al menos una vez en su vida, un ministro del interior haber sido policía raso durante unos cuantos turnos de noche, y sobre todo, aquel estadista que quisiera lanzarse a una guerra debería conocer mucho antes la vida en las trincheras o la experiencia de sufrir un bombardeo en su propia casa. No pretendo escurrir el bulto. El mundo es como es, por obra y gracia de cada uno de nosotros sin excepción; con distintas cuotas de responsabilidad, cierto, pero hasta el último de nosotros es legítimo participante en el reparto. Digo esto, porque también nos vendría muy bien a todos – a mí el primero - conocer de cerca cómo viven nuestros semejantes menos favorecidos, aquí o en el extranjero. 
La empatía está cambiando el mundo y lo hará todavía más en el futuro. La revolución de las comunicaciones impide ignorar lo que está pasando, casi en directo, en cualquier rincón del planeta. Ponerse en los zapatos del otro nunca ha sido más fácil. Y lo será más. La tecnología de la realidad virtual hará posible experiencias sensoriales que nos acercarán todavía más a las vidas de los otros. Obviamente, como cualquier tecnología revolucionaria no está exenta de riesgos: la realidad virtual podría convertirse en una vía de escape del mundo en decadencia, como anticipan algunas películas futuristas. Qué le voy a hacer, soy condenadamente optimista. Creo que la tecnología nos acercará más. Puede que no nos haga mejores, pero sí cada vez más interconectados. Cada vez más condenados a entendernos.         

lunes, 16 de abril de 2018

MAESTROS (15/04/2018)

8:30 de la mañana. Refugiados bajo la marquesina del autobús, esperamos al número 34 que hoy tarda más de lo habitual. Llueve con alegría primaveral pero hace un frío de febrero. Mi hijo Manuel, de tres años, pellizca mis nudillos para entretener la espera y aguanta estoicamente las inclemencias del tiempo sin quejarse. A pesar de su corta edad, él también parece comprender la importancia de ese ritual diario que supone ir al colegio, llueva, truene o haga calor. 
Manuel es tan pequeño, tan inocente en todo lo que dice y hace, que me inspira una ternura que no puedo describir. A veces me gustaría que nunca cambiase, que conservase siempre esa mirada infantil que no juzga, que no clasifica a las personas por lo que tienen o por lo que son. Desgraciadamente, eso no será posible. Pronto descubrirá que el coche de su padre – que él piensa que es un bólido de carreras – es en realidad un viejo cacharro de segunda mano que está pidiendo a gritos el relevo, que hay niños que tienen un cuarto más grande que el suyo y que el mundo es también un lugar bastante hostil donde los seres humanos luchan entre sí para ganar respeto, dinero y poder. Para eso deberían existir los colegios. Para enseñar a los niños a comprender ese mundo en toda su complejidad, porque solo así podrán desenvolverse en él. 
¿Lo hacen de verdad? ¿Cumplen los colegios su misión? Estoy seguro de que lo intentan. En cada momento de la historia, la escuela ha sido el reflejo de los valores de la sociedad, de sus necesidades productivas y hasta de su fe religiosa. Y el mundo ha cambiado. Mi generación vivió los últimos coletazos de la educación tradicional, con castigos físicos incluidos, y ahora es testigo de un modelo que se preocupa más del bienestar emocional del alumno. Estoy convencido de que es el camino a seguir. El maestro – qué bonita palabra, ya casi en desuso – debería ejercer como tal en el sentido más amplio posible y no limitarse a instruir a sus alumnos en la materia correspondiente. Debería compartir con humildad el trayecto vital que le ha llevado hasta ese estrado, su experiencia y los desafíos que ha tenido que superar. 
Comprendo que esta visión algo idílica de la educación pueda asustar a algunos padres, convencidos de que lo que sus hijos necesitan por encima de todo es un alto nivel de inglés para competir en un mercado laboral cada vez más exigente. Como padre que soy con un alto nivel de inglés les tranquilizaría: yo no aprendí este idioma gracias a un licenciado en Cambridge. Yo tuve al peor profesor de inglés que se pueda imaginar, un individuo paranoico con un nivel académico bajísimo al que le gustaba estirar de las patillas a sus alumnos. Por suerte tuve otros maestros, en el aula y fuera de ella, que cultivaron en mí la fuerza de voluntad y el equilibrio necesarios para enfrentarme a un desafío tan exigente como el de aprender un idioma. Por eso, cuando veo entrar al pequeño Manuel en el colegio lo que deseo es que encuentre buenos maestros. Modelos de conducta, además de profesores competentes con un buen nivel académico. Esas personas le ayudarán a comprender el mundo más allá de las limitadas fronteras de lo que ya conoce. Entre otras cosas, que hay familias que no tienen coche y que muchos niños ni siquiera tienen cuarto o juguetes. 
Sin prisa pero sin pausa. Hoy solo es un día en este largo camino. Llueve, hace frío y hemos llegado con retraso porque el 34 ha venido más tarde que nunca. Seguro que Manuel ha sacado infantiles e interesantes conclusiones al respecto.     

