viernes, 26 de julio de 2013

CAZADOS (26/07/2013)

A principio de mes, el jefe del Servicio Catalán de Tráfico en Gerona fue “cazado” por un radar móvil circulando a 160 kilómetros por hora en una autopista. Irónicamente, regresaba de asistir a una comisión de tráfico encargada de fijar un plan para reducir la siniestralidad en las carreteras a la mitad. A las pocas horas, con buen criterio, el infractor presentó la dimisión. Para muchos, conducir a esa velocidad por autopista - y probablemente con poco tráfico - quizá no suponga una conducta excesivamente temeraria. Sin embargo, el hecho de que un alto responsable de Tráfico no tenga programada en su cerebro, casi automatizada, la obligación de respetar el límite de velocidad, es síntoma de un ambiente social que no acaba de asumir por completo las normas de circulación. Normas que la propia sociedad se ha dado a sí misma, lo que no deja de ser paradójico. No es un síntoma aislado; hay otros. Me pregunto, por ejemplo, si existe algún otro país civilizado donde se anuncien los detectores de radares “para evitar multas” en los programas de radio de mayor audiencia. O donde se difunda la localización de los radares fijos ¡en la mismísima página web de la DGT! El uso sistemático de la palabra “cazado” al informar de las infracciones de tráfico es algo más sutil, pero quizá traicione el sentimiento de ver a la autoridad en esos casos como un cazador que emplea una trampa... Es evidente que no basta con un código de circulación estricto para inspirar prudencia en los conductores; hace falta el consenso social que estimule a las autoridades a hacerlo cumplir. Actualmente disponemos de una tecnología disuasoria con la que no sería difícil reducir los accidentes a la mitad, pero no se emplea en todo su potencial. Las autoridades huyen de la impopularidad como de la peste. Una vez más, tenemos exactamente lo que nos merecemos.

viernes, 19 de julio de 2013

PÚBLICO VERSUS PRIVADO (19/07/2013)

Es un debate inagotable. En él se ventila la forma de gobernar la sociedad, y casi de entender la vida. En un lado están los liberales, la derecha, que confía en la iniciativa individual y desconfía de la gestión pública por ineficiente y burocratizada. En el otro los progresistas, la izquierda, que fomenta lo público como elemento integrador, garante de la igualdad y la redistribución de la riqueza. Es regla de la dialéctica que para que un debate tenga verdadera trascendencia debe cumplir un requisito fundamental: que las dos partes tengan algo de razón. Una excesiva presencia del sector público en la sociedad tiene efectos perniciosos, como alegan los liberales y confirma la experiencia histórica. Igualmente, la ausencia total de regulación pública conduce al colapso del sistema, como acaba de demostrar la crisis financiera que ha sacudido los cimientos de las economías occidentales. ¿Dónde está el punto medio? Cada caso necesita una respuesta diferente, alejada de dogmatismos. Creo que hay actividades en el interior de un hospital público – distintas de la atención médica directa – que pueden ser llevadas a cabo perfectamente por empresas privadas. Por otro lado, hay sectores de gestión privada que nadie discute, como las telecomunicaciones, donde la situación dista mucho de ser la ideal. Un ejemplo reciente: en Fórnoles han estado dos semanas sin teléfono por culpa de una avería que no ha sabido subsanar la empresa que presta el servicio. En el fondo, público y privado no son realidades comparables. El sector público ostenta la superioridad moral y soporta el deber de velar por el bienestar de todos y de trabajar por una sociedad más justa. En ocasiones, dando un paso al frente; en otras, retirándose humildemente para dejar paso a las empresas. Siempre que estas demuestren hacerlo mejor.

viernes, 12 de julio de 2013

LA CONQUISTA DEL ANETO (12/07/2013)

El 20 de julio de 1842, el botánico francés Albert de Franqueville y el militar ruso Platon de Tchihatcheff alcanzaron la cumbre del Aneto por primera vez. La cima más alta de los Pirineos (3404 m.) y la tercera de España tras el Teide y el Mulhacén. Por desgracia, la conquista que me ocupa en estas líneas tiene muy poco que ver con el sano deporte del montañismo. En 2010, la cadena de televisión catalana TV3 denominaba al Aneto como uno de los montes emblemáticos de Cataluña. Wikipedia, en su versión catalana, recoge a día de hoy que, “para algunos”, el Aneto es el punto más alto de los Països Catalans. ¿Es necesario aclarar que en realidad está en Huesca, Aragón, España? Por supuesto que no. Lo triste del asunto, y una muestra palmaria de la eficacia del “falsea que algo queda”, es que el mismísimo Instituto Geográfico Nacional, dependiente del Ministerio de Fomento, acaba de publicar unos mapas que sitúan el Aneto ¡en el valle de Arán! Como es lógico, a la metedura de pata han seguido las disculpas y rectificaciones de rigor. La cuestión es que en Aragón empezamos a no sorprendernos demasiado de los intentos del nacionalismo catalán de rehacer la historia a su medida y hasta los mapas si el botín es lo suficientemente apetitoso. Es obvio que el Aneto lo es. Los estados se forman y se desmembran desde tiempos inmemoriales. Adelante pues con el independentismo, la construcción nacional y la fabricación de fronteras los que tengan ganas; las emociones fuertes están garantizadas. Sin embargo, el pasado, señores nacionalistas, es el que es. No se puede cambiar a voluntad. El Aneto pertenece a Aragón, hoy como en 1842. Como parte de España también pertenece a los catalanes, cómo no, pero no se puede escamotear al descuido. Porque no nos lo vamos a tragar.

viernes, 5 de julio de 2013

PRESUNTO ASESINO (05/07/2013)

Es norma periodística bien sabida que cuando se escribe de un imputado sobre el que todavía no ha recaído sentencia, siempre hay que adjuntar a su condición de delincuente la palabra “presunto”. Lo que no tiene demasiado sentido, si uno se detiene a pensarlo: ¿no se presume que todos somos inocentes mientras no se demuestre lo contrario? ¿No sería más propio hablar de “el acusado de asesinato”, en lugar de “el presunto asesino”? En todo caso, no se tiene noticia de ningún imputado que se haya quejado. En el caso de José Bretón, cuyo juicio se está celebrando esta semana, tampoco es probable que eso ocurra. Las pruebas incriminatorias se acumulan en su contra con tal abundancia, que estará más preocupado en sostener una estrategia de defensa medianamente creíble. No lo tiene fácil. Después de casi dos semanas de juicio, cuesta creer que haya alguien alrededor de este proceso que todavía dude que fue él quien mató a sus hijos y los quemó en una hoguera en su finca cordobesa de las Quemadillas. Presuntamente, claro. Me pregunto si su abogado cree en su inocencia. ¿Y el propio José Bretón? ¿Qué pasa por la cabeza de ese hombrecillo acomplejado, narcisista y dominante? Ese es el grandísimo misterio de este caso, que pasará con letras mayúsculas a los anales de la historia criminal en España. Si mató y quemó a sus hijos, ¿cómo soporta la carga de un crimen tan horrendo? Si no lo hizo, ¿por qué se comporta de forma tan pasiva? Un elemento clave de este caso sí ha quedado ya suficientemente demostrado: el odio que sentía José Bretón hacia su mujer. Como si el universo de los sentimientos fuese circular, Bretón habría pasado directamente de un amor extremo, enfermizo, al odio más visceral. Como quien cruza una puerta. Un amante atormentado convertido en asesino. En un presunto asesino.