lunes, 18 de diciembre de 2017

DIME LA VERDAD (17/12/2017)

Son la sensación del momento. Altos, guapos, ricos y famosos. Si les digo que fueron deportistas olímpicos van a pensar que les hablo de un Urdangarín redivivo y por duplicado, pero no, los gemelos Tyler y Cameron Winklevoss alcanzaron la fama por motivos muy diferentes a los de nuestro desgraciado compatriota: en 2004 acusaron a Mark Zuckerberg de haberles robado la idea que dio origen a Facebook y lograron que este les compensara con 65 millones de dólares. La batalla legal fue contada en “La red social”, la estupenda película de David Fincher, y los gemelos Winklevoss se convirtieron en personajes legendarios antes de cumplir los treinta años. 
Muchos se habrían conformado con llevar una vida confortable y alejada de los focos, pero no así los Winklevoss. Debieron pensar que la providencia no les había regalado 196 centímetros de altura, mandíbulas de estatua griega y matas de pelo frondoso para quedarse en casa. No contentos con haber estado en el ojo del huracán del nacimiento de Facebook, un fenómeno social de proporciones planetarias, se empeñaron en ser protagonistas de otro acontecimiento que está condenado a pasar a la historia: el desarrollo de Bitcoin, la moneda virtual que hoy hace furor en los mercados financieros de todo el mundo. 
El dinero es, por definición, un concepto virtual, una convención por la que concedemos valor a un elegante trozo de papel y hacemos de esa suposición la base de todos nuestros intercambios económicos. Sin embargo, el Bitcoin significa ir un paso más allá. El valor de este dinero lo sostiene únicamente la comunidad de inversores, sin ningún control de una autoridad estatal o internacional. Estarán conmigo en que todo este asunto tiene un parecido asombroso a todos los cracks bursátiles que en el mundo han sido, pero eso no parece desanimar a los que ahora compran Bitcoins como si no hubiera un mañana. Los Winklevoss lo hicieron a precio de saldo. Cuando pare la música - que es lo único seguro que pasará con este negocio - apuesto a que no serán de los que se queden sin silla, o con el culo al aire, por decirlo más gráficamente. Los que acaben perdiendo hasta la camisa tendrán menos pelo y más papada, y en el peor de los casos acabarán surcando el cielo de Manhattan en el colmo de la desesperación. 
Esta semana, al calor del asunto de los Bitcoins, la BBC emitió un programa de radio especial dedicado a los gemelos de moda. El padre de las criaturas, matemático y hombre de inteligencia preclara, reflexionaba con brillantez sobre el secreto del éxito de sus hijos. Para él, Tyler y Cameron forman un equipo competitivo porque cada uno proporciona al otro la cuota de verdad constructiva que se necesita en la vida para tomar las decisiones correctas. En los negocios, en la vida personal o como remeros olímpicos. Los padres suelen ser los encargados de cumplir con esa misión, pero mientras es más que probable que un hijo acabe rebelándose contra su padre, un gemelo rara vez lo hará contra su hermano. 
Y es que la Verdad es la mercancía más valiosa que existe. Ante ella, que se quiten los Bitcoins o los lingotes de oro. Admito que también tiene algo de virtual y que es difícil hallarla libre de prejuicios, miedos y otras impurezas, pero cuando uno se la encuentra no hay experiencia en la vida más dolorosa, educativa o reveladora. Los Winklevoss se dicen la verdad el uno al otro, cada día, y tengo la intuición de que no se cobran nada por ello. Cómo no van a tener éxito. Lo contrario hubiera sido incomprensible.


LA REVOLUCIÓN QUE NUNCA LLEGÓ (10/12/2017)

No lo dicen públicamente pero tienen que estar decepcionados. Los consellers del gobierno catalán abandonan la cárcel con paso acelerado – no vaya a ser que a última hora cambien de opinión – y saludan a sus partidarios sin mucho entusiasmo. ¿Esperaban más de ellos? A juzgar por documentos como “Enfocats”, la famosa hoja de ruta que elaboraron los cerebros del procés para garantizar el éxito de la secesión y que fue incautada por las fuerzas de seguridad, es evidente que sí. Era necesaria una gran determinación para lograr los objetivos – se decía en el documento – pero, sobre todo, esa determinación tenía que ser compartida por la ciudadanía, que debía implicarse de forma activa “incrementando el nivel de conflictividad según fuera la respuesta del Estado”. Aunque la palabra no llegue nunca a emplearse, debajo de la hojarasca retórica apenas se esconde un anhelo tan viejo como el mar Mediterráneo: la revolución. 
El diccionario la define como “cambio violento y radical en las instituciones políticas de una sociedad”, pero quizá se eche en falta alguna alusión al “pueblo”. Porque las revoluciones se preparan en los despachos por una minoría de individuos, pero es el pueblo el que las hace triunfar o fracasar, en la calle. Los presuntos rebeldes creían conocer muy bien a ese pueblo catalán del que esperaban tanto. Lo habían categorizado según su ideología en una escala que iba desde los “convencidos del no” hasta los “convençuts hiperventilats” (convencidos hiperventilados), pasando por los “convencidos históricos”, los “convencidos recientes pero débiles” y los “indecisos”. Hay que reconocer que lo de la hiperventilación no carece de gracia, si es que un asunto tan serio pudiera llegar a tener alguna. El problema es que cualquier intento de predecir el comportamiento de un pueblo está condenado a equivocarse. Lo que ocurrió el día 27 de octubre, contra el pronóstico de los conspiradores del “Enfocats”, es que tras la esperpéntica y dubitativa declaración unilateral de independencia, el pueblo catalán se fue a su casa. A hacer la cena, a ver Netflix, a hacer sus cosas. La desobediencia civil, la “conflictividad” de la que hablaba eufemísticamente la hoja de ruta, la dejaron para otro día. Mariano Rajoy, que hasta ese día era la encarnación misma de la debilidad, cesó al Govern, disolvió el Parlament y convocó elecciones en aplicación del artículo 155 de la Constitución. Por su parte, los jueces empezaron a hacer su trabajo, concienzuda y minuciosamente, y los consellers a huir al extranjero o a ingresar en prisión, según los casos. Y no pasó nada. El estado español mostró músculo y el estat català, molla. Los independentistas – hiperventilados incluidos – hicieron huelga, protestaron, sacaron lazos amarillos a la calle pidiendo la libertad de sus líderes, pero una vez acabada la jornada reivindicativa se fueron a su casa. A hacer la cena, a ver Netflix, a hacer sus cosas. 
En el clamoroso silencio de su celda, más de un conseller habrá tratado de disculpar a su pueblo: “¡con este frío es imposible hacer una república, collons!” No les falta razón; puestos a elegir una fecha revolucionaria, la próxima vez mejor en primavera o en verano, como los franceses el día de la Bastilla o los españoles en el 31. ¿Y qué me dice de los rusos en el 17, que ahora estamos de centenario? Bueno, los rusos tenían mucha más hambre que los catalanes y, además, acuérdese de Napoleón, Hitler y el “General Invierno”. Está clarísimo. Con el frío, los rusos rinden mucho mejor.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

C + C = F (03/12/2017)

