martes, 26 de junio de 2018

TIERRA DE REYES (24/06/2018)

Si hubiera que escoger el lugar más simbólico de esta comunidad política y sentimental que llamamos Aragón, ese sería sin duda el Real Monasterio de San Juan de la Peña. En el siglo X, al abrigo de esa roca rojiza de la que mana el agua y rodeado de una naturaleza exuberante, se fundó un cenobio que pronto sería el predilecto de los reyes de Aragón. En 1061, Ramiro I, fundador de la nueva dinastía, dejó escrito en su testamento que amó a los monjes de San Juan de la Peña “más que al resto de los hombres”. Y mandó ser enterrado allí, inaugurando una tradición real que continuarían su hijo, Sancho Ramírez, y su nieto, Pedro I. 
Más de 900 años después, en una de las primeras actuaciones del primer gobierno autonómico de Santiago Marraco en 1984, se decidió restaurar y dignificar los panteones reales de Aragón. Era una medida cargada de lógica. Para una administración centralista aquellos monumentos eran objeto de protección, pero era obvio que jamás dedicarían los mismos recursos ni el mismo entusiasmo que pondría un aragonés en cuidar el solar fundacional de su comunidad. Y se comenzó por San Juan de la Peña. La verdad es que se me ocurren pocos ejemplos mejores que justifiquen la necesidad y el éxito del estado autonómico español. A la par de los trabajos dirigidos por el arquitecto Ramón Bescós, se realizó una excavación arqueológica a cargo de Carlos Escó y José Ignacio Lorenzo, que incluía el panteón medieval, lugar de enterramiento de los reyes privativos de Aragón y sus familiares. A pesar del pesimismo reinante sobre las posibilidades de encontrar restos debido a los sucesivos expolios que había sufrido el monasterio en el curso de la historia, los resultados fueron sorprendentes. Aparecieron los esqueletos de 30 individuos, algunos desordenadamente dispuestos y otras tumbas intactas, aunque inicialmente sin rastro de ajuar funerario. Sin embargo, el método científico seguido en la excavación acabó dando frutos: en la criba de la tierra, el niño José Luis Solano – hijo del entonces guarda del monumento, también José Luis, que este año se retira tras más de 30 años de dedicación al patrimonio de la Jacetania – descubrió un exquisito anillo de oro decorado con un águila portando una rama de olivo en su pico. Un anillo digno de un rey. Aparecieron dos más, y un dado, que también habían escapado a la codicia de los expoliadores. 
Así se inició un largo proceso de investigación científica multidisciplinar – historia, antropología, genética, carbono-14, radiología - que se amplió a los restos de Ramiro II El Monje y Alfonso I El Batallador en el monasterio de San Pedro el Viejo de Huesca, y a los de la Condesa Sancha, hija de Ramiro I, en el de las Benedictinas de Jaca. Una investigación que ha contado con los mejores especialistas de dentro y fuera de Aragón, y que concluye hoy domingo con la reinhumación solemne del Linaje Real aragonés en la que participan las más altas autoridades de la Comunidad. Una magnífica oportunidad para recordar nuestra historia, que sufrió durante generaciones cierto desdén castellano y que debemos reivindicar con orgullo. Porque desde muy antiguo, Aragón fue tierra de reyes. 
Que nadie se alarme. Mi rejuvenecido aragonesismo se lleva perfectamente bien con mi lealtad a España, a Europa, y sin apurar demasiado, a la comunidad de todos los pueblos de la tierra. En cierta ocasión, un nacionalista muy enfadado me dijo que eso era propio de esquizofrénicos. “¿Ah, sí? Bendita enfermedad la mía”, le contesté muy ufano.  

sábado, 23 de junio de 2018

LA SOMBRA DEL MAL (17/06/2018)

