lunes, 20 de marzo de 2017

EL CRÁNEO (19/03/2017)

Mi admiración hacia la especie humana es inquebrantable. Si algún animal pudiera comprender estas palabras y responderme, quizás diría que soy un aprovechado o un tonto que se admira a sí mismo. La cuestión es que ninguno puede. Pese a ser más de 7.000 millones de individuos sobre la tierra, como especie con capacidad de razonar de forma compleja, estamos completamente solos. Aunque no siempre fue así. 
Esta semana ha aparecido la noticia del descubrimiento de un cráneo de 400.000 años de antigüedad en el yacimiento de Aroeira, en el sur de Portugal. Los paleoantropólogos no son concluyentes a la hora de asignar un nombre a la especie de nuestro antepasado luso; perteneció al género homo y se encontraría a medio camino entre el heilderbergensis y el neandertal, dos especies ya extintas. Vertiginosa realidad. El hecho mismo de la existencia de otras especies homínidas que nos precedieron e incluso llegaron a convivir con nosotros – esto último ocurrió con los neandertales durante la friolera de 10.000 años – es tan extraño, tan ajeno a esa singularidad que tenemos hoy tan asumida, que es difícil de asimilar en toda su trascendencia. El neandertal no era exactamente como nosotros, pero sí era mucho más que un primate. Algunos investigadores le atribuyen la capacidad de comunicarse en un lenguaje muy similar al que emplearían nuestros antepasados sapiens. Pese a ello, hace 30.000 años, los últimos individuos de esta mítica especie desaparecieron para siempre de la faz de la tierra. Estando el homo sapiens merodeando por allí – tan próximo que mantuvimos los suficientes encuentros sexuales con ellos como para que una pequeña parte de nuestro ADN tenga origen neandertal – es fácil sospechar que jugamos un papel clave en su extinción. Después de todo, hemos protagonizado episodios de sistemática e infinita crueldad hacia nuestros semejantes. ¿Qué no seríamos capaces de hacer con los miembros de una especie diferente y competidora?
Pero mi admiración sigue intacta. La trayectoria de la humanidad, desde las cuevas donde se refugiaba durante los crudísimos inviernos de la última glaciación, hasta la revolución tecnológica, política y existencial que vivimos hoy, constituye la más apasionante aventura que haya protagonizado ser vivo alguno, en este planeta o en cualquier otro. Que sepamos hasta ahora. El viaje humano ha seguido un rumbo clarísimo desde el comienzo de los tiempos: la supervivencia. Del individuo y la prole, al principio; de la tribu, el pueblo, el reino o el imperio cuando la sociedad se hizo más compleja. Hoy hemos alcanzado tal grado de autoconciencia como especie, que por encima de los estados, artilugios políticos todavía muy activos pero que están condenados a diluirse en la creciente necesidad de globalización, existe una ley internacional que proclama la dignidad del ser humano sin distinción de raza, cultura o religión.
El germen de esa grandeza, y de todas las miserias y crueldades que la han acompañado, ya se encontraba en algún lugar de ese cráneo portugués encontrado la semana pasada. Muy conscientes de ello, los científicos extrajeron la piedra donde estaba incrustado con extremo cuidado. Durante dos largos años de infinita paciencia, fue liberado de su envoltorio mineral con la ayuda del torno de un dentista. Hoy ya aporta luz sobre los misterios de la evolución humana. Solo es un cráneo, no muy diferente al suyo o al mío. Pero con la misma misión de proteger la inteligencia más poderosa que el mundo haya conocido.

lunes, 13 de marzo de 2017

EL MURO (12/03/2017)