En plena resaca del Black Friday y con la Navidad casi a la vista, cortesía de los grandes almacenes que encienden las bombillas cada año un poco antes, tengo el placer de presentarles la fórmula magistral de mi invención, C + C = F. Admito que su parecido con la nomenclatura de los gases clorofluorocarbonados no es demasiado estética pero, como fórmula, es tan fácil de memorizar que ni el alumno más zángano perdería un minuto en escribirla en la palma de la mano para copiar en el examen. No prolongaré más el misterio, querido lector: Consumo más Creatividad, igual a Felicidad. 
Que nadie se alarme. No tengo intención de caer en lugares comunes sobre los peligros de nuestra civilización consumista y sus excesos. Si me limitara a escribir lo que ya pensaron unos y repitieron otros hasta la saciedad, más me valdría poner a la venta este faro y dedicarme a otra cosa. Para empezar, yo quería que la primera C de mi fórmula respondiese al término "consumismo". El problema es que la mala conciencia de la civilización occidental ha hecho que el diccionario lo defina como "tendencia inmoderada a adquirir, gastar o consumir bienes, no siempre necesarios", y que no exista otro término menos negativo. Irónicamente, en la sociedad humana que más consume de la historia, consumir no está bien visto, por mucho que se trate de una actividad esencial para la supervivencia. Lo contrario del consumo es la anorexia, la inanición, o dicho con esa palabra terrible que ha diezmado poblaciones y quitado el sueño a nuestros semejantes desde la noche de los tiempos, el hambre. La derrota casi definitiva de esta espantosa plaga puede considerarse el triunfo más resonante de nuestra civilización, con mucha diferencia. Lo justo y decente sería compartir esta victoria con cada ser humano sobre la tierra, pero permítanme la frivolidad de pasar de largo por este vergonzoso asunto para regresar a mi fórmula. Lo que intento decir es que no hay nada esencialmente malo en consumir. El problema, si se quiere alcanzar la soñada F, es que el Consumo debe ser complementado con la otra C, la Creatividad, y aquí reside la bendita madre del cordero. 
Se tiende a confundir la creatividad con lo artístico, que es solo una categoría. Por eso muchos ignoran que se puede ser un gran creador sin apuntarse a un curso de acuarela o de escritura creativa. Tal y como yo lo entiendo, crear consiste en cualquier actividad humana única y original, es decir, la que podamos realizar cualquiera de nosotros, seres únicos e irrepetibles en la inmensidad del Cosmos, pero con el requisito esencial de que se proyecte hacia los demás, hacia el prójimo, el que está cerca. Y el que está lejos también. ¡Entonces la vida está llena de posibilidades "creativas"! Por descontado. No estamos aquí para que la Felicidad sea una quimera inalcanzable. Cultivar la amistad, el amor familiar, participar en una buena conversación, son actividades altamente creativas que satisfacen la C mayúscula de nuestra fórmula. Cultivarse a uno mismo con el aprendizaje o la lectura de un buen libro también es creatividad de alto octanaje, porque refuerza los aspectos positivos de nuestra personalidad que acabaremos "volcando" en los demás. Incluso pasar la tarde de compras, buscando "bienes no siempre necesarios" para regalar a los que más queremos, pertenece más a la segunda C que a la primera. Consumamos pues sin temor, pero Creemos y compartamos. No se me ocurre mejor manera de pasar el largo y frío invierno que nos aguarda. Sean Felices.   
 

martes, 28 de noviembre de 2017

LA VENTANA INDISCRETA (26/11/2017)

Si alguien hubiera permanecido dormido durante los últimos diez años, al despertar, aquello que más le llamaría la atención sería, sin duda, ese pequeño artefacto que todos llevamos pegado a la mano. El rectangulito al que no dejamos de mirar, hablar y tocar a cualquier hora del día. Como todo cambio social revolucionario, pese al poquísimo tiempo transcurrido, hoy nos cuesta imaginar la vida sin él. Sí, estoy hablando del teléfono inteligente, artilugio electrónico que ha transformado nuestra forma de comunicarnos, relacionarnos e informarnos. Los aspectos positivos que aporta esta nueva tecnología son muchísimos; estoy convencido de que puede ayudar a hacer de este mundo un lugar más humano y mejor. También encierra peligros, de los que hablamos a menudo en las mismas redes sociales: que la agresividad, las ideologías violentas y la mentira planificada se vean favorecidas por estos canales de comunicación casi ilimitados. Sí, uno de los debates más frecuentes en esta nueva sociedad de redes consiste precisamente en analizarse a sí misma. Lo que es mucho menos frecuente es analizar el impacto que la aparición de los teléfonos móviles y la conectividad cuasi-universal haya podido tener en otras sociedades ajenas y menos favorecidas que la nuestra. Tengo la sospecha de que está siendo profundísimo. Que nada volverá a ser lo mismo, tampoco, para los miles de millones de personas que habitan en sociedades del Tercer Mundo. 
En 2003 viajé a Mali y tuve la oportunidad de visitar zonas remotas del país. El aislamiento en que vivían aquellas gentes era casi absoluto. Diez años después regresé a esas mismas tierras y volví a contactar con algunas de las personas a las que conocí en mi primer viaje. No solo tenían un teléfono inteligente en la mano. Algunos sabían utilizarlo mejor que yo. A mí, en una ciudad como Djenné, rodeado por una cultura y una estética tan exótica, me resultaba imposible acordarme del Real Madrid, por poner un ejemplo. Aquello quedaba a miles de kilómetros de distancia y a unos cuantos años – luz, espiritualmente, de esa bella ciudad de barro rodeada por los brazos del río Bani. Al menos, eso pensaba yo. Cuando ese mismo día, una joven de Djenné me recordó que el Real Madrid jugaba aquella tarde contra el Albacete, y que Cristiano Ronaldo no podría hacerlo porque tenía una lesión en la rodilla, empecé a intuir la magnitud del fenómeno. Comprendí que esa pequeña pantalla es una ventana a nuestro mundo de opulencia a la que se asoman cada día millones de personas. Individuos que pueden encontrar allí entretenimiento, esperanza o una profunda decepción. Nunca en toda la historia de la humanidad la desigualdad ha estado más a la vista de todos los que la soportan. Y la desigualdad no es un espectáculo agradable. A algunos les motiva para mejorar, a muchos les da un motivo para huir, y a otros una razón para odiar. Detrás de algunos de los conflictos geopolíticos más candentes de la actualidad, late un conflicto mucho más íntimo, pero tan viejo como el hombre: el del orgullo herido. 
Pobre smartphone, la culpa que le acabamos de endosar. Los seres humanos somos especialistas en librarnos de nuestra responsabilidad para cargársela a otro. Porque la pantalla no deja de ser una ventana, un hueco a través del cual ver la realidad. Una realidad que todos, aquí y allá, tenemos el deber de transformar. Por compasión, por interés estratégico o, mejor, para cumplir una misión que no deberíamos desdeñar: hacer de este mundo un lugar mejor.

domingo, 19 de noviembre de 2017

LA MILARCA (19/11/2017)