Nos gusta pensar que el mal habita en religiones que no profesamos, en países en los que no vivimos y en ideologías que no compartimos. Nos gusta pensar que tenemos al mal bien controlado. Visceralmente hablando, incluso localizamos el mal en el corazón de las personas. Por desgracia, la bestia no conoce fronteras. Aunque nos cueste aceptarlo, cualquiera de nosotros está perfectamente capacitado para causar el mal a los que nos rodean. 
Hoy quiero hablar del MAL con mayúsculas, la energía más destructiva de la naturaleza y la que deja una huella más profunda en los seres humanos. Cada sociedad, en cada época, debe convivir con el mal que han producido sus antepasados, aquellos que un día se llamaron como nosotros. Los españoles heredamos el mal que causaron nuestros compatriotas en un pasado más o menos reciente y, en cierta manera, debemos cargar con él. No se apuren, no estamos solos. Piensen en los alemanes, los japoneses o los ruandeses. Obviamente, no se trata de responsabilidad en sentido estricto. Ni siquiera el descendiente directo de un asesino de masas podría ser molestado en lo más mínimo por los actos de su progenitor. Sin embargo, es muy posible que su existencia haya quedado marcado por la maldad de este. No puedo argumentarlo científicamente pero estoy convencido de que el mal es una energía que no se reabsorbe con facilidad y que puede transmitirse entre generaciones. 
Nuestros vecinos franceses tampoco son una excepción. La actuación de la Francia colaboracionista durante la Segunda Guerra Mundial sigue siendo, más de siete décadas después, un capítulo de su historia que despierta dolor. La forma más efectiva de purgarlo consiste en conocer la verdad, desenterrarla si es preciso, hasta que todo salga a la luz. A esa tarea se han entregado en los últimos años muchos cineastas franceses y fruto de ella se han realizado un buen número de documentales históricos de gran calidad. “Das Reich, una división de las SS en Francia”, es uno de ellos. Dirigido por Michael Prazan, descendiente de judíos muertos en el Holocausto, el documental narra la historia de la citada unidad blindada a partir del desembarco aliado en las playas de Normandía, el 6 de junio de 1944. Acantonada en la ciudad de Montauban, próxima a Toulouse, la “Das Reich” fue llamada de urgencia a socorrer las defensas alemanas y sus 20.000 hombres, jóvenes reclutas alsacianos y húngaros en su mayoría, pusieron rumbo al norte. Por el camino sufrieron los actos de sabotaje de la resistencia francesa, cada vez mejor armada, y las represalias de los soldados contra la población civil fueron de una brutalidad inimaginable. En la localidad de Tulle, ahorcaron a cien hombre al azar en los balcones y las farolas de la localidad. La matanza solo se detuvo cuando se acabó la cuerda disponible. En Oradour-sur-Glane fueron mucho más allá: los 600 habitantes de la población fueron masacrados. Los hombres, a la metralleta; las mujeres y los niños, encerrados en la iglesia del pueblo y quemados. 
Siento oscurecer, apreciadísimo lector, la mañana de domingo con esta triste historia. Por desgracia, no fue una excepción. Hubo centenares de casos similares durante aquella terrible guerra. La historia de todas las épocas demuestra que la sombra del mal se apodera del mundo si se dan las circunstancias adecuadas para ello. La guerra, el odio, los conflictos nacionales. Conviene tenerlos muy presentes. Creer que esos errores están definitivamente superados, aumenta la posibilidad de repetirlos.

lunes, 11 de junio de 2018

EL OXÍGENO (10/06/2018)

