lunes, 22 de agosto de 2016

VIVE LA FRANCE! (21/08/2016)

Si Agustina, Casta y Manuela pudieran leer esta columna, la sola visión del título les haría temblar de rabia, tanto, que los mismos cimientos de la capilla de las heroínas de los Sitios, en la iglesia del Portillo de Zaragoza, se tambalearían. Afortunadamente, el paso inexorable del tiempo, que tanta angustia produce a nuestras pequeñas e insignificantes vidas, tiene un efecto balsámico para las heridas morales que las guerras han inflingido a los pueblos desde que el mundo es mundo. Como resultado, doscientos ocho años después, sería difícil encontrar un rastro de rencor contra el invasor francés en las calles de Zaragoza o de cualquier otra ciudad o pueblo aragonés golpeado por aquella infausta guerra.

Junto a un pasado más o menos tormentoso, aragoneses y franceses compartimos también un presente del que jamás podremos escapar: una coordillera de belleza grandiosa que nos sirve de frontera natural. ¿Qué sería de Aragón sin los Pirineos? Probablemente no existiríamos. Sin el cobijo de las tierras altas, los cristianos no habrían podido fundar un reino, y es fácil pensar que la frontera francesa habría llegado hasta la misma orilla del Ebro. La Virgen del Pilar, ¿francesa? Como sigamos por este camino, Agustina y las demás no se conformarán con removerse en sus tumbas; a lo mejor acaban cobrando vida para encorrernos. La cuestión es que los Pirineos, solar fundacional de la identidad aragonesa, han sido también una barrera formidable para los intercambios económicos y culturales entre los dos pueblos. Y lo siguen siendo. Por increíble que parezca, mil años de convivencia no parecen suficiente argumento para que los gobiernos de uno y otro lado se pongan de acuerdo en la construcción de una vía moderna de comunicación entre ambos territorios. El ferrocarril de Canfranc fue un bonito intento. El túnel carretero de Somport se ha quedado como una broma pesada: una infraestructura moderna que desemboca en una carretera del siglo XX.

Pero los tiempos están cambiando, sobre todo al otro lado de la frontera. ¿Sabían que los franceses han bautizado a la línea férrea Pau-Canfranc como línea Goya? Primero fueron 35 millones de euros en el tramo Pau-Olorón. En junio de este año se reabrió el Olorón-Bedous, cerrado al tráfico desde 1980; otros 102 millones del alerón, sufragados exclusivamente por el gobierno regional de Aquitania del intrépido Alain Rousset. Es de suponer la envidia que semejante exhibición de poderío presupuestario despertaría en Javier Lambán, invitado al acto de inauguración. Quedan 30 kilómetros y 540 millones para llegar hasta Canfranc –una inversión que exige la participación de las autoridades estatales y comunitarias – pero la primera apuesta ya está hecha. ¿Qué ha ocurrido para que se produzca este radical cambio de actitud? Los franceses nos quieren, queridos lectores. Lo que es evidente es que no se han gastado 137 millones para llevar un trenecito a un pueblo de 534 habitantes. Su objetivo declarado es unir Pau y Zaragoza, a la que Rousset define como “la principal plataforma de mercancías de España”.

Esta vez va en serio. Al empeño aragonés, voluntarioso pero lastrado por nuestra limitada capacidad de influencia en la corte, se ha unido la potencia de una de las regiones más pujantes de Francia. La línea férrea de Canfranc será una realidad en pocos años. Pueden ir a contarlo por ahí pero, por favor, si pasan por la plaza del Portillo, bajen un poco la voz. Ya saben, es por ellas. Para qué vamos a darles un disgusto.

jueves, 18 de agosto de 2016

AMOR POR LA CALLE (14/08/2016)

Me acabo de hacer gafas nuevas, con unos cristales tan revolucionarios que ahora veo en alta definición. Casi me cuestan los ojos de la cara, pero el bueno de mi óptico tenía razón. Al salir a la calle por primera vez, ¡qué luces!, ¡qué brillos! La plaza Europa parecía el escenario de un musical, como si todos los peatones estuvieran a punto de ponerse a bailar. El problema fue descubrir que las aceras estaban sucias, regadas de orines y tachonadas de chicles ennegrecidos. Con mis nuevas gafas, ¡ay!, la belleza de la calle y sus miserias eran igual de visibles.

No es más limpio el que más limpia, sino el que menos ensucia, dice el refrán. La culpa es nuestra. La limpieza de la calle es competencia del ayuntamiento, pero en su descargo y en el de los trabajadores que barren cada día las aceras con admirable estoicismo, hay que decir que el comportamiento del personal se transforma radicalmente al pasar del espacio privado al público. Un español jamás escupirá en el salón de casa, no tirará colillas en un rincón del pasillo y pondrá la máxima atención en miccionar dentro de la taza correspondiente. En el interior del portal seguiremos guardando las formas, más o menos, aunque solo sea porque de vez en cuando nos toca ser presidente de la comunidad de vecinos. Pero al llegar a la calle, el doctor Jekyll se habrá convertido en Mr. Hide, un individuo al que no le pena demasiado deshacerse de papeles, chicles, colillas o cáscaras de pipas en medio de la acera, dejar que su perro haga sus necesidades donde le venga en gana, o incluso mear en algún rincón propicio.

