domingo, 29 de enero de 2017

LA CAJITA (29/01/2017)

En 1982, Paul McCartney, que trataba de superar la pérdida de su amigo Lennon, publicó un disco titulado “Tug of war”. La guerra fría con los rusos estaba en su apogeo, el septuagenario Ronald Reagan exhibía músculo al comienzo de su primer mandato como presidente de los Estados Unidos, y el bueno de Paul pensó que era un buen momento para cantar a la paz mundial. Fue el primer disco que compré en mi vida. “Con mi dinero”, como se decía frecuentemente en las familias numerosas de la época para aclarar al resto de la competitiva prole que no había existido aportación económica irregular con cargo a los presupuestos generales familiares que pudiera hacer nacer un derecho al “¡yo también quiero!”.
El incombustible McCartney en plena forma, guerra fría con los rusos, un presidente norteamericano septuagenario y algo fanfarrón…No se dejen engañar por las aparentes semejanzas con la realidad actual: por entonces, un disco, o una casete, como era el caso, costaba un verdadero pastón. Es más que probable que la adquisición del “Tug of war” dejara mis finanzas maltrechas para una buena temporada, pero de lo que sí estoy seguro es que su audición, la lectura del pequeño libreto con las letras de las canciones que se abría como un pequeño y diabólico acordeón, la misma contemplación de su cajita, me proporcionaron momentos gozosos, de felicidad casi pura. Memoricé el título de cada canción, el momento en que entraba cada arreglo y aunque apenas alcanzaba a entender su significado, cantaba sus letras con verdadero entusiasmo. Aquel éxtasis duró meses.
¿Dónde estará esa casete, esa entrañable cajita, fuente de tanta felicidad? No tengo la menor idea. Para revisitar el “Tug of war” no he necesitado buscar en ningún cajón perdido. He entrado en Youtube, he introducido el título en el buscador, y en cuestión de segundos ha comenzado a sonar la voz de Paul con una frescura increíble: “Es un sokatiraaaaa…” Tras medio minuto de nostalgia, he interrumpido la canción y he pasado a la siguiente. Y luego a la siguiente. La audición ha terminado en cinco minutos. Comparados con la hora larga que invertía en dar a la casete un par de vueltas completas en los viejos tiempos, queda claro que los nuevos son bastante más impacientes y acelerados.
Como saben bien, escuchar el “Tug of war”, la discografía completa de Paul McCartney o la discografía completa de cualquier artista que a uno se le antoje, no cuesta dinero. Al comienzo de la revolución digital, la piratería puso contra las cuerdas a la industria discográfica para luego meterle un derechazo que la mandó a la lona para no levantarse más. No más discos. No más cajitas. Pasaré por alto las consecuencias artísticas de tal debacle para centrarme en las emocionales. ¿Quién era más feliz, el adolescente que escuchaba un solo disco en el que había invertido todos sus ahorros, o el que tiene toda la música del mundo al alcance de su mano, gratuita e ilimitadamente? Cuidado, no nos pongamos demasiado sentimentales. El adolescente actual no tiene por qué ser el tonto caprichoso que no valora lo que tiene; a lo mejor, el tonto era yo. Lo que sí es indiscutible es que hoy no somos proporcionalmente más felices por tener más música, más películas, o más libros que antes. Que la acumulación no proporciona más felicidad. Más bien al contrario, la acumulación provoca desazón. En consumo cultural, somos como esos millonarios que han perdido el sentido de la vida. Ya lo encontraremos. Seguro que está dentro de una cajita.    

lunes, 23 de enero de 2017

PERDÓN (22/01/2017)