Nuestro taxi recorre las empinadas carreteras de la Sierra Madre, salpicadas de centenares de chalets y urbanizaciones. Jardines bien cuidados, medidas de seguridad por doquier y edificaciones de lujo. Nos encontramos en San Pedro Garza García, localidad de 125.000 habitantes en el área metropolitana de Monterrey, el municipio más seguro y rico de México, y tenemos cita en casa de don Mauricio Fernández, su alcalde. La finca “La Milarca” es un fortín, con numeroso personal de seguridad y coches blindados que nos trasladan hasta la puerta de la residencia, con tiempo insuficiente para encontrar una excusa a nuestro imperdonable retraso. Por si fuera poco, desde el Consulado de España nos han comunicado que el señor Cónsul, sabedor de nuestra visita y buen amigo del alcalde, también estará presente. 
Nos deshacemos en disculpas pero don Mauricio nos ayuda pronto a olvidar nuestra dolorosa impuntualidad. Nuestro anfitrión es hombre afable, cercano, y nos hace sentir como unos amigos venidos de España que hace tiempo que no veía. Gaudencio Villas, el Cónsul General, resulta ser un joven barcelonés en zapatillas deportivas, simpático y distendido, que nos da la bienvenida en nombre de la madre patria. Isabel Soria, escritora, documentalista y mi socia en esta aventura americana, le pone al corriente de nuestro proyecto: estamos realizando un documental para televisión titulado “Los cielos españoles”, que sigue la pista de los techos mudéjares que abandonaron España a principios del siglo XX, comprados por el magnate norteamericano William Randolph Hearst. Un proyecto netamente aragonés, subvencionado por nuestra Dirección General de Cultura y Patrimonio y con el compromiso en ciernes de la televisión autonómica para su futura emisión. Mientras tanto, un servidor, auxiliado por Sergio Sánchez, se dispone a filmar cada rincón de la casa, acompañado por don Mauricio. 
¿Cómo describir “La Milarca”? El japonés Tadao Ando, premio Pritzker de arquitectura, la definió como “el espacio privado más hermoso del mundo”. Un conjunto de edificaciones en barro tradicional que se concibieron en función de los techos que iban a cubrirlas: la majestuosa armadura de 36 metros de largo procedente de la Universidad de Almagro, Ciudad Real; un techo sevillano adornado con bellísima cerámica; otro palentino, con decoración pintada en rojo vivo, y una media naranja que Hearst regaló a su médico asegurándole que procedía de la Alhambra granadina. Pero Don Mauricio es mucho más que un apasionado de los techos mudéjares españoles. En su casa alberga una colección excepcional compuesta por piezas paleontológicas únicas en el mundo, arte precolombino, obras de Frida Kahlo y Diego Rivera, piezas de valor incalculable como la espada que regaló Carlos I a Hernán Cortés, arcos góticos franceses encastrados en los muros… Una lista inacabable de maravillas que hacen que el visitante sea incapaz de cerrar la boca de puro asombro. Una casa que es una obra de arte en sí misma, según la norma más estricta de la exquisitez y el buen gusto. 
Les aseguro que el oficio de producir documentales culturales – y minoritarios, ¡ay! – suele ser muy ingrato. Pero en ocasiones uno tiene la oportunidad de conocer lugares únicos y personajes singulares que te dejan una huella profunda, como “La Milarca” y su creador, el polifacético don Mauricio Fernández Garza. Entonces me digo, “a lo mejor todo esto merece la pena”. Ustedes juzgarán por sí mismos. No pierdan la pista de “Los cielos españoles”.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

HEARST CASTLE (12/11/2017)

Orson Welles tenía la increíble edad de 25 años cuando concibió una de las películas más influyentes de la historia. En 1941, “Ciudadano Kane” supuso una revolución estética, pero el jovencísimo director supo llegar mucho más allá. Aunque el protagonista de la historia, Charles Foster Kane, estaba descaradamente inspirado en el magnate de la prensa William Randolph Hearst, una de las figuras más conocidas de la sociedad norteamericana del momento, Welles rodeó al personaje de un aura de misterio que fue el complemento perfecto al uso de un lenguaje cinematográfico innovador. 
Al conocer el proyecto, Hearst entró en cólera. Hacía falta un valor rayano en la locura para enfadar a uno de los individuos más poderosos del país, y Welles, que tenía entonces una prometedora carrera artística por delante, se la jugó. Lo mismo que George J. Schaefer, que arriesgó la supervivencia de RKO Pictures al enfrentarse al grupo mediático más grande e influyente que quizá haya existido nunca en ningún país del mundo. Pese a todo, Hearst no pudo impedir el estreno de “Ciudadano Kane”. La película fracasó, pero su reestreno en Estados Unidos en 1956 tras la muerte del magnate y la influencia de la crítica francesa hicieron que el prestigio de la obra aumentara año a año, de forma imparable. El crítico Roger Ebert fue tajante: “Está decidido. Ciudadano Kane es, oficialmente, la mejor película de la historia”. 
Para presentar a William Randolph Hearst en Norteamérica, todo este preámbulo cinematográfico hubiera sido innecesario. Mientras que en Europa el ficticio Kane es un referente cultural y Hearst casi un desconocido, en los Estados Unidos el magnate de la prensa continúa siendo un personaje histórico legendario. Acumuló tanto poder que nadie que aspirara a una magistratura importante en su país, incluyendo al mismísimo presidente, podía prescindir del veredicto favorable de sus centenares de periódicos. El legado empresarial de Hearst sigue vivo, cien años después. Tras la crisis que le obligó a liquidar gran parte de su imperio, sus herederos lograron recomponer el conglomerado mediático que ha subsistido hasta hoy. Pero más allá de sus empresas, Hearst legó para las generaciones futuras algo mucho más personal: su colección de arte, que acumuló durante décadas de forma casi compulsiva, trayendo desde Europa toda la belleza en forma de pinturas, tapices, techos, armaduras y hasta monasterios enteros, que su inmensa fortuna pudo comprar. La colección fue liquidada pero una parte muy representativa, el Hearst Castle, la extravagante y fastuosa mansión que se hizo construir en San Simeón, fue a parar al Estado de California. Hoy es un parque nacional con más de medio millón de visitantes al año que se extasían en sus más de 160 habitaciones repletas de obras de arte de toda procedencia, algunas de ellas aragonesas: entre otras, el techo de la sala de billar procede de Barbastro y el del dormitorio de Hearst perteneció a un palacio turolense. 
Los más cinéfilos ya lo habrán adivinado: San Simeón es el Xanadu de Charles Foster Kane, su alter ego cinematográfico. Como el personaje de Welles, es muy probable que lo más auténtico de su personalidad se refugiase allí, cerca de los objetos que despertaron su pasión. Por eso es un retrato tan certero de su creador: apasionado, excéntrico, excesivo, ostentoso y sensible. Quizá también el retrato de todo un país, que lo considera su “castillo” más importante. Si se acercan a California, Hearst Castle es una visita obligada.        

domingo, 22 de octubre de 2017

UN SEÑOR DE MEDIANA EDAD (22/10/2017)