“He olvidado muchas cosas de aquella expedición. Es como aquella novia que tuviste hace 40 años. No la recuerdas del todo, ¿verdad?”. Peter Habeler se disculpa con una sonrisa. Este año se conmemora el cuarenta aniversario de la primera ascensión al Everest sin oxígeno que el austriaco realizó junto a otra leyenda del alpinismo, el italiano Reinhold Messner. Les tomaron por locos. Nadie había subido a semejante altitud sin la ayuda de oxígeno artificial y se pensó que caerían desplomados, víctimas del aire liviano de la zona de la muerte. Pero no fue así. El 8 de mayo de 1978, Messner y Habeler se encaramaron a los 8.848 metros de la cumbre más alta del mundo equipados con lo indispensable y sin acarrear un gramo de más – esa fue una de las claves de su triunfo – y cambiaron para siempre las bases de la escalada en el Himalaya. A partir de ese momento, las montañas de más de ocho mil metros podrían subirse con ayuda de las feas y aparatosas botellas de oxígeno o prescindiendo de ellas, lo que convertía a una de las actividades deportivas más peligrosas del mundo en algo todavía más exigente y arriesgado. 
Los dos protagonistas de aquella hazaña tomaron caminos vitales muy distintos. A Habeler el Everest le abrió las puertas a conseguir un empleo estable y construirse una casa en su país, y optó por apartarse de las grandes montañas para volcarse en su familia. Messner repitió la ascensión al Everest dos años después, esta vez en solitario y de nuevo sin oxígeno, y continuó una carrera meteórica que le convertiría en el alpinista más grande de todos los tiempos. Este año ha sido galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de los Deportes junto con el polaco Krzysztof Wielicki. 
En Aragón tenemos la suerte de contar con nuestra propia leyenda del himalayismo, el jacetano Carlos Pauner. Fue el cuarto español es ascender a los 14 ochomiles y pertenece al selecto grupo de 40 personas en todo el mundo que lo ha conseguido. Nos conocimos en 2002, cuando regresaba de alcanzar la cima del Makalu (8.463 m) y apenas había iniciado la carrera de los 14, y después viví gracias a él algunos de los momentos más intensos de mi vida. Hoy Carlos está a punto de acabar su último reto deportivo en marcha – Las 7 Cimas, la ascensión a las montañas más altas de cada continente – y pronto se marcará nuevos objetivos. Su actividad lejos de las montañas es también intensa porque junto al deportista convive un motivador y consultor de empresas, un filántropo de la mano de la fundación que lleva su nombre y un aviador consumado, su otra gran pasión. Quizá sus días de mayor gloria han quedado atrás pero Pauner acepta su condición de deportista legendario con un punto de inconformismo: tratándose de él, cualquier cosa es posible. De lo que sí es muy consciente es de las dificultades que acechan al montañero también aquí, a unos pocos centenares de metros de altitud. Si en las cimas de las montañas el oxígeno es escaso pero reina la autenticidad y una brutal sencillez, en el mundo presuntamente civilizado las cosas funcionan al revés: el oxígeno abunda, y con él las comodidades y lo superfluo, pero la sencillez se ha transformado en un complejo laberinto de prisas, estrés y lucha por la supervivencia. No, las leyendas del deporte tampoco escapan a estas servidumbres. La única diferencia es que los Habeler, Pauner y compañía guardan en su mente un departamento de experiencias extremas que iluminarán el resto de su vida. La belleza, la plenitud, la tragedia. El oxígeno.

HOMBRE DE PUEBLO (03/06/2018)

Irónicamente, uno necesita salir de las grandes ciudades para descubrir que el mundo es muy grande. Y que está abrumadoramente despoblado. No hablo de la estepa siberiana, ni del desierto del Kalahari; hablo de lugares muy cercanos, sin salir de Aragón, donde es posible recorrer centenares de kilómetros sin encontrar un alma. ¿No se han preguntado lo absurdo que resulta vivir en un edificio-colmena, en un hueco minúsculo por el que nos endeudamos de por vida, mientras a una decena de kilómetros comienza un desierto casi vacío? La ciudad es una realidad social muy antigua, casi tanto como la civilización, pero sospecho que nunca ha ejercido una fuerza de atracción tan brutal como en los tiempos actuales. Como esos agujeros negros que lo tragan todo, hasta la misma luz, y que dejan al resto del mundo (rural) en la más completa oscuridad. 
Las ciudades nacen por motivos económicos pero se sostienen gracias a otra fuerza de la que rara vez se habla en términos poblacionales: la inercia. Prueben a preguntarle a un maño por qué de entre todas las ciudades del mundo, a orillas de otros tantos ríos caudalosos, eligió Zaragoza para vivir. Con toda probabilidad se encogerá de hombros y responderá: “En realidad no lo elegí. Nací aquí y aquí han nacido mis hijos. En Torrero me enterrarán.” A diferencia de otras culturas menos mediterráneas, la movilidad geográfica es escasa en España porque aquí la familia sigue siendo una fuerza social poderosísima que se resiste a la dispersión de sus miembros. Romper con esa ley de la inercia exige una buena dosis de ambición y aventurerismo que, en la mayoría de los casos, lleva al individuo a otra ciudad todavía más grande de la que casi nunca regresa. Como decía Sabina, pongamos que hablo de Madrid. 
Los pueblos nacen por motivos mucho más terrenales - porque por allí pasaba un río o porque un general romano eligió el lugar para plantar su campamento - pero acaban muriendo por la maldita economía. Aunque en el problema de la despoblación intervienen muchos factores sociales y culturales, los pueblos comienzan a decaer cuando sus habitantes deben emigrar para ganarse la vida o para ejercer otras ocupaciones que no existen en los núcleos pequeños. Así empieza un círculo vicioso de falta de actividad económica, déficit de comunicaciones y servicios, y creciente desatención de las administraciones que desvían los recursos hacia lugares más poblados. En Aragón muchos pueblos se mueren y la pérdida es tan profunda que nadie tiene derecho a mirar hacia otro lado. 
Hay que luchar, de eso no hay duda. Cada pueblo tiene que encontrar su lugar en este nuevo mundo cambiante y loco en el que nos ha tocado vivir, tratando de que sus habitantes no lo abandonen y atrayendo a otros nuevos. Las ciudades están rebosantes de vidas rotas que necesitan un nuevo horizonte al que mirar y el mundo rural tiene mucho que ofrecer: el silencio, el ritmo pausado, el contacto con la naturaleza, las relaciones de vecindad, la belleza de muchos de sus rincones... ¡Ay, la belleza! Cuídenla, hombres y mujeres del campo, por lo que más quieran. Sé que la vida rural es más dura de lo que este escribano pueda llegar a imaginar, y que a veces no hay tiempo ni ganas de ser refinado, pero les juro que es importante. Conserven la autenticidad de los pueblos, lo que los hace únicos desde hace siglos y sus posibilidades de sobrevivir se multiplicarán. Y resistan, por favor. Porque debajo de este urbanita de piel fina, si se fijan, también hay un hombre de pueblo.

