domingo, 24 de septiembre de 2017

ABSTENERSE ABURRIDOS (24/09/2017)

Era un semáforo en rojo. Un semáforo redundante, un poco absurdo, pero un semáforo a fin de cuentas. Hasta mi hijo de tres años sabe interpretar ese código universal de colores que regula el tráfico. Yo, desde luego, también lo sabía, pero eso no impidió que cuando el coche que tenía al lado comenzó a avanzar lentamente, trasgrediendo la orden de esperar el cambio de color, yo hiciera lo mismo. La gran diferencia es que aquel infractor viajaba solo; junto a mí, yo tenía al profesor de la autoescuela moviendo la cabeza con incredulidad por lo que acababa de presenciar, a un examinador de la dirección general de tráfico con cara de póker, y a otro alumno a la espera de su turno de examen que meditaba en silencio sobre mi metedura de pata y sus posibilidades de éxito. En aquel momento, nadie dijo una palabra, pero era evidente que acababa de suspender mi primer examen práctico del carnet de conducir. 
¡Saltarme un semáforo en rojo! ¿En qué demonios estaba pensando? Es obvio que el coche que me precedió influyó decisivamente en mi conducta infractora. De alguna forma, sentí que estaba haciendo algo mal si no me comportaba como los demás conductores. Me sentía tan inseguro como conductor inexperto y como examinando acogotado, que sospecho que me habría tirado por un barranco si el otro también lo hubiera hecho. Lógicamente, hoy no me reconozco en ese conductor. Tampoco en otros “conductores” que también he sido en el pasado; como saben muy bien las compañías de seguros, a lo largo de la vida, la actitud de un conductor cambia. La juventud va asociada a la velocidad, al exhibicionismo y a una mayor imprudencia. La madurez personal – cuando llega, si es que llega – suele venir acompañada de una conducción más responsable. Este es el esquema general y creo que en mi caso se cumplió: en mi juventud rebasaba casi siempre los límites de velocidad y en la actualidad cumplo el código de circulación a rajatabla. ¿Por qué? Yo me consideraba un joven bastante sensato pero sospecho que, como me ocurrió en aquel maldito examen de conducir, me influía el entorno; de una forma más sutil quizás, pero en el fondo yo hacía lo que creía que se esperaba de mí en aquel momento, con aquel coche, en aquellas carreteras. 
En 1989, España alcanzó la cifra máxima de víctimas mortales en accidentes de tráfico: 5.940. La sociedad tomó conciencia de la tragedia, las carreteras mejoraron y la cifra bajó a 4.000 en pocos años. En 2005 se puso en marcha el carnet por puntos y pronto se demostró la medida más efectiva de la historia: en 2013 hubo 1.130 muertos en las carreteras españolas. La cifra ha repuntado ligeramente en los últimos tiempos y todo parece indicar que el efecto disuasor del carnet por puntos ha disminuido. Personalmente, creo que los conductores vuelven a pisar el acelerador como lo hacían antaño y a los medios de comunicación ha regresado una actitud de complicidad hacia la violación de los límites de velocidad. ¿Habrá que volver a las sanciones? Creo que la tercera revolución que haga descender todavía más el número de víctimas no vendrá por ahí. Creo que consistirá en hacer entender al ciudadano la razones psicológicas de su forma de conducir. La inmadurez que refleja la conducción temeraria. El infantilismo del que juega con su vida y la de los otros. La manipulación psicológica de alguna publicidad. Estos días, una marca alemana de coches de gran cilindrada y espíritu deportivo anuncia su último modelo con estas demoledoras palabras: abstenerse aburridos.    

LEALTAD (17/09/2017)