Me está ocurriendo algo inesperado y a la vez perfectamente previsible: con el paso de los años, me atraen más los actos tradicionales de las fiestas del Pilar que los puramente lúdicos, aquellos que podrían tener lugar en cualquier otro momento del año. Es inesperado para mí, porque durante años viví el 12 de octubre como un día perdido, de pura resaca, y es perfectamente previsible para el resto del mundo que ve con más claridad que yo el hecho de que me he convertido en un señor de mediana edad. 
Hace unos años comencé a asistir a la misa de 8, el día del Pilar, para honrar así una larga tradición de mi familia política. Al principio me parecía algo tan extraño que a veces dudaba si no estaría en un sueño, caminando en la primera claridad del día por la ribera del Ebro en dirección al Pilar, pero sin moverme de la cama. No, aquello era real. Era yo, con el cachirulo al cuello, repeinado y perfectamente sobrio, dispuesto a asistir a una misa de una hora de duración que iba a ser indistinguible de la del año anterior, y esta, a su vez, de la del anterior. Incluso admitiendo que la promesa del chocolate con churros posterior ayudaba a vencer la lógica resistencia, era evidente que algo estaba pasando dentro de mí. 
Con el paso del tiempo hice mía la tradición, y la misa, el madrugón y el paseo por la ribera dejaron de parecerme algo extraordinario. Sentí que había que ir un poco más allá y nos planteamos un objetivo más ambicioso: la misa de Infantes. Ojo, que estamos hablando de algo muy serio: los infanticos cantan la misa en la Santa Capilla del Pilar… ¡a las 4 y media de la mañana! Lo que plantea problemas logísticos de primera magnitud. ¿Nos acostamos o empalmamos? Cuando acaba la misa, ¿nos volvemos a la cama? ¿A qué hora abre la primera churrería en Zaragoza? Sin tener todas las respuestas, un año nos lanzamos a la aventura. Era noche cerrada y las aguas del Ebro eran tan negras que solo reflejaban las luces de las farolas. En dirección contraria venían jóvenes solitarios que regresaban a sus casas dando tumbos y que debíamos esquivar como si fuera un videojuego. Nos gustó la experiencia. Porque la Santa Capilla es un lugar mágico, porque los infanticos hacen la misa mucho más llevadera y porque todos los que estábamos allí nos habíamos dado el madrugón de nuestras vidas para celebrar una tradición que los zaragozanos hemos conservado desde tiempo inmemorial. El problema de la Misa de Infantes es repetir al año siguiente. ¿Cómo convertirla en una costumbre si cada año te vuelves a hacer las mismas preguntas a las que es tan difícil responder? ¿Nos acostamos o empalmamos? Por el amor de Dios, ¿a qué hora abre la primera churrería decente en Zaragoza? 
Y este año dimos el paso definitivo: acudir al acto festivo más tradicional que existe, la mítica Ofrenda de Flores. Mi familia amaneció el día 12 perfectamente pertrechada con su trajes tradicionales mientras yo solo alcancé a conseguir unas ropas prestadas que comencé a probarme cinco minutos antes de salir. El desenlace era previsible: en el pantalón baturro cabía yo, y tres como yo. Me arrugué. Decidí que haría la ofrenda vestido de paisano, desde la acera, como una especie de aguador, fotógrafo y chico para todo. ¡Luego descubrí que no estaba solo! Decenas de padres-maridos hacían el recorrido conmigo, en la acera, siguiendo a sus familias. A pesar de mi papel gregario, me gustó la experiencia y pienso repetir. Si sigo así, pronto empezaré a cantar jotas. Creo que se me va a dar bastante bien.

lunes, 16 de octubre de 2017

ESPAÑA (15/10/2017)

Ocurrió durante una visita al País Vasco, en una casa rural rodeada de un bosque tan verde que parecía irreal. Han pasado casi 15 años y el clima político que se respiraba entonces, como sabrán todos los que tengan edad suficiente, no se parecía nada al actual: ETA era una triste realidad que enturbiaba con demasiada frecuencia la convivencia, y era casi imposible viajar a aquella tierra sin dejar de pensar en lo que estaba ocurriendo detrás de su belleza y sus paisajes. Nos disponíamos a pagar la cuenta después de pasar un fin de semana idílico en la reserva de Urdaibai, Vizcaya, cuando la dueña de la casa se empeñó en conocer mi segundo apellido para incorporarlo a su base de clientes. Juro que quise hablar suavemente pero las cuerdas vocales no me obedecieron. “¡España!”, grité. La mujer vasca dio un respingo, mi voz rebotó en la piedra del caserío centenario y una vaca que pastaba en un prado cercano levantó la cabeza sobresaltada. Fueron los nervios del momento, la incomodidad que me causaba revelar mi segundo apellido en un lugar tan rematadamente vasco, no lo sé. 
Si alguna vez sentí vergüenza por llamarme España, sobre todo en el colegio, al escuchar la risita del gracioso de turno cuando el profesor pasaba lista, debo decir que hoy es agua pasada. Es más, creo que me siento bastante orgulloso. Es el nombre de mi país y el de mis tres Españas favoritas: mi madre, Conchita, y sus dos hermanas, Marga y Elena, tres mujeres excepcionales que a fuerza de ser buenas nos han hecho casi buenos a los demás, que no les llegamos a la suela del zapato. Todas estas peripecias personales vienen al caso porque, en estos momentos de efervescencia del eterno problema catalán, cuando la sociedad española recuerda de pronto que tiene una identidad nacional y unos símbolos, creo que un servidor, por razones patronímicas, tiene bastante ventaja. Ni antes ni ahora se me ha ocurrido jamás emplear la palabra estado como sustituta de la denominación España, porque sería como renunciar a mi propio nombre. 
¿Qué habría sido de Pablo Iglesias si le hubiera caído en suerte este ilustre apellido? Se lo habría hecho amputar, probablemente. Corría como la pólvora estos días en las redes sociales un vídeo del líder de Podemos en el que se declaraba incapaz de pronunciar la palabra España y se lamentaba del contorsionismo verbal al que tenía que recurrir a menudo para evitarla. Sí, ya sabemos que en la hemeroteca del hombre de la coleta es posible encontrar casi de todo: desde sosegados análisis políticos a declaraciones incendiarias que bordean lo delictivo. Lo que no se acaba de entender muy bien es por qué alguien pondría tanto empeño en presidir un país cuyo nombre no se atreve a pronunciar. Que conste que no hay nada de estético en esa resistencia: Pablo Iglesias no utiliza la palabra España porque cree que la izquierda perdedora de la guerra civil – sí, aunque parezca increíble, aún hay gente que piensa en estos términos – no tiene nada que construir sobre esa España que identificarán siempre con el franquismo. 
Madre del amor hermoso. Lo que tiene este chico, porque de pronto caigo en la cuenta de que solo tiene 38 años, es un complejo de inferioridad nacional del tamaño de Groenlandia. Le ha puesto un barniz intelectual, pero es perfectamente reconocible. Como dijo el psiquiatra López Ibor hace más de medio siglo, el complejo más español que existe. A los de mi apellido, perdonen la inmodestia, estas cosas no nos pasan. Y nos cuesta muy poco decirlo. Viva España.