Una de las cosas que más me sorprendió – y agradó -  de mi primer viaje a Londres, fue la cantidad de veces al día que escuché la expresión “excuse me”, allá donde estuviera. Los ingleses la empleaban constantemente como una forma de disculpa leve, o simplemente preventiva, para anunciar que iban a pasar junto a ti. No creo que los españoles seamos un pueblo más grosero que el británico, pero sí que provenimos de una cultura que siente cierto pudor hacia el lenguaje educado. Hasta hace poco no era difícil escuchar, como respuesta a un “disculpe”, esta destemplada y entrañable contestación en boca de un anciano español: “¿Disculpe? ¡Guárdate eso para los curas!”
Sin embargo, esta semana hemos escuchado constantes alusiones al perdón, en la prensa y las redes sociales. Se trataba de un perdón más trascendental que el de una fórmula de cortesía, porque se refería al trágico accidente del Yak 42 en el que murieron 62 militares españoles. Un reciente informe del Consejo de Estado afirmaba que el accidente pudo haberse evitado si el ministerio de defensa de la época hubiera cumplido con su deber de velar por la seguridad del transporte de sus soldados. El exministro Federico Trillo, que nunca admitió los errores de su administración, quedaba totalmente en evidencia. El clamor de indignación que siguió, que nacía de los familiares de las víctimas pero que era compartido por gran parte de la sociedad, le hizo dimitir como embajador en Londres, cargo que ocupaba en la actualidad. Sin admitir la culpa ni pedir perdón, lo que dejaba una herida abierta que alguien tendría que cerrar.
Lo llamativo del caso es que el perdón ya no era una cuestión judicial; todas las cuestiones penales y civiles del caso fueron ventiladas hace años. Ahora se trataba de una cuestión exclusivamente moral, a la manera de las polémicas teológicas que enfrentaban a jesuitas y dominicos en los tiempos tridentinos. Quizá la finura británica no sea lo nuestro, pero los principios morales subsisten en el carácter español y les concedemos una importancia extraordinaria. Prueba de ello fue la concurrida comparecencia de la ministra de defensa, María Dolores de Cospedal, en la que se dieron cita los primeros espadas de la política española.
Los familiares de las víctimas estaban cargados de razones. Después de años de reveses judiciales, por fin una instancia oficial, el Consejo de Estado, admitía que las cosas se habían hecho rematadamente mal. Que el accidente pudo haberse evitado. Alguien del ejecutivo actual, del mismo partido que ocupaba el gobierno de España en aquel fatídico día de 2003, tenía que reconocerlo públicamente y pedir perdón. Desaparecido Trillo, que se fue por la puerta falsa sin tener el coraje de hacerlo, solo quedaba Cospedal, la nueva ministra de defensa, para dar la cara. Y lo hizo, finalmente. Para alivio de casi todos.
Es muy probable que su comparecencia sea el último acto de una tragedia que nunca debió producirse. El perdón, que ha estado en boca de todos en los últimos días, debe regresar ahora al territorio íntimo de las familias de las víctimas. Algo que no comprendió Gabriel Rufián, al desear “que los responsables de esta sinvergonzonería no duerman ni una sola noche en paz”. Todo un canto a la venganza, al anti-perdón. No, Rufián, te equivocas de pleno. Porque las víctimas necesitan paz. Paz para el debate que les aguarda, en el interior de sus conciencias, sobre el perdón a sus ofensores. Nadie más que ellos tiene la última palabra. Ojala lo logren.

domingo, 15 de enero de 2017

VERGÜENZA (15/01/2017)

“Se ha muerto el señor López, ¿te acuerdas? Ese hombre tan simpático que vivía en el séptimo”. El alejamiento físico-temporal con el finado – hace muchos años que no somos vecinos del señor López – es un parachoques eficaz para la noticia. La gente se muere sin excepción conocida, y nuestra capacidad de duelo es, forzosamente, limitada. En ese momento, todos echamos mano de una anécdota para recordar al señor López elogiosamente, porque cuando la gente se muere solemos pasar por alto sus defectos mientras hablamos de sus virtudes. Para mí, en este caso, no va a ser fácil.
El señor López era simpático, ciertamente. Simpatiquísimo, incluso. Pero el día de nuestro primer encuentro ocurrió algo que enturbiaría nuestra relación durante la década que siguió. Tenía yo entonces diez años y coincidí con el señor López esperando al ascensor. Incapaz de callar ni debajo del agua, él entabló conversación con mi hermano mayor, que me acompañaba, mientras sus ojos no dejaban de bailar al son de sus ocurrencias. Yo guardaba silencio y, con toda probabilidad, atendía a su monólogo con una media sonrisa de aprecio. Cosas de la buena educación. Cuando ya estábamos dentro del cubículo, el señor López me miró desde las alturas y me dijo: “¿Tú por qué no hablas? ¿Eres mudo?” Respondí que no, con un hilo de voz. “Ah, es que eres vergonzoso”, sentenció, sin dejar de sonreír. Me sonrojé. Debimos entrar en un agujero negro porque el tiempo se estiró como un chicle. Aquel fue el trayecto vertical más largo de toda mi vida. Salí del ascensor encendido, literal y metafóricamente, y no me cagué en sus muertos porque no sabía cómo hacerlo. Entonces no pude poner palabras a lo que había pasado, pero me sentí infinitamente humillado porque mi autoestima, mi tierna personalidad en formación, la parte menos corpórea de mi ser pero la más importante, habían sufrido una agresión gratuita y brutal.
El lector avisado ya habrá comprendido la parte más dramática de esta historia: el señor López tenía razón. Yo no era mudo, pero sí vergonzoso. En algún rincón perdido de mi secuencia de ADN, el código genético decía que tenía que serlo. Luego me hice mayor, y de vergonzoso pasé a tímido, que es el término adulto que se emplea cuando la palabra vergüenza se dedica a otros usos; el más importante, el de determinar si se tiene mucha, poca, torera o suficiente. La vida de un tímido no es fácil. Hay pocas circunstancias en la vida más incapacitantes y más nefastas que la timidez, y que reciban menos atención por la sociedad. En las consejerías de educación se discuten afanosamente los ciclos educativos, las materias y los currículos, pero en el fondo todos sabemos que las habilidades sociales son más importantes que cualquier título. Para el trabajo, el amor o la vida misma. No es desinterés, ni malicia; simplemente, la timidez es un asunto difícil de abordar.
La timidez se vence, puedo dar fe de ello. Es un trabajo personal, un camino que el tímido tendrá que recorrer en soledad, pero, por favor, pongamos todos un poco de nuestra parte. Si ve usted a un niño al que “le salen las vergüenzas”, ¡por Dios, no se lo diga! Porque solo contribuirá a reforzar su timidez. Por la misma razón, por puro respeto, yo no le diré a usted que está pasado de kilos o que debería cambiar de peluquero con urgencia. Sé que a veces se puede causar daño sin la menor intención. De verdad que lo sé. Sin rencores, entonces, señor López. Que Dios lo tenga en su gloria. Era usted simpático. Simpatiquísimo incluso.