Como palabra, no está de moda. Como concepto, creo que tampoco. Esto no significa que la lealtad no exista, al contrario; por suerte, todos estamos rodeados de personas leales y todos practicamos la lealtad hacia algo o hacia alguien porque sin esta virtud las sociedades, sencillamente, no podrían sobrevivir. El problema de la lealtad es que como nadie la nombra, corre el peligro de ser pasada por alto, de ser minusvalorada frente a otras virtudes menos problemáticas. Por ejemplo, nadie tendría inconveniente en afirmar en una entrevista de trabajo que es una persona ordenada y puntual – dos virtudes magníficas que cualquier empresario valorará positivamente – pero muy pocos se atreverían a decir que el rasgo más sobresaliente de su personalidad es la lealtad hacia las causas, los valores y las personas en las que cree, a pesar de que se trata de una virtud “superior”, de las que informan a todas las demás. ¿Por qué? Porque la lealtad tienen un componente moral, y en los tiempos que corren, cuando la religión ha dejado de ser el gendarme moral de la sociedad para convertirse en la opción personal de cada individuo – qué gran avance, por Dios –, cualquier cosa que suene a principios o valores superiores es mirado con suspicacia. Muy pocos se atreven a hablar de conceptos como el “honor”, que está muy relacionado con la lealtad, y los que lo hacen se arriesgan a ser tachados de reaccionarios o algo peor. 
Pero la condición humana no puede engañarse a sí misma. La lealtad forma parte de nuestro ADN. Somos animales sociales y sentimentales, y hasta los individuos más despiadados – mafiosos o criminales de guerra – necesitan tener un código de pertenencia a algo superior. Alguien dirá que la lealtad no es una virtud en sí misma, y que siempre dependerá de la bondad de la causa a la que se aplique. Es decir, la lealtad de Joseph Goebbels hacia Adolf Hitler, que le llevó a envenenar a sus seis hijos en el bunker berlinés donde agonizaba el régimen político más diabólico de la historia, jamás podría ser considerada una conducta virtuosa. Cierto. Lo que ocurre es que Goebbels no practicaba la lealtad sino el fanatismo, la renuncia absoluta a su propio yo para entregarse por completo a una ideología y a una persona que, como ocurre siempre en estos casos de obediencia ciega, pertenecen al lado más oscuro del ser humano. No, la persona que practica la lealtad nunca pierde su individualidad. En el momento en que la causa que un día se defendió deja de ser digna de ese apoyo, la lealtad se retira. Eso es lo que hace una persona de honor. 
Hace ya tiempo que los separatistas de Cataluña dejaron de ser leales a España. Al estado español, como les gusta tanto decir, pero también – y esto se olvida constantemente – a todos los españoles que compartimos tanto con ellos. La ideología política independentista es respetable; la insubordinación, el incumplimiento de sentencias judiciales, el hostigamiento cultural y la manipulación sistemática de la historia lo son mucho menos. ¿Puede existir la primera sin todos los demás? Siempre había pensado que sí, pero ahora me entran dudas. El nacionalismo del siglo XXI es igual de feo que el de las centurias anteriores y se alimenta de las mismas ideas que sus predecesores: sentimiento de superioridad sobre los pueblos vecinos, victimismo exacerbado, exaltación de lo nacional, real o inventado. El único consuelo lo da pensar que el nacionalismo acabó siempre derrotado. ¿Por qué pensarán que su caso es diferente a los demás?

UNA CARTA PARA USTED (10/09/2017)

En mis años juveniles, cuando estaba convencido de tener la solución a un grave problema político que aquejaba a nuestra amada nación, me daba por escribir cartas a ministros y presidentes de gobierno. Cartas de las de antes, mecanografiadas y con todos sus atributos, que casi nunca recibían respuesta. Debo confesar que semejante exhibición de ingenuidad me avergüenza hoy un poco, pero puedo vivir con ello. En el fondo, esa aspiración a la cercanía con el gobernante me parece muy civilizada y sigo creyendo en ella. Eso sí, nada de círculos o asambleas; si pudiera, preferiría practicar esa costumbre anglosajona del “tête à tête” con el diputado de mi distrito. 
Sospecho que no estoy del todo curado de esta manía epistolar. En cierta manera, el artículo que les endoso aquí cada domingo es una terapia, pero soy consciente de que en cualquier momento podría recaer. Ya me ocurrió antes. En 2010, sin ir más lejos, sumido en un ataque de azañismo agudo – cautivado por la figura y la obra de Manuel Azaña, último presidente de la Segunda República Española - no tuve mejor ocurrencia que escribir al alcalde de Zaragoza proponiéndole el nombre del político alcalaíno para alguna de las calles que por entonces se estaban renombrando en la capital aragonesa. Aquella vez fui todavía más lejos: junto a la carta, incluí como regalo un ejemplar del libro “Causas de la guerra de España” - colección de artículos que escribió Manuel Azaña en 1940 para la prensa extranjera de la época tratando de explicar al mundo por qué los españoles nos habíamos matado con tanta saña – pero no tuve más suerte: Juan Alberto Belloch, alcalde de Zaragoza a la sazón, tampoco me contestó. Acostumbrado como estaba a esa especie de silencio administrativo y consciente de que el alcalde de la quinta ciudad de España era un hombre bastante ocupado, la falta de respuesta ni me traumatizó ni me empujó a tallar un barbado muñequito vudú al que coser a alfilerazos. Mi azañismo se templó y me olvidé del asunto de las calles. 
Y el 27 de marzo de 2015 llegó la sorpresa. Tres meses antes de dejar la alcaldía, Belloch decidía que el paseo de los Plátanos del Parque Grande José Antonio Labordeta de Zaragoza pasaba a llamarse... ¡Paseo de Manuel Azaña! Ya sé lo que están pensando. Que cinco años después de mi petición no parece razonable pensar que esta pudo influir en el cambio de nombre. ¡Déjenme con la ilusión, por Dios! Después de todo, creo que fue una de las primeras calles dedicadas a Azaña en todo Aragón. Que yo sepa, hay otra en Biescas y un centro de día en Monzón. Señor Belloch: solo usted puede sacarnos de dudas; hágalo, por favor, porque eso daría pie a otro artículo azañista y se me han quedado demasiadas cosas en el tintero. En realidad yo quería escribir de Manuel Azaña, de por qué debería ser una de las figuras más reconocidas de nuestra historia y - lo que es todavía más revelador - de por qué no lo es. El problema es que los escritores no siempre logramos controlar nuestras propias creaciones, sobre todo cuando se cruza de por medio la persistente manía de contar nuestra propia vida. Ya les adelanto que soy un azañista poco convencional. Tengo el convencimiento de que si don Manuel se levantara hoy de su tumba de Montauban estaría mucho más preocupado por el problema catalán – que él encauzó como ningún otro en su momento – que por el regreso de la monarquía. Me voy a pasear a cierta calle del Parque Grande. A lo mejor me inspiro y le escribo una carta al mismísimo Puigdemont. 