HUMANIDADES (27/05/2018)

“¡Cuánta gente lista hay en el mundo! Y no somos nosotros.” La cita es mía, ya perdonarán la inmodestia, pero creo que refleja bastante bien cómo nos sentimos los que un día estudiamos humanidades y dejamos atrás para siempre los números y las matemáticas. El día que la pronuncié me encontraba en Loporzano, Huesca, escuchando las explicaciones de Julio Luzán, uno de los empresarios más visionarios de Aragón. Su compañía, Tecmolde, está a la vanguardia mundial en la construcción de escenografía para el arte, el cine o los parques temáticos. Julio comenzó en 1991 modelando la calabaza Ruperta para el “1,2,3” y hoy ejecuta trabajos como el parque temático de Ferrari o una cabeza de dragón para “Juego de Tronos”. El nivel de sofisticación de las máquinas que emplea le hace a uno sentirse pequeño. 
En casa también me ocurre. Enciendo el ordenador y al ver esas pantallas repletas de misteriosos códigos no puedo evitar preguntarme en qué estado de desarrollo tecnológico se encontraría la humanidad si todo dependiera de gente como yo, una mezcla de escriba, leguleyo y artista. ¿Escribiríamos todavía con plumas de ave? No me veo con fuerzas intelectuales para inventar la televisión o el motor de explosión, y con la rueda tengo serias dudas. Sí, soy consciente de que el saber humano es el resultado de la acumulación del conocimiento de miles de generaciones pero qué quieren que les diga, en estos tiempos es difícil no pensar que los de Letras nos hemos quedado atrás y que los de Ciencias amenazan con no dejar de innovar nunca, en informática, robótica, medicina o física de partículas. 
¿Por qué este creciente desequilibrio? ¿O habría que decir reequilibrio? Porque en tiempos pretéritos la religión, la filosofía, la política y el derecho, las ciencias sociales en definitiva, eran las reinas del saber. Las otras ciencias, las naturales o las matemáticas, estaban sometidas a las primeras, y en cierta medida, frenadas por ellas. Una vez que lograron liberarse, subidas al caballo de la técnica, empezaron a ganar velocidad hasta llegar a la brutal aceleración de hoy, cuando las humanidades parecen no poder seguir el ritmo. Los artistas, los filósofos y los políticos estamos en crisis. ¿No tienen la sensación de que sería más eficiente que nos gobernara el jefe de planta de General Motors que un licenciado en humanidades? El problema sería que ese ingeniero competentísimo dimitiría al poco tiempo al comprobar que en política casi nunca se puede hacer lo que se quiere sino lo que se puede, y que la lista de condicionantes subjetivos fuera de control es tan larga – la opinión pública, los rivales, las ideologías – que estaría deseando volver a la “tranquilidad” de una factoría que produce más de 2.000 coches al día. 
Noto que me estoy viniendo arriba: ¡las humanidades también son necesarias, claro que sí! Aunque su ritmo de evolución sea el de un gasterópodo en comparación con la liebre de la tecnología, la sociedad moderna siempre necesitará de las ideas, la abstracción, el arte y las componendas de la política. Lo que no nos podemos permitir, hombres y mujeres de Letras, es dejar de pensar. Debemos tomar nota del dinamismo de nuestros hermanos de ciencias, de los cerebritos que solo piensan en I+D. Porque no está todo dicho en política, en filosofía, en la forma de afrontar la vida o arreglar el mundo. Todavía hay grandes contribuciones que hacer. Quizá así algún día podamos decir: “¡Cuánta gente lista hay en humanidades! El mundo no sería posible sin ellos”.  