En algunos ayuntamientos, estos problemas se intentan solucionar a golpe de ordenanza municipal. Con escaso éxito. Cuando los munícipes se meten a legisladores casi siempre se les va la mano y acaban prohibiendo jugar al dominó tras la caída del sol o hacer castillos de arena con un foso de más de veinte centímetros, para el cachondeo general. Además, tampoco vamos a poner a un guardia en cada calle, libreta en mano, multando al personal. Sería peor el remedio que la enfermedad.

Lo que yo propongo es cultivar el amor por la calle. Empezando por la propia de cada uno. Preocupándose por el estado de un árbol enfermo, por la bombilla de una farola que se ha fundido o por la placa que le da nombre cuando necesite arreglo. Por cierto, si la calle está dedicada a un pintor, a una pianista o a un acróbata, averiguar qué hicieron para merecer ese honor, y si es a un río, conocer por dónde pasa y dónde desemboca. La mayoría de las veces, necesitaremos llamar al servicio municipal correspondiente. Pero no siempre. Un albañil jubilado podría encargarse de fijar una baldosa suelta de la acera, o alguien con tiempo y ganas regar unas plantas o recortar un arbusto asilvestrado, sin tener que hacer venir al empleado de turno. Ya lo estoy viendo. El día de la fecha de nacimiento de nuestro pintor, pianista o acróbata favorito, los vecinos se reunirían en una comida de hermandad, para crear vínculos, para hacer que lo que es de todos nos importe, para cultivar el amor por la calle…

Definitivamente, estas gafas son mágicas. Además de ver mejor que un lince ibérico, me están convirtiendo en un idealista. Como esto siga así, me veo encima de una caja de fruta, en el cruce de la calle de Mariano Castillo, famoso astrónomo del siglo XIX nacido en Villanueva de Gállego, con la de Sierra de Vicor, serranía de la provincia de Zaragoza, arengando a las masas. Juro que son las gafas. Que nadie avise a los loqueros.

miércoles, 10 de agosto de 2016

TRES NOMBRES PROPIOS (07/08/2016)

Esta semana, el Tribunal Constitucional acordaba por unanimidad la suspensión de la resolución del Parlament de Cataluña que pretendía iniciar la llamada “desconexión” del Estado, la última ocurrencia del separatismo catalán para intentar quitarle hierro al asunto. Como si la secesión fuera algo tan sencillo como desenchufar una plancha. Mientras tanto, el resto de españoles asistimos al espectáculo con una mezcla de cansancio y preocupación. El estado de ánimo oscila entre la ambigüedad, la indiferencia, la exaltación de los que piden “¡que se vayan de una vez!” y la resistencia de los que seguimos denunciando que la pretensión de separar a Cataluña del resto de España, por muy respetable que sea en términos democráticos, es un gigantesco desatino.

Los nacionalistas están convencidos de que su país es mejor que el del vecino, y no les suelen faltar motivos; es sabido que el nacionalismo surge siempre en comunidades laboriosas y bien organizadas. Pero a esta descripción le falta un matiz importante: el nacionalista cree que su país es mejor que el del vecino, a pesar del vecino. Es decir, cree que su condición de superioridad ha sido alcanzada sin ninguna aportación foránea y que, por tanto, el contacto con el vecino que un día se llamó compatriota representa hoy una amenaza solo conjurable con la segregación. Lo que entraña una falsedad como la copa de un pino, además de una injusticia para generaciones enteras de “vecinos” que han nutrido a la comunidad presuntamente superior en un intercambio mutuo durante siglos.

Esta es la parte egoísta del nacionalismo, la insolidaria, la excluyente. La que tratan de disimular a toda costa los políticos muñidores de este invento. Porque el nacionalismo no nació de la mente de un panadero, un fresador o un contable, que se levantaron una mañana con la convicción de que pertenecían a un pueblo oprimido y que debían guiarlo a su liberación. No. El nacionalismo es siempre la creación de un político o de alguien que aspira a serlo. Hasta hoy no se ha conocido caso de un nacionalista que después de montar todo el tinglado – bandera alternativa, himno, recapitulación de agravios, selección de hechos históricos convenientemente reelaborados – haya afirmado solemnemente: “me vuelvo a la fresa”. O al horno de pan, o a la oficina. El político nacionalista siempre llega para quedarse, para gestionar su propio invento y para sacar de él un plato de lentejas. O de arroz con bogavante, si se tercia.