EL REPORTERO (08/10/2017)

En el momento de escribir estas líneas me asalta la duda de si tendrán algún sentido cuando lleguen a mis amados lectores. España y Cataluña seguirán en el mismo sitio, de eso no cabe duda, pero algunos actores del drama podrían haber sido ya eliminados sorpresivamente como si fuera el penúltimo capítulo de una serie televisiva de éxito. Sospecho que el problema catalán se parece más a un culebrón que a una serie de la HBO, pero una prudencia elemental me lleva a no hacer conjeturas. 
Hace algunas semanas, recibí la oferta de trabajo de una agencia de noticias con sede en una capital europea, para cubrir varios acontecimientos que iban a tener lugar en Zaragoza con motivo del desafío del separatismo catalán. La primera de ellas era el referéndum simbólico en apoyo del derecho a decidir de Cataluña que había convocado Puyalón de Cuchas en su sede de la calle de San Pablo. Puyalón es una escisión de Chunta Aragonesista, de corte independentista y anticapitalista, cuyos simpatizantes podrían alcanzar unos pocos centenares, siendo generosos. ¿Por qué podría interesar a una agencia de noticias extranjera un acto de apoyo al referéndum ilegal de Cataluña llevado a cabo por un grupo con una representatividad tan ínfima en la sociedad zaragozana? Por el cariz que tenía la noticia, que me encargué de elaborar yo mismo siguiendo las directrices de la agencia, se trataba de dar la imagen de que existía algún tipo de debate sobre la cuestión. Sobre las razones de mi conducta, me remitiré a esas célebres palabras del torero Manuel García Cuesta, “El Espartero”: “Más cornás da el hambre”. Los de Puyalón me trataron con amabilidad, todo hay que decirlo, y mientras la conversación no abordó temas políticos me parecieron gente cercana, piercing arriba, camiseta con leyenda revolucionaria abajo. En cambio, cuando salía a relucir su particular interpretación de España como estado opresor de los pueblos, no podía evitar preguntarme si realmente vivíamos en la misma dimensión o si habitábamos realidades paralelas que jamás llegarían a tocarse. 
La cosa no quedó ahí. Esa misma mañana, la agencia me rogó que me acercase al pabellón Siglo XXI porque se estaban produciendo altercados a la salida de la asamblea de Podemos en favor… ¿del derecho a decidir? No estoy seguro. No logro penetrar en la lógica del partido de Pablo Iglesias, Ada Colau y compañía. Ni siquiera estoy seguro de que sea un solo partido y no diecisiete. Llegué tarde, pero a tiempo de contemplar el epílogo del fregado. No vi ningún nazi, a diferencia del imaginativo Alberto Garzón. No presencié violencia física alguna, aunque sé que hubo un botellazo unas horas antes; violencia verbal, sí, espectáculo desagradable pero por desgracia no muy diferente al que puede contemplarse cada domingo en un campo de fútbol. Lo recogí todo con mi cámara y sospecho que fue del agrado de mis comitentes. 
El remate llegó el sábado siguiente, víspera del día de autos, cuando nuevamente fui encargado de levantar acta audiovisual de un acto relacionado con el monotema catalán. ¿Lo adivinan? De nuevo una concentración de partidarios del referéndum ilegal, un pequeño islote de 100 irreductibles reunidos en la plaza de Aragón de Zaragoza, rodeados por rojigualdas colgando de los balcones. ¡Qué fijación! Está claro que un sector del periodismo europeo ya había tomado partido, antes incluso del maldito 1 de Octubre. Me siento algo culpable, lo confieso. Para estas faenas tan poco lucidas, más me valdría cortarme la coleta.  

domingo, 1 de octubre de 2017

EL METEORITO (01/10/2017)

Tras largas deliberaciones conmigo mismo, he llegado a la conclusión de que debo escribir sobre el asunto. Comprende, querido lector, que no mentar hoy el referéndum catalán sería tan raro como si esperásemos el choque inminente de un meteorito y yo me pusiera a escribir sobre la berrea del ciervo en los montes de la Garcipollera. Que no es un tema que carezca de interés, cuidado, pero por desgracia los berridos más urgentes vienen del este, de esa Cataluña levantisca que algunos quieren llevar al borde del abismo. 
Pero ya que hablamos de meteoritos, subamos imaginariamente a lomos de una roca incandescente y contemplemos el globo terráqueo desde la distancia. ¿Cuántas unidades ven? Una, pardiez. La tierra es una e indivisible, y para llegar a esa conclusión no ha sido necesario redactar una constitución ni convocar un congreso de sabios. Hace quinientos años, nuestros antepasados creían que la tierra era plana, y hace 10.000, el universo conocido de una comunidad de cazadores-recolectores se limitaba al territorio que podían recorrer durante una fatigosa jornada. La revolución tecnológica que se inició entonces no solo ha servido para alargar la esperanza de vida o rodear nuestra existencia de comodidades; también nos ha proporcionado perspectiva. Perspectiva sobre lo que somos como especie y sobre el maravilloso lugar que habitamos. Cuando la NASA publicó en 1968 la primera fotografía del planeta tierra tomada desde la órbita de la luna por el Apolo 8, casi nadie fue consciente del hito histórico que habíamos alcanzado. Enfangados en las disputas de la guerra fría, pocos advirtieron que aquella imagen era la prueba más contundente de la unicidad que gobierna el mundo y todos sus habitantes; la demostración de que, algún día, sin importar cuántas razas, culturas, lenguas, o ideologías diferentes pueblen hoy el planeta, seremos esa unidad, un único pueblo de seres humanos en armonía con el resto de la naturaleza y viviendo en paz e igualdad. 
Que nadie se alarme. Solo con imaginar el flequillo beatle de Carles Puigdemont he vuelto a la realidad terráquea de hoy, primero de octubre, y a la urgencia del momento. ¿Cómo hacer entender a un nacionalista catalán que su sueño independentista es antihistórico y que va exactamente en dirección contraria al camino que llevamos recorriendo desde hace siglos? Podría decirle que España es mucho más que un estado-contenedor de pueblos oprimidos. Que España lleva décadas trabajando en pos de unos Estados Unidos de Europa, co-liderando el proyecto de integración supranacional más ambicioso del mundo. Que participa en todos los foros internacionales de cooperación, desarrollo económico, resolución pacífica de conflictos, desarme. Por cierto, ¿sabían que España ha ocupado este año la presidencia de la Conferencia de Desarme de Naciones Unidas en Ginebra, y que la ha encabezado el diplomático zaragozano Julio Herraiz? Confieso que si no se tratara de mi hermano – estoy bastante orgulloso, ¿se nota? - yo tampoco me habría enterado. Es lo que tiene el trabajo callado y discreto, sin exhibición de banderas ni inflamados discursos patrióticos. ¿Qué misión desempeña la Conferencia de Desarme? En pocas palabras, evitar que el mundo se llene de armas nucleares, químicas o biológicas, y proporcionar un foro de diálogo donde los países puedan entenderse y dejar de tirarse los trastos a la cabeza. Caramba con España, qué callado se lo tenía. Que vengan meteoritos, no se inquieten. Hoy también puede ser un gran día.  

