sábado, 31 de diciembre de 2016

NAVIDAD, TÉCNICA MIXTA (31/12/2016)

En “Mr. Turner”, la película de Mike Leigh que narraba los últimos años de vida del pintor inglés, aparecía una deliciosa escena sobre un acontecimiento histórico que siempre me ha interesado: la aparición de la fotografía y la reacción que debió provocar en los pintores de la época. Corría el año 1840 y a oídos de Turner había llegado la noticia de un invento francés, el daguerrotipo, que era capaz de ejecutar un retrato en cuestión de minutos con una fidelidad desconocida. Muy pronto, el artista se deja caer por el estudio de aquel pionero de la fotografía para hacerse un retrato. “Nos vamos a quedar sin trabajo”, concluye risueño, contemplando el resultado. Probablemente, aquella visión le confirmó que su obra había seguido, instintivamente, el camino correcto: abandonar el más estricto realismo para explorar nuevos territorios bañados por la luz, una luz que Turner había elevado a la categoría de Dios y que protagonizó las obras de su última época. La historia de la pintura sufre a partir de entonces una aceleración exagerada. Goya precede ligeramente a Turner, al que siguen Monet, Gauguin, Van Gogh, Klimt, Picasso… La lista sería inacabable y la de los movimientos pictóricos también. Todo, en un período de tiempo relativamente corto si lo comparamos con la acumulación de siglos precedentes en los que la pintura, estilísticamente, avanzó a la velocidad de un carro tirado por bueyes.
¿Dónde acaba todo esto? ¿Hemos llegado al final del trayecto? Contemplen la fotografía que acompaña a este artículo. “Navidad. Técnica mixta”. No sé a ustedes, queridos lectores, pero a mí esta postal navideña me parece una composición muy sugerente. Una sencilla obra de arte donde la pretenciosidad, la peor plaga del arte moderno, brilla por su ausencia. Puedo dar fe de ello. Básicamente, porque el autor de esta pequeña pintura es mi hijo Manuel, que solo tiene dos años cumplidos. Llegado este momento, el de la revelación sorprendente, cuando todavía tengo el conejo palpitante recién sacado del sombrero, se imponen una serie de explicaciones. Punto número uno: es obvio que se me cae la baba por mi hijo. Lo admito, es como una catarata. Pero no es menos cierto que su obra, pintada con sus deditos y con la ayuda de una espátula - de ahí lo de la técnica mixta, pretenciosidad, esta vez sí, atribuible únicamente a su padre – es de una belleza chocante. ¿Puro azar? En parte sí, pero solo en parte. Cuando Manuel ejecuta sus obras no emborrona indiscriminadamente la cuartilla; se detiene justo en el momento en el que las da por acabadas y dice: “Ya”. Lo que puede interpretarse como el germen de una voluntad autoral si nos ponemos – otra vez – un poco pedantes.
Alguien dirá que no es la primera vez que la obra de un niño se ha tratado de comparar con el arte de los adultos. La diferencia, aquí, es que yo no tengo la menor intención de desacreditar el arte moderno como un gran camelo, como suele ocurrir en estos casos. Afirmo, en cambio, que la democratización del arte como consecuencia de los avances tecnológicos podría llevar a su desaparición tal y como lo conocemos. Si un niño de dos años puede crear belleza en una pintura, igual o mejor que un adulto, a lo mejor están temblando los cimientos de la cultura occidental. Pero dejemos ya las grandes reflexiones y vayamos a lo práctico. “Navidad. Técnica mixta” está en venta. Si alguien quiere decorar su salón con esta pequeña obra maestra de Manuel Herraiz, intuyo que no habrá ningún problema. Pregunten por su papá.

lunes, 26 de diciembre de 2016

COTILLÓN (24/12/2016)