martes, 10 de abril de 2018

UNA HISTORIA MAYOR (08/04/2018)

En la España universitaria del siglo XVI también había clases. Junto a las universidades mayores de Alcalá, Salamanca y Valladolid surgieron otras, las llamadas “menores”, que facilitaban el acceso a la educación superior a los que no podían desplazarse a los grandes centros del saber. Cervantes se burlaba veladamente de las ocurrencias del cura del Quijote, precisamente porque este se había formado en una de esas universidades menores, la de Sigüenza. Como ven, no hay nada nuevo bajo el sol. 
Estamos en Almagro, Ciudad Real, en la que fuera universidad menor de Nuestra Señora del Rosario, acompañando a nuestro amigo mexicano Mauricio Fernández Garza. Ignoro si Mauricio asistió a una universidad mayor o menor, pero le ha dado para ser un personaje tan polifacético que es difícil glosar su figura sin arriesgarse a ocupar toda la extensión de este artículo. Exitoso alcalde de San Pedro Garza García - localidad de 120.000 habitantes en el área metropolitana de Monterrey - empresario, coleccionista de arte, mecenas de la paleontología y activo defensor de los animales en peligro de extinción. El motivo de su visita a Almagro es reencontrarse con el lugar de procedencia del techo mudéjar que preside el salón principal de su casa de “La Milarca”, en México. ¿Cómo llegó a recorrer más de 8.000 kilómetros ese magnífico techo de par y nudillo de 30 metros de largo? El magnate de la prensa estadounidense William Randolph Hearst - excéntrico personaje que inmortalizara Orson Welles en su película “Ciudadano Kane” - lo compró hace casi un siglo y el rompecabezas de madera en que se convirtió una vez desmontado acabó en un almacén donde permaneció durante décadas. En 1975, cuando estaba a punto de ser vendido a un fabricante de muebles antiguos falsos, Mauricio lo compró al ver un anuncio en una revista norteamericana. Tenía 25 años y su familia pensó que se había vuelto loco. 
El traslado desde Carolina del Norte, donde reposaba aquel ingente montón de madera, hasta Monterrey, fue el comienzo de una odisea que merecería estar en los anales de las operaciones constructivas más complejas y surrealistas de la historia. Para empezar, una extrañísima ley estadounidense prohibía el traslado por ferrocarril de objetos de más de 300 años de antigüedad. Mauricio contrató doce enormes camiones tráiler que trasladaron las vigas de madera de más de 15 metros de largo - que un día fueron árboles gigantescos en las serranías de Cuenca - junto a una miríada de piezas medianas, grandes y pequeñas que formaban el complejísimo puzzle de hace 500 años que nadie sabía si podría volver a armarse. El restaurador mexicano Manuel Serrano dedicó más de un año a la tarea. Cuando comprobó que no faltaba ninguna pieza y que el techo comenzaba a “trabajar” estructuralmente en la casa que se había construido para él, cerrando sus grietas e irguiéndose como si estuviera vivo, dicen que lloró de emoción. Detrás de aquel techo vinieron cuatro más, todos de procedencia española y comprados en su día por Hearst, que Mauricio salvó de la destrucción para conformar la colección de techos mudéjares más exclusiva y valiosa del mundo. 
“Al venir a Almagro no sabía si me iban a abrazar o a lincharme”, dice el alcalde de San Pedro Garza García con humor. Los almagreños le están agradecidos. Salvó el techo de la destrucción y hoy es el mejor embajador del esplendor de Almagro al otro lado del Atlántico. Y todo surgió en una universidad menor.  A veces de allí también salen las historias más grandes.