domingo, 24 de septiembre de 2017

ABSTENERSE ABURRIDOS (24/09/2017)

Era un semáforo en rojo. Un semáforo redundante, un poco absurdo, pero un semáforo a fin de cuentas. Hasta mi hijo de tres años sabe interpretar ese código universal de colores que regula el tráfico. Yo, desde luego, también lo sabía, pero eso no impidió que cuando el coche que tenía al lado comenzó a avanzar lentamente, trasgrediendo la orden de esperar el cambio de color, yo hiciera lo mismo. La gran diferencia es que aquel infractor viajaba solo; junto a mí, yo tenía al profesor de la autoescuela moviendo la cabeza con incredulidad por lo que acababa de presenciar, a un examinador de la dirección general de tráfico con cara de póker, y a otro alumno a la espera de su turno de examen que meditaba en silencio sobre mi metedura de pata y sus posibilidades de éxito. En aquel momento, nadie dijo una palabra, pero era evidente que acababa de suspender mi primer examen práctico del carnet de conducir. 
¡Saltarme un semáforo en rojo! ¿En qué demonios estaba pensando? Es obvio que el coche que me precedió influyó decisivamente en mi conducta infractora. De alguna forma, sentí que estaba haciendo algo mal si no me comportaba como los demás conductores. Me sentía tan inseguro como conductor inexperto y como examinando acogotado, que sospecho que me habría tirado por un barranco si el otro también lo hubiera hecho. Lógicamente, hoy no me reconozco en ese conductor. Tampoco en otros “conductores” que también he sido en el pasado; como saben muy bien las compañías de seguros, a lo largo de la vida, la actitud de un conductor cambia. La juventud va asociada a la velocidad, al exhibicionismo y a una mayor imprudencia. La madurez personal – cuando llega, si es que llega – suele venir acompañada de una conducción más responsable. Este es el esquema general y creo que en mi caso se cumplió: en mi juventud rebasaba casi siempre los límites de velocidad y en la actualidad cumplo el código de circulación a rajatabla. ¿Por qué? Yo me consideraba un joven bastante sensato pero sospecho que, como me ocurrió en aquel maldito examen de conducir, me influía el entorno; de una forma más sutil quizás, pero en el fondo yo hacía lo que creía que se esperaba de mí en aquel momento, con aquel coche, en aquellas carreteras. 
En 1989, España alcanzó la cifra máxima de víctimas mortales en accidentes de tráfico: 5.940. La sociedad tomó conciencia de la tragedia, las carreteras mejoraron y la cifra bajó a 4.000 en pocos años. En 2005 se puso en marcha el carnet por puntos y pronto se demostró la medida más efectiva de la historia: en 2013 hubo 1.130 muertos en las carreteras españolas. La cifra ha repuntado ligeramente en los últimos tiempos y todo parece indicar que el efecto disuasor del carnet por puntos ha disminuido. Personalmente, creo que los conductores vuelven a pisar el acelerador como lo hacían antaño y a los medios de comunicación ha regresado una actitud de complicidad hacia la violación de los límites de velocidad. ¿Habrá que volver a las sanciones? Creo que la tercera revolución que haga descender todavía más el número de víctimas no vendrá por ahí. Creo que consistirá en hacer entender al ciudadano la razones psicológicas de su forma de conducir. La inmadurez que refleja la conducción temeraria. El infantilismo del que juega con su vida y la de los otros. La manipulación psicológica de alguna publicidad. Estos días, una marca alemana de coches de gran cilindrada y espíritu deportivo anuncia su último modelo con estas demoledoras palabras: abstenerse aburridos.    

LEALTAD (17/09/2017)

Como palabra, no está de moda. Como concepto, creo que tampoco. Esto no significa que la lealtad no exista, al contrario; por suerte, todos estamos rodeados de personas leales y todos practicamos la lealtad hacia algo o hacia alguien porque sin esta virtud las sociedades, sencillamente, no podrían sobrevivir. El problema de la lealtad es que como nadie la nombra, corre el peligro de ser pasada por alto, de ser minusvalorada frente a otras virtudes menos problemáticas. Por ejemplo, nadie tendría inconveniente en afirmar en una entrevista de trabajo que es una persona ordenada y puntual – dos virtudes magníficas que cualquier empresario valorará positivamente – pero muy pocos se atreverían a decir que el rasgo más sobresaliente de su personalidad es la lealtad hacia las causas, los valores y las personas en las que cree, a pesar de que se trata de una virtud “superior”, de las que informan a todas las demás. ¿Por qué? Porque la lealtad tienen un componente moral, y en los tiempos que corren, cuando la religión ha dejado de ser el gendarme moral de la sociedad para convertirse en la opción personal de cada individuo – qué gran avance, por Dios –, cualquier cosa que suene a principios o valores superiores es mirado con suspicacia. Muy pocos se atreven a hablar de conceptos como el “honor”, que está muy relacionado con la lealtad, y los que lo hacen se arriesgan a ser tachados de reaccionarios o algo peor. 
Pero la condición humana no puede engañarse a sí misma. La lealtad forma parte de nuestro ADN. Somos animales sociales y sentimentales, y hasta los individuos más despiadados – mafiosos o criminales de guerra – necesitan tener un código de pertenencia a algo superior. Alguien dirá que la lealtad no es una virtud en sí misma, y que siempre dependerá de la bondad de la causa a la que se aplique. Es decir, la lealtad de Joseph Goebbels hacia Adolf Hitler, que le llevó a envenenar a sus seis hijos en el bunker berlinés donde agonizaba el régimen político más diabólico de la historia, jamás podría ser considerada una conducta virtuosa. Cierto. Lo que ocurre es que Goebbels no practicaba la lealtad sino el fanatismo, la renuncia absoluta a su propio yo para entregarse por completo a una ideología y a una persona que, como ocurre siempre en estos casos de obediencia ciega, pertenecen al lado más oscuro del ser humano. No, la persona que practica la lealtad nunca pierde su individualidad. En el momento en que la causa que un día se defendió deja de ser digna de ese apoyo, la lealtad se retira. Eso es lo que hace una persona de honor. 
Hace ya tiempo que los separatistas de Cataluña dejaron de ser leales a España. Al estado español, como les gusta tanto decir, pero también – y esto se olvida constantemente – a todos los españoles que compartimos tanto con ellos. La ideología política independentista es respetable; la insubordinación, el incumplimiento de sentencias judiciales, el hostigamiento cultural y la manipulación sistemática de la historia lo son mucho menos. ¿Puede existir la primera sin todos los demás? Siempre había pensado que sí, pero ahora me entran dudas. El nacionalismo del siglo XXI es igual de feo que el de las centurias anteriores y se alimenta de las mismas ideas que sus predecesores: sentimiento de superioridad sobre los pueblos vecinos, victimismo exacerbado, exaltación de lo nacional, real o inventado. El único consuelo lo da pensar que el nacionalismo acabó siempre derrotado. ¿Por qué pensarán que su caso es diferente a los demás?