La palabra viene del francés, y designa a ese baile tan distinguido en el que se cambia de pareja y que aparece en toda película de época dieciochesca que se precie. Que semejante muestra de refinamiento pueda llegar a transformarse en una fiesta de nochevieja con Dj, recena, bolsa de matasuegras y derecho a diez consumiciones alcohólicas de alta graduación, y todo ello sin cambiar de nombre – cotillón –, es algo que escapa a mi entendimiento. Supongo que es la simple evolución de las cosas. Celebrar la llegada del nuevo año comenzó siendo una actividad de las clases acomodadas, y al ir popularizándose ganó en espontaneidad, desinhibición e incluso diversión, dejándose por el camino buena parte de la elegancia y el buen gusto. Que nadie se enfade, por favor. Igual de respetable me parece el cotillón de la Sala Multiusos del Auditorio con un Dj masacrando los tímpanos del personal, que el del Gran Hotel, debajo de una lámpara de araña y con una big band amenizando con canciones de esas que dicen “de toda la vida”. La diferencia es que al primero solo iría a punta de pistola o a cambio de dinero. Al segundo estoy esperando a que me inviten, hasta hoy, sin éxito.
Cada edad tiene su momento, claro está. Salir en nochevieja es cosa de jóvenes, más que en ninguna otra del año; y no porque los de mediana edad seamos gente aburrida o echada a perder, sino porque sabemos mucho más por viejos que por diablos. Alguien que ha dejado atrás la frontera de la juventud para meterse de lleno en el segundo acto de la función, debería tener el conocimiento suficiente para saber que la noche de fin de año es siempre la crónica de una decepción anunciada. Un fiasco. Aburrimiento servido en vaso de plástico. Personalmente, puedo hablar con cierta autoridad. En noches de fin de año he ido a cotillones cerrados, abiertos y semi-abiertos, a fiestas de disfraces, a casas rurales, me he rebozado por el suelo, he caído en zanjas, he visto doble, triple, he visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser, y he tenido resacas imposibles de describir. ¿Saben qué? De todas esas largas horas de noctambulismo, apenas podría recordar uno o dos momentos realmente memorables. He necesitado demasiados años para comprender que, al menos en mi caso, tratar de divertirme por obligación, porque lo manda el calendario, la tradición o simplemente la presión social, me provoca el efecto contrario: la melancolía y el anticlímax. Cada día estoy más convencido de que los momentos de felicidad rara vez se anuncian; más a menudo, surgen, porque sí.
A la luz de esta sabiduría que me han proporcionado los años, podrán imaginarse mis planes de cotillón para esta nochevieja: cuando se apaguen los ecos de las campanadas, me arrellanaré en el sillón para apurar las uvas viendo a Bertín Osborne brindar por la navidad en pleno mes de noviembre, en ese especial fin de año enlatado en el que volverá a cantar sus villancicos Raphael, exactamente igual que el día en que nací. A mi alrededor revolotearán, excitados, mis queridos sobrinos. Recuerdo exactamente cómo me sentía en aquellos momentos, los que iban desde las uvas hasta salir de casa, cuando tenía su edad. Probablemente eran los mejores. Y cómo me asombraba la tranquila resignación de los que se quedaban, en el colmo de la decadencia. Ahora soy un señor de mediana edad, y no lo llevo mal. Jóvenes del mundo: llévenme la contraria y disfruten a rabiar. Yo no pienso perderme el concierto de año nuevo ni los saltos de esquí.      

martes, 20 de diciembre de 2016

TIEMPO (18/12/2016)