miércoles, 4 de abril de 2018

CHURCHILL (25/03/2018)

Fue una de las figuras más influyentes del siglo XX y su oronda presencia se resiste a desaparecer. En el último año se han estrenado casi simultáneamente dos películas sobre Winston Churchill y por la segunda de ellas, “Darkest hour”, Gary Oldman se llevó el Oscar a la mejor interpretación. Aunque la vida del político británico fue pródiga en acontecimientos históricos para su país y para el mundo entero, existe unanimidad en considerar esa “hora más oscura”, el ataque de Hitler sobre las islas británicas en el verano de 1940, como el momento más brillante de su carrera. La soledad del Reino Unido frente a la máquina de guerra alemana que se había paseado triunfal por toda Europa, no invitaba al optimismo. Sin embargo, el liderazgo de Churchill y su inquebrantable fe en la victoria insuflaron en el pueblo británico el espíritu necesario para resistir. 
Para engrandecer aún más su figura, en la vida de Churchill las victorias más rutilantes se alternaron con los más sonoros fracasos. Solo dos meses después del fin de la guerra en Europa, su inesperada derrota en las elecciones británicas le sumió en la más absoluta desolación. Y no fue una derrota cualquiera. Clement Atlee, el candidato laborista vencedor, logró una de las mayoría parlamentarias más amplias de la historia del Reino Unido. ¿Cómo era posible que el mismo pueblo al que guió hasta la victoria más gloriosa ahora le diera la espalda? Paradójicamente, en esos años de ostracismo, acompañado de su “perro negro” - que es como llamaba Churchill a su melancolía en una expresión que ha hecho fortuna –, el viejo político alcanzó las más altas cimas de lucidez. Ocurre a menudo; los grandes estadistas destilan toda su sabiduría en sus horas bajas, cuando la derrota les regala el tiempo necesario para la reflexión. 
Ocurrió en la Universidad de Zurich, en septiembre de 1946. Churchill alternaba su papel de jefe de la oposición con ocasionales viajes al extranjero para darse baños de multitudes que le aclamaban por su heroico papel durante la guerra. Los suizos, en su afán de no disgustar a nadie, inquirieron a Churchill sobre el contenido del discurso que iba a ofrecer. Él les tranquilizó: esta vez dejaría tranquilos a los soviéticos. Habían pasado solo dos meses desde su histórico discurso en Fulton, Missouri, en el que llamó la atención sobre el “telón de acero” que estaba abatiéndose sobre Europa, y los suizos no querían provocar otro conflicto diplomático. 
Cumplió su palabra. Churchill no aludió a la amenaza soviética ni una sola vez, pero fue incapaz de largar un discurso rutinario, poblado de lugares comunes. Eso lo dejaba para otros. Dedicó su conferencia a la necesidad de crear los Estados Unidos de Europa. Con un espíritu visionario que sorprendió a todos, cifró las esperanzas del continente en un entendimiento entre franceses y alemanes que pusiese las bases para una organización europea fuerte. Lo que hoy es una obviedad, en 1946 era un desatino. ¿Entendimiento con los alemanes? Las cancillerías de toda Europa – la británica incluida - se apresuraron a decir que las opiniones de Churchill solo le comprometían a él. 
Acertó en todo. 72 años después, los rusos continúan siendo una amenaza de primer orden. La Unión Europea, una realidad inamovible. Es irónico que el personaje más importante de la historia del Reino Unido fuera el primero en atreverse a defenderla. En estos tiempos oscuros marcados por el Brexit, echamos de menos la lucidez de los británicos. Echamos de menos a Churchill.      