Los muros son bonitos cuando pierden su función. Ahí están la ciudad de Avila, el muro de Adriano o la Muralla China. Y sin ir tan lejos, la muralla romana de Zaragoza, orgulloso vestigio de nuestra pertenencia a la civilización más ilustre de la antigüedad. 
La modernidad no ha logrado acabar con esta antiquísima tradición constructiva. Si a los embriagados berlineses de 1989, que la emprendieron a martillazos con el sórdido montón de ladrillos y hormigón que dividió la ciudad durante casi tres décadas, les hubieran dicho que un empresario norteamericano, narcisista y charlatán, se convertiría algún día en presidente de su país gracias a la promesa de levantar un muro, no podrían creerlo. Los británicos no han necesitado construir nada para separarse de sus vecinos: de momento les ha bastado con acuñar una palabra – brexit – que resume una de las decisiones colectivas más equivocadas y dañinas de la historia reciente. 
La tentación de los que asistimos con preocupación a este revival de la paleta y el mortero, es proclamar a los cuatro vientos que los muros no van con nosotros; que son los votantes norteamericanos de Trump, los británicos de Farage, los holandeses de Wilders y los franceses de Le Pen, los que han perdido el juicio echándose en brazos de políticos irresponsables. Que esos individuos representan lo peor de nuestra sociedad porque tienen un bajo nivel cultural, espíritu de campanario y pánico a la globalización. Como digo, la tentación es fuerte, pero ceder a ella no es honesto. Porque la realidad es, por desgracia, mucho más compleja. 
Ciertamente, Trump y compañía forman un catálogo de personajes nefastos, pero muy difícilmente alguno de ellos habría alcanzado el poder, o estaría en posición de lograrlo a corto plazo, si nuestras sociedades no tuvieran que enfrentarse al descomunal desafío de la inmigración. Bajo ese término se engloban a menudo realidades diferentes, situaciones humanas muy dramáticas casi siempre, que justificarían mayores matizaciones. Pero prefiero entrar en el cogollo del asunto. El muro ya existe. Lo levantamos hace tiempo y cada día tenemos que hacerlo más alto, más fuerte y más vigilado. Yo comprendo que reflexionar un solo momento sobre la valla que separa Ceuta y Melilla de nuestro vecino marroquí es una tarea desagradable, pero no queda otro remedio. ¿No es eso un muro como un piano? No es de hormigón pero, ¿eso lo hace diferente? En este país hemos convertido “valla” en un eufemismo de “muro”, y tenemos el valor de echarnos las manos a la cabeza porque un señor narcisista y charlatán quiere construir uno en su país. Dejar de llamar a las cosas por su nombre es una invitación a los oportunistas. Y estos tardan poquísimo en llegar. 
Ojala el mundo fuera un lugar donde no hubiera desigualdad. Donde cada ser humano pudiera vivir en libertad, ganándose el sustento honradamente sin tener que abandonar el país donde nació. Ojala el mundo fuera un lugar en paz. Donde no hubiera guerras que nos hicieran dudar de esta complicada humanidad. Por desgracia, no es así. Lo privilegiado de nuestra situación, si la comparamos con la de muchos países del mundo, nos exige generosidad. Pero algunos muros seguirán siendo necesarios, por muy antipáticos que nos resulten. Abrir nuestras fronteras a una inmigración descontrolada sumiría a la sociedad en el caos. La mejor receta para la llegada de un salvapatrias aún peor de los que hoy conocemos. Trabajemos por un mundo mejor, sí. Pero sin dar nunca la espalda a la realidad.        


viernes, 10 de marzo de 2017

AQUÍ TIENES UN AMIGO (05/03/2017)

Espero que Brian Cullinan tenga muchos amigos. Porque los va a necesitar. El culpable del mayor error de la historia de las ceremonias de los premios Oscar, ese momento surrealista de confusión que se recordará siempre, tiene por delante un duro proceso de reconstrucción. De su prestigio profesional, de su autoestima, y de sus ganas de salir a la calle y enfrentarse al mundo. No conozco al pobre Brian; a lo mejor es un tipo con un cuajo excepcional que no necesita superar nada, y que al día siguiente de su formidable metedura de pata ya salió a pasear al perro y a comprar el periódico como si tal cosa. Pero me temo que no. Si esto hubiera ocurrido en España, la visión de su rostro congestionado, casi granate, paseándose por el escenario entre un montón de incrédulos productores hollywoodienses, no habría tardado en despertar una oleada de simpatía que pediría para él la absolución. Pero estos son los Estados Unidos de América. Enviar un cohete a la luna, pasarse de frenada y acabar orbitando el satélite para toda la eternidad, es la clase de errores que los norteamericanos pueden llegar a comprender. Y hasta perdonar. Pero errores del tipo “tenía que darle este sobre a Warren Beatty pero me confundí y le di otro”, se castigan con dureza. Sospecho que la única razón por la que PricewaterhouseCoopers, la consultora encargada del recuento de votos para la que trabaja Brian, todavía no ha colgado su cabeza en una pica, es eso que llaman eufemísticamente “el manejo de los tiempos”. Es decir, que todavía no quieren pasar por lo que realmente son, una empresa implacable que sabe actuar implacablemente. 
¿Qué pasó, Brian, por Dios? Dicen las crónicas que momentos antes del fatídico error, estabas entre bastidores tuiteando una foto de Emma Stone, que posaba como ganadora del Oscar a la mejor actriz. Por cierto, que el sobre que entregaste al desdichado Warren y que provocó la debacle, fue precisamente la segunda copia del que correspondía a Emma. Sé que borraste apresuradamente la foto de tu cuenta de twitter, pero ya sabes que hay gente con tiempo para todo; alguien guardó el pantallazo y la imagen empezó a circular por los periódicos de todo el mundo. ¿Sabes? Creo que es mejor así, Brian. Porque esa foto lo explica absolutamente todo. 
Lo primero que me llamó la atención fue que no se trataba de la clásica foto entre bastidores de una entrega de premios, en la que el posado está perfectamente preparado para los fotógrafos. Estáis en medio de la tramoya y rodeados de personal que corre de un lado a otro con el walkie-talkie en ristre y sin prestaros atención. La angelical Emma Stone, con sus esplendorosos 28 años, en el momento cumbre de su vida y de su carrera, se detuvo, sonrió… ¡y posó para ti, Brian! Y solo para ti. No tienes que explicarme nada. Ya sé que el mundo se detuvo, que ya no importaban los Oscar, ni los sobres, y que Price, Water y Coopers se podían ir al infierno. ¿Quiénes eran ellos al lado de esa criatura divina? No había nada sucio, ni libidinoso, Brian, lo sé. ¿No te he dicho ya que no tienes que explicarme nada? Te enamoraste, bribón. Desde el mismo momento en que tus ojos se cruzaron con los suyos. 
No eres el primero, ¡a mí me pasó exactamente lo mismo! No con Emma, tranquilo; con Charito, mi mujer. La ví y me dije: ¿puede haber algo más bonito? La diferencia es que yo no tenía en mi mano el sobre con el ganador del Oscar a la mejor película. ¿Y qué más da? En cierto modo, compartimos un destino, Brian. Aquí tienes un amigo.  