UNA CARTA PARA USTED (10/09/2017)

En mis años juveniles, cuando estaba convencido de tener la solución a un grave problema político que aquejaba a nuestra amada nación, me daba por escribir cartas a ministros y presidentes de gobierno. Cartas de las de antes, mecanografiadas y con todos sus atributos, que casi nunca recibían respuesta. Debo confesar que semejante exhibición de ingenuidad me avergüenza hoy un poco, pero puedo vivir con ello. En el fondo, esa aspiración a la cercanía con el gobernante me parece muy civilizada y sigo creyendo en ella. Eso sí, nada de círculos o asambleas; si pudiera, preferiría practicar esa costumbre anglosajona del “tête à tête” con el diputado de mi distrito. 
Sospecho que no estoy del todo curado de esta manía epistolar. En cierta manera, el artículo que les endoso aquí cada domingo es una terapia, pero soy consciente de que en cualquier momento podría recaer. Ya me ocurrió antes. En 2010, sin ir más lejos, sumido en un ataque de azañismo agudo – cautivado por la figura y la obra de Manuel Azaña, último presidente de la Segunda República Española - no tuve mejor ocurrencia que escribir al alcalde de Zaragoza proponiéndole el nombre del político alcalaíno para alguna de las calles que por entonces se estaban renombrando en la capital aragonesa. Aquella vez fui todavía más lejos: junto a la carta, incluí como regalo un ejemplar del libro “Causas de la guerra de España” - colección de artículos que escribió Manuel Azaña en 1940 para la prensa extranjera de la época tratando de explicar al mundo por qué los españoles nos habíamos matado con tanta saña – pero no tuve más suerte: Juan Alberto Belloch, alcalde de Zaragoza a la sazón, tampoco me contestó. Acostumbrado como estaba a esa especie de silencio administrativo y consciente de que el alcalde de la quinta ciudad de España era un hombre bastante ocupado, la falta de respuesta ni me traumatizó ni me empujó a tallar un barbado muñequito vudú al que coser a alfilerazos. Mi azañismo se templó y me olvidé del asunto de las calles. 
Y el 27 de marzo de 2015 llegó la sorpresa. Tres meses antes de dejar la alcaldía, Belloch decidía que el paseo de los Plátanos del Parque Grande José Antonio Labordeta de Zaragoza pasaba a llamarse... ¡Paseo de Manuel Azaña! Ya sé lo que están pensando. Que cinco años después de mi petición no parece razonable pensar que esta pudo influir en el cambio de nombre. ¡Déjenme con la ilusión, por Dios! Después de todo, creo que fue una de las primeras calles dedicadas a Azaña en todo Aragón. Que yo sepa, hay otra en Biescas y un centro de día en Monzón. Señor Belloch: solo usted puede sacarnos de dudas; hágalo, por favor, porque eso daría pie a otro artículo azañista y se me han quedado demasiadas cosas en el tintero. En realidad yo quería escribir de Manuel Azaña, de por qué debería ser una de las figuras más reconocidas de nuestra historia y - lo que es todavía más revelador - de por qué no lo es. El problema es que los escritores no siempre logramos controlar nuestras propias creaciones, sobre todo cuando se cruza de por medio la persistente manía de contar nuestra propia vida. Ya les adelanto que soy un azañista poco convencional. Tengo el convencimiento de que si don Manuel se levantara hoy de su tumba de Montauban estaría mucho más preocupado por el problema catalán – que él encauzó como ningún otro en su momento – que por el regreso de la monarquía. Me voy a pasear a cierta calle del Parque Grande. A lo mejor me inspiro y le escribo una carta al mismísimo Puigdemont. 

domingo, 3 de septiembre de 2017

YO QUERÍA TENER UN GRUPO (03/09/2017)

Un grupo de música, se entiende, porque cuando yo era adolescente la palabra grupo solo podía significar una cosa: juntar a cuatro amigos y repartirse los instrumentos clásicos del pop-rock – guitarra, bajo y batería – según las habilidades de cada cual; al que no sabía tocar nada pero le sobraba entusiasmo se le adjudicaba la voz cantante. En aquella lejana década de los ochenta supongo que los chavales también querían ser futbolistas, pero de lo que sí estoy seguro es que muchos querían ser estrellas del rock. No es casualidad que en ese compost de sueños juveniles naciera la mejor generación de músicos “populares” de toda nuestra historia.
Mucha pasión y pocos medios. Sobre el origen de esa pasión se podrían escribir largos ensayos sociológicos, pero la falta de medios era una realidad muy fácil de explicar: imaginen una renta per cápita reducida a la mitad de la actual y una tasa de natalidad disparada en las décadas anteriores, y lo que queda es una población adolescente numerosísima con mucho tiempo libre y poco dinero en el bolsillo. ¿Cómo se entiende entonces semejante eclosión de grupos en una época de tantas carencias? Regresemos a la pasión, porque esta suele explicarlo todo. En primer lugar, la sociedad vivía una época de libertad política. No es que la hubiera recuperado; simplemente, la grandísima mayoría de los españoles jamás la había conocido. La libertad, por tanto, era un concepto idealizado al que había que dar contenido rápidamente, en lo político, en lo sexual y en lo cultural. Sin distracciones tecnológicas como las actuales, los adolescentes españoles se volcaron en la música como no pudieron hacerlo en la década de los 60, asfixiados por la camisa de fuerza del franquismo. Y de aquella exuberancia pop surgió todo: engendros musicales que escuchados hoy despiertan una mezcla de ternura y vergüenza ajena, y grupos míticos que ya forman parte de la historia.
El proceso de decantación de los mejores puede parecer sencillo pero a veces no lo fue tanto. En aquellos años conocí músicos de gran talento que llegaron a lo más alto y otros que, en cambio, se quedaron en el camino. Por las aulas de mi colegio pasaron algunos de los músicos más emblemáticos de esta tierra, como Enrique Bunbury y Juan Aguirre. El caso de Bunbury, visto con la perspectiva de los años, no puede ser más revelador. La primera vez que oí hablar de Quique Ortiz, que por ese nombre se le conocía entonces, fue en vísperas de un festival de navidad que organizaba el colegio de los Marianistas. Corrió la voz de que aquel año tocaría por primera vez un grupo de rock, y que el batería de dicho grupo era muy bueno. Llegado el momento de la actuación apareció Quique Ortiz y empezó a aporrear la batería con una convicción que dejó a todo el mundo boquiabierto. Convicción, esa es la palabra que lo resume todo. Por encima del talento, que además lo tenía en abundancia, lo que diferenciaba al futuro Bunbury de todos los demás era su personalidad, su ambición, su convencimiento de que tenía algo que decir y de que acabaría siendo músico profesional a cualquier precio.
Yo quería tener un grupo y lo tuve. Por si todavía no lo han adivinado yo era el de la voz cantante. Solo tocamos una vez, durante una fiesta parroquial, y juro que cuando se acabaron las bandejas de comida el público nos abandonó y acabamos tocando absolutamente solos. El talento era mediano, los medios escasos y de convencimiento tampoco andábamos sobrados. Qué importa. Les juro que mereció la pena.

miércoles, 30 de agosto de 2017

LA ALMOZARA (27/08/2017)