REY Y COLECCIONISTA (18/03/2018)

Si pasan por Londres y son amantes del arte no deberían perdérsela. Hasta el 15 de abril, la Royal Academy of Arts acoge la exposición “Carlos I: Rey y Coleccionista”, que vuelve a reunir, más de 350 años después, una de las colecciones de arte más legendarias de todos los tiempos. Obras maestras de la pintura y la escultura que eran codiciadas por las cortes europeas de la época porque eran el mejor reflejo del poder casi divino de sus propietarios. La peculiaridad de la colección que reunió Carlos I, rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda, es que esta le costó literalmente la cabeza: en 1649, el parlamento inglés liderado por Oliver Cromwell le hizo decapitar por sus excesos políticos y financieros. Un acontecimiento traumático de la historia británica en el que los españoles, como en casi todos los negocios europeos de la época, jugamos un papel decisivo. 
Todo comenzó en 1623. Carlos era un fogoso joven de 22 años que se preparaba para suceder a su padre, Jacobo I, en el trono inglés. Junto a su compadre favorito, el Duque de Buckingham, se embarcó en la imprudente aventura de cruzar el continente de incógnito para llegar a la corte española de Felipe IV. El objetivo del viaje era negociar el matrimonio de Carlos con la infanta María Ana, hermana del rey, pero se saldó con un sonoro fracaso. El príncipe inglés se enamoró perdidamente de la jovencísima infanta - 16 años a la sazón - pero su ímpetu juvenil acabó por espantarla. Por otro lado, estaban las diferencias religiosas, que acabaron por estropear definitivamente el negocio. Carlos sabía que si se presentaba en Inglaterra convertido al catolicismo, ni el pueblo ni el parlamento se lo iban a perdonar. 
Sin embargo, aquel fiasco diplomático tuvo otras repercusiones menos aparentes, pero que marcaron el curso de la historia inglesa. Carlos quedó obnubilado por la majestuosidad de la corte española. El impacto fue, en primer lugar, estético. Ningún inglés había visto algo parecido a la exquisita colección real de pintura y escultura que albergaba el Alcázar madrileño. Luego estaba la solemnidad de los usos cortesanos. Felipe IV dispuso un lugar de honor para el príncipe inglés en las celebraciones del Corpus Christi de aquel año y Carlos quedó profundamente conmovido. Calles engalanadas de flores y bellos tapices y, sobre todo, un pueblo que miraba a su rey como si fuera un Dios. Un modelo de monarquía que se propuso imitar, empezando por la colección de arte que allí mismo inició, con el regalo de despedida del rey español: un magnífico Tiziano. No sería el último. Regresó a Inglaterra con la intención de seguir aumentando su colección y parecerse a ese rey absoluto y majestuoso que había conocido en España. 
Pero las obras maestras eran – y lo son todavía – una afición cara. Además, Inglaterra se parecía muy poco a la rígida corte española. Allí el Parlamento era un poder auténtico y no se le podía ningunear sin pagar un alto precio. Los agobiantes impuestos fijados por el rey a sus espaldas, en gran parte para pagar su colección de arte, le enemistaron con el pueblo y desembocaron en una guerra civil. Los ingleses, a su peculiar manera, siempre fueron unos adelantados. Cortaron la cabeza de su rey ciento cuarenta años antes de que los franceses hicieran lo propio. La inmensa colección de Carlos I fue vendida y se dispersó por toda Europa. Hoy regresa a Londres para disfrute de propios y extraños. Los españoles podemos contarnos entre los primeros. Después de todo, nosotros la inspiramos.        


