viernes, 15 de julio de 2016

EL TORO Y LA MUERTE (15/07/2016)

La del pobre Victor Barrio ha sido la primera cogida mortal de un torero español en más de treinta años. Una verdadera fatalidad. Porque siendo uno de los oficios más peligrosos del mundo, en el que la muerte ronda al torero desde que pisa la arena de la plaza – precisamente, en ese emocionante coqueteo reside el alma de la fiesta -  rara vez ésta se cobra su tributo. El toro debe morir siempre. El torero debe vencer a la bestia. Este ha sido el guión de las corridas de toros durante siglos, y cuando no se cumple y el matador muere, todo el universo de la tauromaquia se tambalea. En el fondo, es un gran fracaso. Nadie acude a la plaza en una tarde festiva, con música de charanga y una faria en la boca, para contemplar en directo cómo los cuernos de un animal salvaje desgarran el corazón de una persona. ¿Qué clase de espectáculo es ese? Creo que el aficionado taurino de otra época era más consciente de la presencia de la muerte y entendía mucho mejor la fiesta; después de todo, la muerte le acechaba en cada esquina. Su actitud en la plaza era más apasionada pero bastante menos festiva. Hoy las corridas de toros no las entiende casi nadie. Los mismos toreros, a lo sumo. Porque la muerte y el sufrimiento no van con nosotros. Les hemos declarado la guerra y los combatimos con eficacia desde la medicina, una ciencia que ya no acepta fronteras y que aspira a la inmortalidad. Tampoco deseamos el sufrimiento del animal. Hoy sabemos que nuestros cuerpos comparten la misma materia prima y que solo nos diferencian sus combinaciones. Hasta sus más convencidos partidarios deberían saber que la fiesta está tocada de muerte. Y que la muerte no la salvará. Menos aún la de un hombre joven, con el corazón partido, que nos deja amargura y una certeza cada vez mayor: que esta tragedia se está quedando sin sentido.

jueves, 14 de julio de 2016

EN PELOTAS (08/07/2016)

A Manuela Carmena, alcaldesa de Madrid, le va la marcha. Aunque cuente las cosas con una suavidad exquisita, como si fuera una abuelita inofensiva rodeada de nietos al calor de la lumbre, estoy convencido de que, en el fondo, le encanta meter el dedo en el ojo de Esperanza Aguirre, su más enconada enemiga. El último encontronazo ha surgido de la petición de una asociación naturista de celebrar en las piscinas públicas madrileñas “El día sin bañador”. Doña Manuela, que se confiesa adicta al “sí”, ha acogido favorablemente la propuesta pero trasladando la decisión definitiva – léase, el marrón - a los distritos respectivos para que se pronuncien. Hasta hoy solo lo ha hecho el de Puente de Vallecas, con una lógica prudencia: el perfil de los usuarios no aconseja autorizar el día sin bañador. Confieso que no soy un naturista convencido. Mi buen amigo Carlitos me dice que tengo que probarlo, que la sensación de libertad es maravillosa, pero no veo el momento. Como buen polemista, me interesa más el debate alrededor de los límites del nudismo. Límites, sí, sin que el hecho de establecerlos equivalga a “criminalizar el cuerpo”, como afirma melodramáticamente el representante de la citada asociación naturista. El despelote privado me parece respetabilísimo. El público presenta algunos inconvenientes. Siempre que exista una demanda suficiente y contrastada, y exista posibilidad material de hacerse, no veo problema en habilitar lugares públicos para el naturismo. Como en algunas playas. ¿Y en las piscinas municipales? Creo honestamente que el derecho a no ver en pelotas a mis vecinos del 3º - un matrimonio de mediana edad, simpatiquísimos – prevalece sobre la afición de una minoría a caminar con todo al aire. Que seguro que tiene su cosa, que no lo niego. Pero respetando la sensibilidad del prójimo.  

viernes, 1 de julio de 2016

EL BUENO, EL FEO, EL MALO… Y RAJOY (01/07/2016)

Tras las elecciones generales del 26J, la escena política española se parece cada vez más a un spaguetti-western. Suenan las trompetas del maestro Morricone, silba el viento y las capitanas cruzan dando tumbos la Carrera de San Jerónimo. Aquí va a haber tiros, más tarde o más temprano, lo que ocurre es que algunos tienen más balas que otros. ¿Quién es el bueno, el feo y el malo? Siéntanse libres de distribuir los papeles según sus preferencias. Porque el verdadero protagonista de la película se llama Mariano Rajoy Brey. Sobre los hombros del más gallego de los presidentes de nuestra historia ha recaído la responsabilidad de arreglar este desaguisado, de poner fin, con su retirada, a la parálisis que ha tenido huérfana de un gobierno estable a la sociedad española durante, por lo menos, seis meses. Sus partidarios insisten en que es él quien ha ganado las elecciones y que debe seguir en la Moncloa. ¿Están verdaderamente seguros? En febrero, la mitad de los votantes del PP afirmaba que no querían a Rajoy como candidato; en junio, antes de las elecciones, el 57% declaraba que el presidente en funciones debería dar un paso atrás si así facilitase la formación de un gobierno. En esas estamos. Aunque la campaña mediática pro-Rajoy arrecia estos días como nunca, no puede empañar dos tozudas realidades. La primera, que no puede invocarse ningún principio legal o político para forzar a otros partidos a posibilitar un gobierno de Rajoy con sus votos positivos o abstenciones. La segunda, que a España le conviene un nuevo presidente. Alguien que deje atrás la corrupción y que insufle una nueva esperanza a los españoles de toda condición. Se respira una calma tensa. El duelo final está a punto de empezar. Alguien tendría que insinuar a Rajoy que debería pasar a otro las cartucheras.