domingo, 8 de enero de 2017

GEORGE MICHAEL Y YO (08/01/2017)

A mediados de los 80, un servidor estaba en el apogeo de su adolescencia. Aquello fue fugaz como un chaparrón de verano pero de una intensidad irrepetible. Hoy brindas con una copa de cava, mañana te vas de vacaciones a la playa y al otro llevas unas gafas bifocales y te das cuenta, horrorizado, de que has consumido media vida sin enterarte. A mediados de los 80 las cosas eran distintas. Todos los días contaban, porque en cualquiera de ellos podían suceder cosas trascendentales: enamorarse, conocer a nuevos amigos o conectar con otros a los que nunca habías prestado demasiada atención pero que acabarían convirtiéndose en hermanos para el resto de tu vida.
Nosotros éramos mods. Despreciábamos la música comercial y escuchábamos a los Beatles, los Who y los Jam como si fuesen la Santísima Trinidad. Aunque secretamente pudiéramos tararear canciones de la banda sonora de "Flashdance", poníamos buen cuidado en que nadie nos viese; los mods, como todas las tribus urbanas de la época, eran más intolerantes que la Inquisición, y cualquiera que se desviase del soul, el ska o el rhythm and blues, podía ser señalado por los sumos sacerdotes del movimiento con el peor de los insultos: el de ser un "plástico", un mod de segunda, un don nadie. Si entramos en el capítulo de la indumentaria la cosa se ponía aún peor. Una parka sin pico o un traje de dos botones te convertía en invisible para los mods divinos o en la diana de algún editorial sarcástico en el fanzine de moda. Por suerte, todo este estalinismo "quadrophenico" tenía lugar de puertas afuera del grupo de mis amigos íntimos, donde primaba la amistad por encima de las ortodoxias.
A pesar de ser unos mods "moderados", un grupo de nombre tan empalagoso como Wham!, cuya música sonaba con frecuencia en aquellas sesiones sudorosas de discoteca, seguía siendo inaceptable. Sus componentes, George Michael y Andrew Ridgeley, parecían recién salidos de una peluquería de señoras, y el hecho de que el 95% de sus fans fueran chicas al borde de la histeria no hacía mucho por la causa, teniendo en cuenta que los mods éramos esencialmente chicos que escuchábamos música tocada por chicos. Probablemente había algo de envidia en todo aquel desprecio.
El tiempo pasó, vendí la Vespa y dejé la parka en un rincón del armario, solo para las grandes ocasiones. El mismo descaro que tuve para ir contracorriente y abrazar una música y una estética que pertenecía más a la generación de mis padres que a la mía, lo empleé luego para abrirme a otros gustos, sin ningún sonrojo. Y llegué hasta George Michael. Seguí su carrera en solitario desde principios de los 90 con el mundialmente aclamado "Faith", y fui definitivamente conquistado por "Listen without prejudice" - imposible un título más apropiado - con el que se ganó mi respeto y mi admiración como productor, compositor e intérprete. Para siempre.
La noticia de su muerte, el pasado día de Navidad, fue triste e inesperada. Todos los titulares recogieron puntualmente su edad - 53 años - porque nadie pudo resistirse a apuntalar el mito que nace de una muerte prematura. Algunos imprudentes alardearon diciendo que ellos ya sabían que no le quedaba mucho. Demasiados excesos, aclaraban. Cualquiera sabía de las turbulencias de la vida de George Michael, vaya obviedad, pero, ¿quién lo conocía realmente? Sus amigos más próximos, su familia, y ellos hablan con cariño de él. Me alegro de que sea así. Porque este viejo mod lo admiraba. Y no ha podido resistirse a rendirle un homenaje.