domingo, 3 de septiembre de 2017

YO QUERÍA TENER UN GRUPO (03/09/2017)

Un grupo de música, se entiende, porque cuando yo era adolescente la palabra grupo solo podía significar una cosa: juntar a cuatro amigos y repartirse los instrumentos clásicos del pop-rock – guitarra, bajo y batería – según las habilidades de cada cual; al que no sabía tocar nada pero le sobraba entusiasmo se le adjudicaba la voz cantante. En aquella lejana década de los ochenta supongo que los chavales también querían ser futbolistas, pero de lo que sí estoy seguro es que muchos querían ser estrellas del rock. No es casualidad que en ese compost de sueños juveniles naciera la mejor generación de músicos “populares” de toda nuestra historia.
Mucha pasión y pocos medios. Sobre el origen de esa pasión se podrían escribir largos ensayos sociológicos, pero la falta de medios era una realidad muy fácil de explicar: imaginen una renta per cápita reducida a la mitad de la actual y una tasa de natalidad disparada en las décadas anteriores, y lo que queda es una población adolescente numerosísima con mucho tiempo libre y poco dinero en el bolsillo. ¿Cómo se entiende entonces semejante eclosión de grupos en una época de tantas carencias? Regresemos a la pasión, porque esta suele explicarlo todo. En primer lugar, la sociedad vivía una época de libertad política. No es que la hubiera recuperado; simplemente, la grandísima mayoría de los españoles jamás la había conocido. La libertad, por tanto, era un concepto idealizado al que había que dar contenido rápidamente, en lo político, en lo sexual y en lo cultural. Sin distracciones tecnológicas como las actuales, los adolescentes españoles se volcaron en la música como no pudieron hacerlo en la década de los 60, asfixiados por la camisa de fuerza del franquismo. Y de aquella exuberancia pop surgió todo: engendros musicales que escuchados hoy despiertan una mezcla de ternura y vergüenza ajena, y grupos míticos que ya forman parte de la historia.
El proceso de decantación de los mejores puede parecer sencillo pero a veces no lo fue tanto. En aquellos años conocí músicos de gran talento que llegaron a lo más alto y otros que, en cambio, se quedaron en el camino. Por las aulas de mi colegio pasaron algunos de los músicos más emblemáticos de esta tierra, como Enrique Bunbury y Juan Aguirre. El caso de Bunbury, visto con la perspectiva de los años, no puede ser más revelador. La primera vez que oí hablar de Quique Ortiz, que por ese nombre se le conocía entonces, fue en vísperas de un festival de navidad que organizaba el colegio de los Marianistas. Corrió la voz de que aquel año tocaría por primera vez un grupo de rock, y que el batería de dicho grupo era muy bueno. Llegado el momento de la actuación apareció Quique Ortiz y empezó a aporrear la batería con una convicción que dejó a todo el mundo boquiabierto. Convicción, esa es la palabra que lo resume todo. Por encima del talento, que además lo tenía en abundancia, lo que diferenciaba al futuro Bunbury de todos los demás era su personalidad, su ambición, su convencimiento de que tenía algo que decir y de que acabaría siendo músico profesional a cualquier precio.
Yo quería tener un grupo y lo tuve. Por si todavía no lo han adivinado yo era el de la voz cantante. Solo tocamos una vez, durante una fiesta parroquial, y juro que cuando se acabaron las bandejas de comida el público nos abandonó y acabamos tocando absolutamente solos. El talento era mediano, los medios escasos y de convencimiento tampoco andábamos sobrados. Qué importa. Les juro que mereció la pena.