domingo, 10 de junio de 2018

RAMIRO (20/05/2018)

Si la historia de Ramiro II el Monje hubiese llegado a oídos de Shakespeare, quizá su nombre daría hoy título a alguna obra señera del teatro inglés. Pero no era fácil. Ramiro fue rey de Aragón, un pequeño territorio casi pirenaico, en un pasado remotísimo; el rey monje era un personaje tan antiguo para Shakespeare como el dramaturgo inglés lo es para nosotros. Pero incluso hoy, la historia de Ramiro es tan apasionante que daría para una buena novela de intriga política o para una serie de Netflix. 
Como en otros casos de personajes que han hecho historia, Ramiro no estaba destinado a grandes empresas. Era el hijo menor del rey Sancho Ramírez y de su segunda esposa, Felicia de Roucy, y el cuarto en el orden sucesorio al trono aragonés. Siendo muy joven, Ramiro ingresó en la vida religiosa y a Dios quería encomendar el resto de sus días cuando el destino llamó a su puerta con un brusco cambio de planes. Al primogénito, Pedro I de Aragón, le había sucedido Alfonso I El Batallador, que a su vez murió tras una escaramuza con los moros de Fraga en 1134 sin dejar descendencia. Lo que sí dejó fue un testamento endemoniadamente confuso en el que legaba el reino a las órdenes militares. Como era de esperar, a los nobles aragoneses y navarros – en aquel tiempo, el rey aragonés lo era también de Pamplona – aquel testamento les pareció una broma de mal gusto y se dispusieron a deshacerlo. El siguiente en el orden sucesorio era Ramiro, un monje ya entrado en años (48), encorvado de tanto inclinarse sobre los libros de su querido monasterio de San Pedro el Viejo de Huesca, y que, lógicamente, ni tenía descendencia ni proyectos de concebirla, lo que planteaba un problema adicional sobre la continuidad del linaje real. A grandes males, grandes remedios. Ramiro colgó los hábitos, fue proclamado rey, y se hizo venir de Aquitania a Inés de Poitou, una viuda que ya había demostrado en un matrimonio anterior sus dotes fecundadoras, para que casara con ella. 9 meses después, puntual como un reloj, nació Petronila y Ramiro maldijo su suerte. Abandonar el sosiego de la vida monacal para casarse con una desconocida y acabar teniendo una niña - lo que no resolvía completamente el problema sucesorio - quizá le llevó a pensar que la providencia le estaba exigiendo demasiado. A los más románticos les gustaría imaginar que de aquel matrimonio de conveniencia surgió el amor, pero a tenor de los hechos posteriores no parece probable: tras el nacimiento de Petronila, Inés de Poitou se fue por donde había venido y Ramiro se dispuso a regresar a la vida monástica. 
Sin embargo, antes debía dejar el reino bien atado. Apaciguó a los nobles más levantiscos en un sangriento episodio que dio origen a la leyenda de la campana de Huesca, y que fue un golpe en la mesa lo suficientemente fuerte como para que rodaran unas cuantas cabezas y que nadie volviera a discutir su mando. Y sobre todo, en una jugada maestra, aseguró la continuidad del linaje aragonés uniendo los destinos del reino con el poderoso vecino del condado de Barcelona. Su hija Petronila casaría con Ramón Berenguer IV y el fruto de esa unión, Alfonso, sería rey de Aragón y conde de Barcelona. Cataluña y Aragón compartirían el mismo soberano, algo que, pese a quien pese, se ha mantenido hasta hoy. Alfonso nació en Huesca en 1157, a escasos metros del monasterio de San Pedro El Viejo, donde su abuelo apuraba sus últimos días en este mundo. Solo 5 meses después, aliviado al ver aclarado por fin el futuro del reino, Ramiro expiró.