La magnitud física más devastadora de la naturaleza se llama Tiempo. Le tenemos tanto miedo que lo llevamos colgado en la muñeca, con la esperanza de que teniéndolo siempre a la vista quizá podamos controlarlo. Es inútil. Ni el reloj más caro del mundo es capaz de impedir que cada golpe de segundero nos acerque un poco más a la extinción. Pensándolo bien, la industria relojera tiene algo de macabro, como los fabricantes de ataúdes o los tanatorios franquiciados.
Pero el tiempo no se detiene ahí. Después de acabar con nosotros acaba con los que nos conocieron, y pronto nos convertimos en los antepasados lejanos de alguien; un par de suspiros más, y el olvido ha dado cuenta incluso de los momentos más brillantes de nuestra biografía. Nadie recordará que una vez tuvimos catorce en la quiniela (pero cobramos poco porque hubo muchos acertantes) o que ganamos el trofeo Coca-Cola de redacción a los doce años. Pero conviene no desesperar, porque siempre hay casos peores: José Echegaray ganó el Premio Nobel de Literatura en 1904 – sí, como Bob Dylan – y no se acuerda de él ni el Tato; bueno, lo confunden con su hermano, que escribía zarzuelas.
Por suerte, y para que esta historia tenga algo de emoción, el Tiempo no siempre gana. Seguimos recordando al faraón Keops casi 5.000 años después de que hicieran su trabajo los gusanos. Y qué me dicen de Beethoven, Napoleón, Fleming o Lennon. Ahí tiene el Tiempo huesos verdaderamente duros de roer. Conseguir que tus compatriotas amontonen a golpe de látigo y en tu honor una cantidad ingente de bloques de piedra en mitad del desierto, es más que meritorio. La Novena Sinfonía es inmortal, las interminables guerras napoleónicas mataron a cientos de miles y la penicilina salvó a muchísimos más. En cuanto a Lennon, lo mató un descerebrado cuando aún le quedaban muchas buenas canciones por hacer.
Podemos echarle la culpa al Tiempo, pero este juego cruel de la posteridad necesita de todos nosotros, las sucesivas generaciones, para poder funcionar. Todas las creaciones artísticas, descubrimientos y hazañas humanas de hoy, serán revisadas por nuestros descendientes mañana, con un rigor y desapasionamiento directamente proporcionales a los años transcurridos. Más vale que nos apliquemos a hacerlo bien, o nuestras obras acabarán en el cubo de la basura. El arte contemporáneo es una disciplina particularmente expuesta a estos peligros. ¡Cuántas “performance” de tipos desnudos embadurnados de barro y tocando el tambor tuvimos que soportar en los benditos años 80! ¡Cuántos hierros retorcidos aspiraban a renovar el noble arte de la escultura! Como dijo Platón, otro sólido aspirante a la eternidad, “la belleza es el esplendor de la verdad”. De la falsedad, la impostura o las modas pasajeras nace la mediocridad que acaba siendo pasto del olvido. Si hoy no recordamos demasiado a José Echegaray, o a Jacinto Benavente, otro Nobel de Literatura, no es por falta de agradecimiento, ni el resultado de una conspiración maligna; es porque sus obras no son lo suficiente buenas. Con toda lógica, tampoco lo eran el día en que fueron escritas.
La semana pasada, el mundo entero se congratulaba del centenario del mítico actor Kirk Douglas, una estrella indiscutible del cine clásico de Hollywood. El hijo del trapero, consciente de que saboreaba el último momento de gloria de su larga y fructífera vida, miraba ansiosamente a las cámaras desde su rostro envejecido. Sus ojos abismados parecían decir: ni se os ocurra olvidarme, malditos bastardos... 

domingo, 11 de diciembre de 2016

EL CONOCIDO (11/12/2016)

Hasta hace poco era una categoría menor, una palabra levemente peyorativa. El conocido era una persona con la que habíamos tropezado en la vida por circunstancias ajenas a nuestra voluntad – nadie elige al vecino de escalera o al pediatra de su hijo – con la que no existían vínculos suficientes para fraguar una amistad. El conocido no era un amigo con el que hubieras perdido el feeling, ni un compañero de colegio o un tipo con el que hiciste la mili. A la relación con el conocido le faltaban borracheras adolescentes, anécdotas escolares grabadas a fuego – cuando don Eulogio cogió a Sesma de la patilla y lo levantó por los aires – o carreras con barrigazos por las praderas que llevan a Peña Oroel. A menudo, el conocido nos caía un poco mal.
Y un día llegaron las redes sociales. Al principio todo sonaba a tontería, a moda pasajera que pronto sería tan ridícula como el Tamagotchi o como decir “¡mola cantidad!”. Pero no fue así. Las redes sociales echaron raíces y empezaron a cambiar el mundo tal como lo conocíamos, desde las relaciones amorosas a las campañas electorales. Mantenerse hoy al margen de ellas es casi imposible, porque desde el momento en que alguien conoce nuestro número de teléfono se hace acreedor al derecho de enviarnos un WhatsApp, y si somos usuarios de esa red tenemos los dos pies dentro del charco, nos guste o no. Pero no se preocupen, que el charco no es profundo y chapotear en él también puede ser placentero. Me voy a saltar el capítulo de los riesgos y acechanzas de las redes sociales, la pérdida de la privacidad, los trolls, los chistes de mal gusto o directamente delictivos y me voy a centrar en lo que realmente interesa: en la silenciosa revolución del conocido.
En la era pre-digital las posibilidades de interacción social con el conocido eran escasas. Se limitaban a la clásica cabezada hacia atrás con elevación de barbilla, acompañada de un “hasta luego” y sonrisa opcional, si el conocido en cuestión era de nuestro agrado. Todo esto ha cambiado radicalmente. Una buena mañana descubrimos en nuestro teléfono – me voy a saltar también esa parte que se maravilla de lo increíble que resulta esto - que el conocido nos ha enviado una solicitud… ¡de amistad! “¿A qué fin?”, se pregunta la parte más desconfiada de nuestro yo, mientras el animal social que todos llevamos dentro ha tomado el control y pulsa invariablemente el botón de aceptar. De pronto, empezamos a saber que el conocido tiene gustos musicales, debilidades artísticas, opiniones políticas. Una forma de ser que desconocíamos. A lo peor, todo lo que descubrimos de él en las redes sociales confirma nuestros peores temores: que el conocido es un cantamañanas. Pero a lo mejor – y es lo que ocurre en la inmensa mayoría de los casos – se nos revela como una persona interesante y divertida.
Facebook, más que del amigo, se ha convertido en el reino del conocido. En un sentido nobilísimo y renovado de la palabra. El conocido ha pasado a ser un amigo potencial y eso es algo excitante porque el mundo, por encima de todas las perrerías que nos hacemos continuamente los unos a los otros, está lleno de gente que merece la pena. Pronto la cabezada será un gesto tan pasado de moda como tocarse el ala del sombrero. Ya está siendo sustituida por el detenerse y charlar, por el contacto físico, por la amistad cocida a fuego lento. “¿Qué tal te fue en ese crucero por los fiordos que hiciste?” “Ah, ¿viste las fotos? Pues fantástico, chico, te lo recomiendo. Y sale muy bien de precio”.