jueves, 2 de marzo de 2017

RÉQUIEM POR UNA BARRA DE PAN (26/02/2017)

La nutrición humana se ha convertido en un campo de batalla. Alguien dirá, con razón, que siempre lo fue; que comer todos los días ha sido el primer afán del homo sapiens desde los albores de la especie. Desgraciadamente, para muchos seres humanos del tercer mundo alimentarse cada día sigue siendo un interrogante dramático que desafía los principios morales del primero, el nuestro, donde el problema nutricional es exactamente el contrario: una epidemia de sobrepeso que amenaza nuestra salud física y mental. Este es el campo de batalla de la nutrición de los ricos. El de la lucha contra la obesidad y por una alimentación saludable en un ambiente de exceso y opulencia.
Todo comienza en los laboratorios. Legiones de científicos tratan de comprender un fenómeno que sobre el papel parece sencillo, pero que como todo lo que atañe a la maquinaria humana es increíblemente complejo. Ingerir el alimento, extraer su energía, emplearla, acumularla para futuras necesidades y deshacerse de lo sobrante, implica a incontables elementos químicos y catalizadores en incontables procesos que se solapan unos con otros en milagrosa confusión. Esta complejidad explica que durante décadas la ciencia haya ido dando palos de ciego, sumiendo al personal en la más absoluta perplejidad. El aceite de oliva es un buen ejemplo: ayer era un veneno, hoy es oro líquido y mañana Dios dirá. El ciudadano de a pie, que aspira legítimamente a comer y beber en paz, acaba desarrollando un lógico escepticismo hacia la ciencia nutricional que le lleva a ignorar muchas de sus recomendaciones.
Pero la complejidad de esta ciencia va más allá de lo científico. La alimentación es, además, un negocio formidable. Es fácil imaginar que las conclusiones de un determinado estudio sobre las bondades o maldades de un alimento podrá tener un gran impacto sobre las cifras de negocio de un determinado sector. Tanto, que algunos sucumbirán a la tentación de manipular la información, financiando estudios científicos favorables a sus productos. Afortunadamente, muchos investigadores – prefiero pensar que la gran mayoría – no se venden a ningún precio y continúan avanzando en el estudio de la nutrición humana; y con todos los matices que exige la complejidad de la materia, han alcanzado un consenso sobre las líneas básicas de una alimentación sana y equilibrada: consumo frecuente de frutas, verduras, legumbres, pescado y carnes blancas, y restricción de azúcares, hidratos de carbono refinados y alimentos procesados.
¿Qué son los hidratos de carbono refinados? Aquellos a los que se les ha sustraído la fibra, las vitaminas y los minerales para hacerlos más duraderos, como la pasta y el arroz no integrales, o el pan blanco. Comprendo que a los muy “paneros” esta afirmación les hará temblar. ¿Ahora resulta que el pan es malo? Miguel Angel Martínez-González, un nutricionista de prestigio internacional, afirmaba recientemente que el pan “es uno de los problemas más graves que tenemos en España”. El pan blanco, elaborado con harina refinada, se entiende. Su alto contenido en almidón, una vez transformado en glucosa, tiene efectos nocivos sobre el metabolismo. La cuestión no es baladí. En España no existe calle o pueblo que no tenga su panadería, y donde no la hay, el pan llega en la furgoneta de un repartidor. Su consumo está tan arraigado que forma parte esencial de nuestra cultura. ¿Qué hacer? La información está ahí, al alcance de todos. Allá cada uno con su libertad. Yo entono un réquiem por una barra de pan.