ELOGIO DEL TURISTA (13/05/2018)

Hubo un tiempo en que a los turistas les llamaban viajeros. Solían ser gente refinada y de posibles, escribían bellas crónicas de paisajes que casi nadie había visto y fotografiaban al personal que invariablemente calzaba alpargatas y vestía traje regional todos los días. Los paisanos miraban a la cámara con una hondura tal, que hasta el fotógrafo más torpe era capaz de ejecutar obras maestras. En color sepia, además, que lo perdona todo. 
Un día dejaron de existir esos lugares. La señora del pueblo ya no tan recóndito tenía latas de fabada Litoral en la despensa y había cambiado el traje regional por un chándal. Su mirada ya no tenía esa hondura porque veía la televisión, como nosotros. Los viajeros, antaño exclusivamente franceses, ingleses y alemanes, ahora eran también españoles. Del refinamiento viajero nunca más se supo pero las cámaras hacían cada vez mejores fotografías: era tan fácil que ahora se las llamaba fotos. El alcalde de Benidorm viajó al Pardo para convencer a Franco de que el bikini en sus playas era una buena idea y un tal Manuel Fraga declaró que España era diferente; para demostrarlo se bañó en una playa en Palomares, Almería, donde acababan de caer del cielo cuatro bombas termonucleares de 1,5 megatones cada una. Había nacido el turismo. 
La palabra proviene del francés “tour” - vuelta, giro - pero a pesar de su noble etimología el turismo nació gafado. Ni siquiera convertirse en la primera industria nacional sostenedora de una balanza de pagos crónicamente deficitaria pudo redimirlo. Turismo se convirtió muy pronto en sinónimo de masificación, hormigón y mal gusto, y el paso del tiempo no hizo nada para cambiar esa idea. Cuando se quiere rebajar la importancia, calidad, profundidad intelectual o autenticidad de un establecimiento, comida, bien o servicio, se le añade el adjetivo “turístico” o el todavía más despectivo “para turistas”. Usted lo ha hecho, querido lector, yo lo he hecho y todos lo hemos hecho. Porque aquí nadie quiere ser turista. Turistas siempre son los demás. Cuando nos enteramos de que Barcelona está en pie de guerra porque ya no aguanta a los turistas decimos “ si es que no me extraña… ¿los has visto haciendo cola delante de la Sagrada Familia? ¿Pero qué les dan?”. Si vemos en la televisión que Venecia ha instalado tornos para controlar su entrada, nos echamos las manos a la cabeza y juramos que nos haríamos el harakiri antes de entrar en esa ciudad sagrada como si fuera el Santiago Bernabeu. Sí, porque nos gusta creer que nuestra Venecia es la de Visconti y nuestra Barcelona la de Els Quatre Gats, que para eso hemos estudiado y somos muy leídos. Tururú. 
¡Todos somos turistas, señoras y señores! Nos guste o no. Y si el mundo se ve acosado por la masificación y la fealdad, lacras mayores de la época que nos ha tocado vivir, la culpa no la tiene el turista. Desde luego no la tengo yo. La semana pasada visité una ciudad castellana de cuyo nombre no quiero acordarme y fui víctima de la picaresca más vergonzante por parte de los hosteleros del lugar: en la mayoría de los establecimientos se nos añadió a la factura vinos, desayunos y raciones de jamón que no habíamos consumido. Ya saben ese viejo dicho, “y si cuela, cuela”. ¡Y eso que éramos españoles que comprendíamos el idioma! No quiero ni pensar lo que harían con todos esos japoneses y americanos que nos rodeaban. Un respeto, por Dios. El turista tendría que ser mimado en este país como en ningún otro. Regulen, pero no roben. Que nos cargamos el invento.