Lo define el diccionario como “tendencia a someter a
revisión doctrinas, interpretaciones o prácticas establecidas, con la intención
de actualizarlas”. Aplicado a la historia, sin embargo, el término ha
evolucionado hacia un sentido más peyorativo: revisionismo histórico equivale hoy
a negacionismo, es decir, a aquellas corrientes empeñadas en negar acontecimientos
históricos violentos, y tras las que suelen ocultarse ideologías políticas
extremas en busca de legitimidad.
Algunos revisionismos son delirantes y peligrosos, como el
que niega el holocausto perpetrado por los nazis; otros son más sutiles, como
el que surgió en España de la mano de autores como Pío Moa, que aspiraban a una
redistribución de responsabilidades sobre el origen de guerra civil. Trece años
después de la publicación de su obra más conocida, “Los mitos de la guerra
civil”, hay que concluir que ese intento revisionista ha fracasado; en la
historia académica y socialmente aceptada, todo comenzó con el alzamiento de un
grupo de generales españoles el 18 de julio de 1936.
Se califique de revisionismo o no, a la historia se vuelve,
una y otra vez. Las reinterpretaciones sobre acontecimientos históricos pueden
comenzar muy pronto, incluso cuando todavía viven los personajes que los
protagonizaron; basta con que hayan cambiado las circunstancias políticas, el
clima emocional, o que empiecen a tener voz las nuevas generaciones que no los
vivieron directamente. Todos estos elementos se dan en el caso de los GAL,
grupo armado que actuó contra ETA durante los años 80 con el apoyo del
ministerio del interior de la época, que en los últimos tiempos ha regresado a
la actualidad política para incomodidad de la mayoría.
Primero fue el líder de Podemos, Pablo Iglesias, el que
acusó a Felipe González “de tener el pasado manchado de cal viva”, en clara
alusión a su posible implicación en los asesinatos de los GAL. Hace unos días,
volvió a reaparecer el mismo fantasma del pasado, con motivo de un acto en la
Universidad Autónoma de Madrid en el que iba a participar el expresidente
González. Como saben los lectores, el acto no se celebró. Un grupo de jóvenes,
en una pervertida interpretación de la democracia y el ejercicio de las
libertades, lo impidió por la fuerza. Preguntados algunos de ellos sobre las
razones de aquella exhibición de intolerancia, contestaban con un desparpajo
notable: un expresidente del gobierno manchado por el terrorismo de estado, no
es bienvenido en la universidad. El que así hablaba, por su misma juventud, no
pudo conocer los llamados años de plomo, cuando la banda terrorista ETA
asesinaba con una frecuencia escalofriante. No sintió la desesperación y el
horror que sí experimentamos los ciudadanos que veíamos los cadáveres mutilados
de sus víctimas, hombres, mujeres y niños, en el telediario, cada día, durante
años. ¿Le inhabilita esa ignorancia para opinar? En absoluto. Es posible,
incluso, que nuestros criterios coincidan en parte: siempre he pensado que el
contra-terrorismo apoyado por el Estado fue un error estratégico gravísimo,
porque regaló argumentos a los asesinos que carecían totalmente de ellos.
Pero sí, al menos, ese desconocimiento debería inspirar a
estos cachorros de la nueva izquierda una mínima dosis de prudencia y humildad.
La suficiente como para no atentar contra la libertad de expresión de nadie. La
que les aconsejaría escuchar a alguien como Felipe González Márquez, figura
histórica de este país, cuyos servicios a España merecen mucho más respeto.