domingo, 4 de diciembre de 2016

LA SONRISA DE ZIDANE (04/12/2016)

Para Darwin, la capacidad de comunicar emociones a través del rostro, constituía una ventaja evolutiva. No es casualidad, por tanto, que los humanos, la especie más influyente del planeta, seamos capaces de expresar hasta 21 emociones diferentes con solo mover los músculos de la cara. Felicidad, tristeza, miedo, enfado, ira... Otros animales comparten esta habilidad, pero mucho menos desarrollada. La gestualidad facial es una ventaja cuando se vive en un ambiente social cooperativo, pero puede ser un grave inconveniente cuando la vida se reduce a esa implacable ley de la naturaleza que consiste en comer o en ser comido; dudo mucho que a una gacela thompson le interese que el guepardo sepa que está cagada de miedo, o que ese día se ha levantado un poco tristona y sin ganas de nada.
Pero en las sociedades humanas las cosas no son tan sencillas. Como somos una especie capaz de producir individuos tan dispares como Adolf Hitler o Vicente Ferrer, alimañas indeseables o modelos de generosidad, la capacidad de comunicar emociones con el rostro no solo sirve al que las emite - para demostrar amor, disconformidad o para intimidar a un potencial agresor - sino que además juega un papel fundamental en las relaciones sociales para avisar al resto del mundo de la personalidad del sujeto en cuestión o de cuáles son sus intenciones. Lo quiera éste o no. Alguien podrá decir que el mundo está lleno de mentirosos profesionales, lobos con piel de cordero que esconden su verdadera naturaleza de hijos de mala madre detrás de una sonrisa encantadora. Es posible. Pero tampoco somos tan fáciles de engañar. Durante miles de generaciones, la especie ha depositado en el ADN valiosa información sobre cómo interpretar los gestos de nuestros semejantes, que nos ayudan a “calar” rápidamente a las personas. Pero muchas veces ni siquiera hace falta. Hablando de Hitler, no había que ser un lince ibérico para darse cuenta de que ese hombre era un peligro público al que no se le debía dejar presidir ni una comunidad de vecinos. Y qué me dicen de Fidel Castro; alguien que se dedica a largar discursos de tres horas llenos de muecas y aspavientos, tiene un clarísimo problema de megalomanía. Pero, claro, luego está la estupidez humana, el miedo, y la predisposición a dejarse manipular por individuos lamentables, como hemos demostrado todos los pueblos de la tierra en algún momento de nuestra historia.
Yo me quedo con la sonrisa de Zinedine Zidane. ¿Se han fijado en que el actual entrenador del Real Madrid sonríe siempre en las ruedas de prensa y que nunca transmite tensión o agresividad? A pesar de que el fútbol es una de las actividades humanas menos sofisticadas, la cantidad de dinero que mueve y las increíbles pasiones que despierta, hacen del oficio de entrenador uno de los más estresantes del mundo. Pero Zidane mantiene la calma, contra viento y marea. Zidane sonríe casi siempre y cuando lo hace, se parece mucho a un niño. No porque tenga ideas simples o un discurso poco elaborado, sino porque esa actitud relajada es más propia del mundo infantil que del adulto. En el fondo, esa sonrisa es la expresión de una madurez profunda. La de alguien que siempre ha trabajado duro, desde la humildad, y que ha sabido asimilar el éxito y aceptar sus errores. Por cierto, cuando lean estas líneas ya se habrá jugado el “clásico” Madrid contra Barcelona. ¡Si Zidane monta un escándalo en la rueda de prensa posterior, arruinará mi artículo! Estoy tranquilo. Estoy seguro de que no lo ha hecho.