Les voy a contar un secreto: La Almozara se ha convertido en el mejor barrio de Zaragoza. A quince minutos a pie del Pilar, de la Expo, de la Estación Delicias, de la Plaza de España… andando a paso de legionario quizás, pero es que los de la Almozara somos así, de andar ligero y alegre. Durante décadas, el barrio fue un horizonte de chimeneas que escupían humo sulfuroso a cambio de proporcionar trabajo y jornal a sus sacrificados habitantes. Hoy no queda rastro de aquellos sueños industriales porque entendemos el progreso de otra manera. Han pasado casi 40 años desde que la Industrial Química de  Zaragoza cerró sus puertas dando paso a la transformación radical del barrio, que incluso cambió de nombre, dejando de llamarse “la Química” y recuperando la denominación histórica de raíz árabe “al-musara”, explanada.
Un nombre muy apropiado, porque junto a esa explanada se levantó en el siglo XI el palacio de la Aljafería, residencia de verano del rey musulmán de la taifa de Zaragoza. Un milenio ha transcurrido y el palacio de la Aljafería, orgullo de los zaragozanos, continúa en el mismo lugar después de infinitas guerras y reconstrucciones. Es un pequeño milagro que una parte del palacio musulmán todavía se conserve; el oratorio del rey, orientado hacia La Meca y decorado con delicadísimo trabajo de los artesanos islámicos, fue primero polvorín y luego cocina de la tropa durante los tiempos en que el palacio fue empleado como cuartel. Sobre la fábrica musulmana levantaron los reyes cristianos su propio palacio; primero, Pedro IV El Ceremonioso en el siglo XIV, y luego los Reyes Católicos en el XV. ¿No tienes la sospecha, querido lector, de que el Palacio de la Aljafería es el monumento histórico más infravalorado, por desconocido, de España? Lo pregunto porque, quizás, es el orgullo almozareño el que me lleva a estas grandilocuentes conclusiones. Los mismos aragoneses desconocemos muchísimas cosas de nuestro entrañable castillo-palacio, por lo que no es de extrañar que no hayamos sido los mejores divulgadores de nuestro patrimonio. Hace escasas fechas se hacía eco este periódico de un acontecimiento histórico casi ignorado que tuvo lugar en la Aljafería y que pronto conmemorará su V Centenario: la decisión del emperador Carlos I de enviar a Magallanes a dar la primera vuelta al mundo. Como ha investigado el historiador Sergio Martínez Gil, el jovencísimo emperador, 18 años a la sazón, residió en La Aljafería durante 9 meses entre 1518 y 1519. Pensar que por el bonito parque que hoy embellece La Almozara – sigo “vendiendo” mi barrio sin pudor – paseó un día el emperador Carlos, sus abuelos los Reyes Católicos y múltiples reyes de Aragón y de España, me llena de orgullo. 
En el lado opuesto del barrio fluye el padre Ebro, el río fundacional de esta península, crisol de culturas desde hace milenios. Sus riberas son un lugar privilegiado para la práctica del running, el deporte de moda, pero también para el paseo o para eso que llamaban antaño el “esparcimiento”. A pocos metros del río tiene su sede el C.D. Ebro, club de fútbol que milita en Segunda División B, la inmediatamente inferior a la del Real Zaragoza actual. Como cuentan los orgullosos aficionados del C.D. Ebro sin necesidad de que les pregunten, el mismísimo Zidane iba a visitar el campo del Carmen con el equipo filial del Real Madrid, justo una semana antes de fichar por el primer equipo. Pensándolo bien, tampoco era para tanto. ¿Dónde queda un entrenador de fútbol al lado de un emperador?

sábado, 26 de agosto de 2017

LA INSOPORTABLE BREVEDAD DEL TUIT (20/08/2017)

No soy un entusiasta de Twitter. A pesar de que tengo cuenta abierta en esta red social desde hace años, rara vez la uso. En primer lugar, porque no llevo muy bien esa imposición dictatorial de no rebasar los 140 caracteres; cada vez que me he propuesto escribir un tuit, invariablemente he sobrepasado la cifra maldita y he tenido que sacar la tijera. Suerte que tengo una siempre a mano, porque es herramienta decisiva para un escritor. Estoy convencido de que el buen creador, ya sea artista, inventor o matemático, es aquel capaz de sacrificar partes de su creación en favor del producto final, ya sea este una novela, un algoritmo o una estatua de mármol de Carrara. Y no hablo de torpezas, que esas son fáciles de eliminar; hablo de párrafos ingeniosísimos, de bits de genialidad que deben ser extirpados por el bien de la obra definitiva. Por tanto, conceptualmente, no puedo estar más de acuerdo con la filosofía del tuit – menos es más – pero, al mismo tiempo, puedo ser tan inconsecuente como para endosarles cada domingo 3.500 caracteres con espacios, llueva, truene, haga frío o calor.
Otro poderoso motivo para recelar de los pajaritos de Twitter es que se han convertido en el altavoz favorito de Donald Trump, presidente de los Estados Unidos y uno de los personajes públicos menos edificantes de nuestro tiempo. Por decirlo suavemente. Al parecer, el incontinente magnate metido a político se despierta a menudo en mitad de la noche y se dedica a tuitear lo primero que le viene a la cabeza, casi siempre declaraciones inapropiadas y fuera de tiesto. ¿Qué pensarán los fantasmas de Lincoln, Roosevelt o Kennedy cuando lo vean sentado en el Despacho Oval? Dirán, con razón, que quizá nuestra sociedad haya sido capaz de prodigios tecnológicos impensables, de curar enfermedades que antaño se enseñoreaban del mundo, pero que en cuestiones políticas, a la vista del incalificable personaje que ocupa hoy la magistratura más importante del planeta, nos queda mucho por aprender. Por decirlo suavemente.
Pero ni siquiera la rubicunda humanidad de Ciudadano Trump es el definitivo argumento contra la brevedad del tuit. Existe otro todavía más profundo. A medida que entramos en el siglo XXI, las cosas verdaderamente importantes se empeñan en hacerse más complejas. Todos estamos interconectados y casi nada se puede explicar en términos absolutos, como hacían las ideologías del siglo pasado. Lo que está ocurriendo hoy en Mali, en Siria o en Groenlandia, nos afecta silenciosamente a todos. ¡No necesitamos tuits de 140 caracteres, sino largas lecturas que nos ayuden a comprender esta realidad! Artículos como los de la sección "The long read", del británico The Guardian, que seleccionan un tema de actualidad y lanzan a la red un formidable ladrillo sobre él, eso sí, riguroso y muy bien escrito.
A estas alturas ya me estarán llamando zoquete por no advertir que el tuit es, a menudo, el vehículo que lleva a difundir estos artículos a través de links. Por supuesto que sí. ¡Estoy convencido de que el mundo es un lugar mejor desde que existen las redes sociales! Principalmente porque, como hicieron la radio y la televisión en su momento, nos hacen un poco menos brutos y mucho más conscientes de que no estamos solos en este mundo. Supongo que el peligro de Twitter, o de Facebook, está en la cantidad. Que el medio se convierta en un fin, y que nos pasemos la vida sin salir de párrafos de 140 caracteres. Sería una pena. Donde estén los 3.500 con espacios, que se quite todo lo demás.