Hasta aquí, la razón. Un poco amarga, lo admito. A fin de cuentas, a nadie le gusta sentirse rechazado, aunque solo sea por una parte de los catalanes. Menos mal que el sentimiento acude al rescate y me hace confiar en que Cataluña seguirá siendo parte de España durante unos cuantos siglos más. Desde luego el nacionalismo no va a lograr que renuncie a ese deseo. Por tres sencillas razones que se acompañan de tres nombres propios. En primer lugar, porque no estoy dispuesto a dejar solo a un amigo como Ricardo Ros, barcelonés de adopción, uno de tantos aragoneses que hacen cada día más grande y plural a Cataluña. En segundo, porque tampoco pienso dejar de considerar a la cultura catalana como propia; me gusta cantar a Joan Manuel Serrat en catalán – y en castellano también – y quiero seguir haciéndolo sin pensar que estoy practicando una lengua extranjera. Y por último, porque mi abuelo materno era catalán y conducía tranvías en Barcelona. ¿Quieren saber cómo se llamaba? Seguro que sí. Mi abuelo se llamaba Agustín España.

miércoles, 3 de agosto de 2016

CREER EN LAS NORMAS (29/07/2016)

Hay dos clases de personas en este mundo, los que creen en las normas y los que no. Para los primeros, las normas son una forma de organización de la sociedad, imprescindible para la convivencia, y el respeto hacia ellas forma parte de su misma personalidad. Para los segundos, las normas son una forma de organización de la sociedad, imprescindible para la convivencia, y su incumplimiento ofrece una ventaja competitiva que hay que aprovechar siempre que sea posible. La dificultad para distinguir a unos de otros, a los honrados de los tramposos, es que los dos grupos parten de la misma premisa - las normas son necesarias – y la defenderán siempre que puedan. En realidad, la existencia de normas es mucho más importante para los que no creen en ellas que para los que sí. Tomemos el ejemplo del reciente escándalo de dopaje en Rusia. Si no existiera una regulación estricta sobre las sustancias y procedimientos prohibidos, el ministro de deportes nunca se habría molestado en organizar una trama de falsificación de pruebas de orina con la participación de agentes del servicio secreto vestidos de fontaneros, que proporcionó al deporte ruso una lluvia de medallas olímpicas fraudulentas. Las normas deben existir para que las cumplan los demás. Pero, ¿para qué sirve una medalla olímpica fraudulenta? A nivel individual, para tener un recordatorio permanente, metálico y redondo, de lo deshonesto que uno pudo llegar a ser. Para ser candidato seguro al diván de un profesional de la psiquiatría. A nivel colectivo, para alimentar la megalomanía de un líder que en su fuero interno duda de sí mismo, de su propio país, y que hace de la exhibición de la fuerza una forma de compensar su profunda debilidad moral. Vladimir Putin no cree en las normas. Donald Trump tampoco. Ninguno de los dos oculta ya su mutua admiración.

EXPOLIA, QUE ALGO QUEDA (22/07/2016)

Uno de los mayores inconvenientes de robar una obra de arte famosa es que luego no se sabe muy bien qué hacer con ella. Difícilmente se puede vender o presumir de ella delante de las amistades. Si eres un tipo muy excéntrico, te la puedes colgar en el dormitorio para contemplarla en soledad, todas las noches, antes de dormir. En contadísimas ocasiones, sin embargo, se cometen robos perfectos, que no solo permiten enseñar la obra robada a tus amistades sino incluso exponerla en un museo… ¡y cobrar una entrada por contemplarla! Es el caso de los mármoles del Partenón de Atenas, arrancados por el embajador británico en 1816 y que hoy se exhiben en el Museo Británico de Londres, y el de las pinturas de la sala capitular del Monasterio de Sigena de Huesca, actualmente en el Museo de Arte Nacional de Cataluña. Los primeros han salido recientemente a la palestra con motivo de la petición de un grupo de diputados británicos de devolverlos al Museo de la Acrópolis de Atenas. Las pinturas aragonesas, mejor dicho, lo que quedó de ellas tras el infame incendio que provocaron los anarquistas de turno - algún día habrá que empezar a aplicar a estos individuos la memoria histórica, con todo el rigor posible - fueron arrancadas por orden de la Generalitat catalana en 1936, y son objeto de una inacabable disputa judicial. En ambos casos, los herederos del expolio se atribuyen las mejores intenciones: ellos solo quieren lo mejor para las obras de arte, lo mismo que sus predecesores. El problema que no acaban de ver es que esas palabras, pronunciadas hace 80 o 200 años, apenas tienen un pase. En la actualidad, son de un cinismo insoportable. Los mármoles regresarán algún día a sus frisos milenarios. Las pinturas también. Y los culpables de la prolongación de esa injusticia solo podrán avergonzarse.