domingo, 8 de julio de 2018

LO DIJO KANT (08/07/2018)

Königsberg fue fundada por los míticos caballeros cruzados de la Orden Teutónica, perteneció al reino de Prusia y sucesivamente formó parte del imperio alemán, la república de Weimar y el III Reich de los infaustos nazis. Tras la segunda guerra mundial, devastada por los bombardeos aliados, pasó a manos de los soviéticos que expulsaron a los alemanes supervivientes y los sustituyeron por población rusa. Para que la extirpación del germanismo fuera completa le cambiaron el nombre: desde 1946, Königsberg pasó a llamarse Kaliningrado en homenaje al bolchevique Mikhail Kalinin, denominación que conservó tras la caída de la Unión Soviética en 1991. 
El colapso convirtió al territorio en un enclave de la federación rusa a 600 kilómetros de su frontera más próxima y rodeado por dos países pertenecientes hoy a la Unión Europea y a la OTAN: Lituania y Polonia. Si durante la Guerra Fría, su condición de puerto soviético en el mar Báltico que no se helaba durante el invierno convirtió a Kaliningrado en sede principal de su flota en la región, su actual status de enclave incrustado en territorio “enemigo” no ha rebajado la fuerte presencia militar. Para Vladimir Putin, el autocrático presidente ruso, alumno aventajado de los métodos del KGB, el territorio tiene una importancia estratégica máxima. Para espanto de los aliados occidentales, a principios de año se desplegaron allí los nuevos misiles Iskander de corto alcance, con capacidad para albergar armamento nuclear. 
La lectura política es imprescindible para interpretar la designación de Kaliningrado como una de las sedes del Campeonato Mundial de Fútbol que se juega estos días en Rusia. Como una forma de marcar territorio. Putin ha construido para la ocasión el Arena Baltika, un estadio ultramoderno con capacidad para 35.000 espectadores que ha costado 300 millones de dólares. No está muy claro cuál será su destino una vez terminada la Copa del Mundo, ya que el equipo local, el F.C. Baltika, cuenta con una afición que no supera los 4.000 socios. 
A pesar del inquietante parecido que tiene todo esto con una nueva guerra fría, Kaliningrado/Königsberg también es célebre en el mundo entero por una circunstancia mucho más alegre y esperanzadora: en su capital nació, vivió y murió – dice la leyenda que jamás pernoctó a más de 150 kilómetros de distancia de ella – el filósofo Immanuel Kant (1724-1804). Figura imprescindible de la filosofía moderna, Kant fue uno de los precursores del concepto de la “Paz perpetua”, que según él se alcanzaría gracias a la democracia universal y la cooperación internacional. ¡Qué grandes lecciones podría dar todavía el filósofo a más de un estadista con trasnochados delirios de grandeza! A pesar de que Kaliningrado vive hoy de espaldas a los postulados pacifistas e internacionalistas de Kant, la ciudad todavía presume de la huella que dejó el filósofo, empezando por su tumba en la catedral, que ha sido recuperada tras décadas de abandono bajo el yugo soviético. En uno de los muros del edificio reza una de sus citas más célebres: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, que aumentan cuanto más reflexiono sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral que hay en mí.” Cuando leo estas palabras, los doscientos catorce años que nos separan se convierten en un latido y siento a Kant tan cerca de mí como si fuera un vecino de escalera. Me resultaría difícil encontrar una cita mejor para resumir mi forma de entender el mundo. Y para escribir la perfecta despedida.  

viernes, 6 de julio de 2018

BUSCANDO A DJENEBA (01/07/2018)

No sé si sabes, querido lector, que tu posición respecto a mí, humilde articulista, tiene algo de omnisciente, como de un ser superior. Porque en el momento en que llegan a ti mis ocurrencias, sabes muchas más cosas que yo cuando las escribí. Por ejemplo, puede ocurrir que yo anime al presidente Rajoy desde esta tribuna a hacerse más visible en la política nacional, y que cuando tú me leas, el expresidente Rajoy ya haya firmado una docena de escrituras en el registro de Santa Pola, Alicante. Son los gajes del bello oficio de la prensa escrita. 
Hoy domingo, la suerte de mi película “Buscando a Djeneba”, nominada a mejor documental en los Premios Simón del cine aragonés, estará echada. Ayer sábado, en el Auditorio de Zaragoza, alguien abrió un sobre y dijo la consabida frase: “Y el ganador es…” ¿Me levanté con una sonrisa mientras las cámaras me apuntaban o me quedé en la butaca poniendo cara de circunstancias e intentando convencer a mi corazón de que ya no tenía sentido batir a ciento veinte pulsaciones por minuto? No puedo saberlo. Tú sí, querido lector. Humedece las yemas de tus dedos, pasa las páginas y detente en la sección cultural, donde los Premios Simón serán noticia destacada. Ante la contingencia de que mi película no haya sido la elegida – estadísticamente, algo muy probable – y de que como perdedora haya comenzado a descender a la profunda sima del olvido, déjame contarte algo sobre “Buscando a Djeneba” que espero despierte tu interés. 
Imagina por un momento que unos extranjeros venidos de una cultura muy lejana llegan a tu pueblo y se entusiasman con su paisaje, el exotismo de sus gentes y la belleza de sus edificios. Lo fotografían todo con sus cámaras, presos de un inexplicable frenesí. Tú, por hospitalidad, les dejas subir a la terraza de tu casa porque desde allí tendrán bonitas vistas de la “catedral”. Por alguna extraña razón que no acabas de entender, se entusiasman también contigo e insisten en filmarte una pequeña entrevista en la que te preguntan sobre tu vida, milagros y sueños de futuro. Pues bien, ese grupo de extranjeros regresa a su lejano país y, sin que tú lo sepas, realizan un cortometraje documental que titulan con tu nombre – ponga aquí cada uno el suyo, Francisco, Isabel, Alberto… - y que está casi exclusivamente centrado en la entrevista que te hicieron. Para más inri, el documental ganará un premio bastante importante, en prestigio y en cantidad económica, del que tú tampoco llegarás a saber nada. ¿Cómo te quedas? 
Siento cierto apuro al confesar que aquel extranjero era yo, la joven exótica a la que entrevisté en un recóndito pueblo de Mali se llamaba Djeneba, era albina – motivo por el cual llamó nuestra atención – y tenía 17 años a la sazón. Ni siquiera escribí correctamente su nombre; titulé la película “Djenneba”, con doble n, pero eso no me impidió ganar el premio al mejor corto documental del festival Notodofilmfest en 2009, seis años después de nuestro fugaz encuentro. Tardé otro buen puñado de años en convencerme de lo impresentable de mi actitud y de que debía hacer algo para arreglar las cosas. Así de irrespetuosos podemos llegar a ser los del norte cuando tratamos con gentes del sur. El documental “Buscando a Djeneba” narra la historia de mi regreso a Mali para reencontrarme con esa joven albina y dar las oportunas explicaciones. 
¿He ganado el premio Simón? Dios, me come la impaciencia, no sabes cómo te envidio, lector. Ahora me perdonarás, pero voy a dejarte. Tengo que preparar un discurso…