martes, 3 de abril de 2018

FORBES Y YO (11/03/2018)

La revista Forbes acaba de publicar su tradicional lista de los individuos más ricos del planeta. Uno podría imaginar que semejante exhibición de poderío, esa galería de Tíos Gilitos que nadan entre millones, resultaría ofensiva para el ciudadano medio que no le quita ojo a su cuenta corriente - no para ver lo que tiene sino lo que le queda - y que la dichosa revista se la pasarían los ricos de mano en mano, a escondidas, como hacían en mis tiempos los colegiales con el Playboy. (Yo no, mamá. Otros colegiales) Pero nada más lejos de la realidad. La lista Forbes es una noticia que ningún medio de comunicación se resiste a comentar y es consumida con avidez por la audiencia.
“¿Cómo ha quedado Amancio? ¿Que nos lo han bajado al sexto puesto? Cómo son estos americanos de envidiosos, de verdad…” Amancio Ortega, el fundador del grupo Inditex, es como el Real Madrid pero en la liga de los ricos. Es nuestro rico. Puede que sus 70.000 millones de dólares nos sean tan ajenos en lo que al Código Civil se refiere como lo puedan ser para un ciudadano belga o costarricense, pero no me negarán que, moralmente al menos, una parte de su riqueza sí que nos alcanza. Que el hijo de un ferroviario nacido en Busdongo de Arbas, León, emigrado a La Coruña donde comenzó a trabajar como dependiente a los catorce años, haya logrado levantar uno de los mayores imperios textiles del mundo, dice algo positivo del país en que vivimos. Como poco, que es posible triunfar en los negocios y llegar hasta lo más alto teniendo un origen humilde.
Después de sacar pecho al comprobar lo bien que le va a nuestro millonario, nos toca ponernos un poco más serios. Filosóficos, incluso. Que 2.208 individuos en el mundo sean capaces de acumular una fortuna de 9,1 billones de dólares, da, como mínimo, para pensar un poco. Jesucristo ya lo hizo hace un par de milenios. Cuenta el evangelio de San Mateo que un joven rico le preguntó una vez: “¿Qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?”. “Cumple los mandamientos” le respondió Jesús."Todo eso ya lo he hecho. ¿Qué me falta?" Es de suponer que ante la arrogancia de este yuppie del siglo I, Jesús quiso cortar por lo sano: "Vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y vente conmigo". Como se pueden imaginar, el joven rico desapareció a toda velocidad. A continuación, Jesús pronunció una sentencia que ha pasado a la historia, tanto por el trasfondo moral que encierra - un juicio a los ricos de una dureza inusitada - como por la extraña metáfora que utiliza: "Es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que un rico entre el reino de los cielos".  Al parecer, detrás de esa extravagante figura literaria podría esconderse un error de traducción: Kamelos, camello en griego, se parece mucho a Kamilos, soga o maroma. Algo, la soga, que sería más lógico intentar pasar por el ojo de una aguja; desde luego, mucho más que un pobre camello con sus dos jorobas. 
Dos mil años después, creo que los desafíos morales que deben afrontar los ricos siguen ahí. El problema es que, en un mundo tan desigual como en el que vivimos, a esa categoría también pertenecemos usted y yo, querido lector. Cierto, jamás apareceremos en la lista Forbes, pero eso no nos libera de nuestras responsabilidades. ¿Vender nuestras propiedades para dárselas a los pobres? Pasaríamos a ser pobres y no resolveríamos nada. Por desgracia, el problema es mucho más complejo. ¿Qué hacemos por lograr un mundo más justo? Que cada uno conteste a esa pregunta como pueda.