miércoles, 14 de marzo de 2018

CARPINTEROS DE LO BLANCO (04/03/2018)

Estamos en tierras de Avila, en la encrucijada más castellana que uno pueda imaginar. La abulense comarca de La Moraña limita con las provincias de Salamanca, Zamora, Valladolid y Segovia, que la rodean como las horas de un reloj. Paisajes de áspera belleza que los ganaderos de la Mesta desarbolaron hace cientos de años y donde, en un solo golpe de vista, uno es capaz de divisar un buen puñado de lugares históricos. ¿Ve usted aquellas casas en el horizonte? Madrigal de las Altas Torres, donde nació Isabel la Católica. Justo enfrente, Fontiveros, pueblo natal de San Juan de la Cruz - nos ilustra nuestro guía, Rufino Gutiérrez, alcalde de Muñosancho, que desmiente con su sonrisa la presunta brusquedad del carácter castellano. 
La escritora y documentalista Isabel Soria y un servidor hemos venido hasta aquí en busca de los taujeles, los techos de lacería inspirados en la decoración musulmana que adornan las iglesias mudéjares de esta comarca y de muchas otras, para continuar el rodaje de nuestro documental “Los cielos españoles”. Cielos de madera, bellísimos, que ejecutaron “carpinteros de lo blanco” hace cientos de años y que resisten el paso del tiempo en la soledad de iglesias perdidas, testimonio de la genialidad de nuestros antepasados. Genialidad que algunos apasionados de la carpintería histórica se empeñan en revivir. El motivo central de nuestro viaje es asistir al curso “La cubierta ochavada de la iglesia de Villamayor”, que se imparte en el Centro de Interpretación de la Carpintería Mudéjar, en la localidad de Narros del Castillo. No crean que el curso se limita a analizar las características de la cubierta de Villamayor, no. Las ambiciones son mayores. Lo que pretende Angel Martín, el profesor del curso, es que sus alumnos – carpinteros, arquitectos y artesanos venidos de toda España y del extranjero – adquieran los conocimientos necesarios para construir la cubierta ochavada en cuestión, desde los planos de su estructura con sus intrincados dibujos geométricos hasta su montaje definitivo. Les aseguro que el asunto no es baladí. Por mucho que el profesor insista en la sencillez del proceso - lo que posibilitó en su día que los “carpinteros de lo blanco” prosperaran por millares en amplias zonas de España - para dos profanos en la materia como nosotros, el manejo de los cartabones y de esa terminología tan sugestiva, se antoja endemoniado. Almizate, arrocabe, azafate... por momentos, su discurso es incomprensible. Angel Martín es un individuo peculiar. Se formó como escultor en su juventud, se hizo bombero, y un día descubrió que había un carpintero en su interior. Pero no uno cualquiera. Un genuino carpintero de lo blanco, que aúna conocimientos geométricos, instinto para encontrar soluciones y capacidad para trabajar la madera con maestría. Cuando le apunto con mi cámara de fabricación japonesa de última generación me da por pensar que, a su lado, soy un completo farsante. 
Completamos nuestro recorrido en Villamayor, para contemplar el original de la cubierta que están reproduciendo en el curso. Nos abre la puerta de la iglesia Marcelino, el último habitante del pueblo, que es todo amabilidad hacia nosotros. La cubierta está bastante deteriorada por culpa de las goteras y apenas podemos recrearnos en los detalles: la iglesia carece de electricidad. Salimos con el corazón encogido. Cambiaría mi cámara japonesa por un cincel, digo acalorado. Luego lo pienso mejor. Zapatero a tus zapatos. Así también trabajas por los cielos españoles.

jueves, 8 de marzo de 2018

JOSÉ MANUEL JUAN BOIX (25/02/2018)

“¿Os suena el nombre de José Manuel Juan Boix?” Hoy he despertado con esta pregunta a los grupos de WhatsApp de mi familia y amigos. A lo largo de la mañana he recibido sus respuestas, todas telegráficas, todas coincidentes: no, nop, nada. No me ha sorprendido. Antes de leer el artículo que firmaba Ramón J. Campo en el Heraldo del pasado domingo, yo era uno más entre los que lo ignoraban todo de mi tocayo José Manuel. Querido lector, si eres también uno de ellos, no te apures: hoy me he propuesto que dejes de serlo. 
Domingo, 29 de julio de 1979. José Manuel Juan Boix es un joven zaragozano de 18 años, estudiante del Instituto Goya, excelente deportista y, según los que le conocen, una buena persona. Pensándolo bien, el calificativo de “excelente deportista” se queda bastante corto: José Manuel acaba de ganar el Campeonato del Mundo junior de campo a través celebrado en Limerick, Irlanda, y es el campeón de España de los 3.000 metros lisos en la misma categoría. Está llamado a ser uno de los grandes atletas del mediofondo español y, por qué no, uno de los deportistas aragoneses más sobresalientes de su tiempo. Aquel 29 de julio, José Manuel regresa de una competición en Alemania y se encuentra en la estación de Chamartín, en Madrid, a la espera de coger un Talgo que le lleve a Zaragoza. Se encuentra junto a las consignas de equipaje cuando, a las 13:11 horas, se produce una violentísima explosión. José Manuel cae al suelo gravemente herido. A pocos pasos de distancia, la estudiante danesa Dorothy Fertig, de 20 años, muere decapitada por la onda expansiva. De forma casi simultánea, en la estación de Atocha y en el aeropuerto de Barajas se han producido sendas explosiones. El caos y el terror se adueñan de la capital. No hay ninguna duda sobre los autores de la matanza: la banda terrorista ETA. José Manuel luchará por su vida en el Hospital La Paz durante tres largas semanas, pero acabará falleciendo el 18 de agosto. El balance final del triple atentado será de siete muertos y varios centenares de heridos. 
Como pueden imaginar, para elaborar este tristísimo relato no he tenido que hacer un excepcional trabajo de investigación. Todo está al alcance de la mano en internet. El citado artículo de Ramón J. Campo, que incluía gran parte de los datos consignados aquí, analizaba el impacto que podía tener la llegada de la documentación de la banda terrorista entregada recientemente por el gobierno francés a las autoridades españolas, en la investigación de los atentados que quedan por resolver. Entre ellos el de José Manuel Juan Boix y el de otra víctima aragonesa, el policía nacional Julián Embid, cobardemente asesinado en Sangüesa, Navarra, mediante una bomba lapa colocada en su coche el 30 de mayo de 2003. 
Me resulta doloroso hablar de una víctima y no citar a otras, porque pienso en los familiares de otros asesinados aragoneses que no he nombrado aquí, o de cualquier víctima en cualquier lugar de España. Cada vida es un tesoro cuya pérdida no tiene consuelo. Pero leer el caso de José Manuel Juan Boix me ha llenado de desconcierto. ¿Cómo es posible tanta desmemoria? Después de todo, la pista de atletismo de la ciudad universitaria de Zaragoza lleva su nombre, y cada año se celebra un memorial atlético que lo recuerda. ¿Es suficiente? En lo que a mí respecta, en absoluto. Los asesinos de ETA nunca pagaron por su crimen, para desesperación de su familia que sigue buscando justicia. Ellos no han olvidado a José Manuel. Yo nunca más volveré a hacerlo.