A principio de mes, el jefe del Servicio Catalán de
Tráfico en Gerona fue “cazado” por un radar móvil circulando a 160 kilómetros por
hora en una autopista. Irónicamente, regresaba de asistir a una comisión de
tráfico encargada de fijar un plan para reducir la siniestralidad en las
carreteras a la mitad. A las pocas horas, con buen criterio, el infractor
presentó la dimisión. Para muchos, conducir a esa velocidad por autopista - y
probablemente con poco tráfico - quizá no suponga una conducta excesivamente
temeraria. Sin embargo, el hecho de que un alto responsable de Tráfico no tenga
programada en su cerebro, casi automatizada, la obligación de respetar el
límite de velocidad, es síntoma de un ambiente social que no acaba de asumir
por completo las normas de circulación. Normas que la propia sociedad se ha
dado a sí misma, lo que no deja de ser paradójico. No es un síntoma aislado;
hay otros. Me pregunto, por ejemplo, si existe algún otro país civilizado donde
se anuncien los detectores de radares “para evitar multas” en los programas de
radio de mayor audiencia. O donde se difunda la localización de los radares
fijos ¡en la mismísima página web de la
DGT! El uso sistemático de la palabra “cazado” al informar de
las infracciones de tráfico es algo más sutil, pero quizá traicione el
sentimiento de ver a la autoridad en esos casos como un cazador que emplea una
trampa... Es evidente que no basta con un código de circulación estricto para
inspirar prudencia en los conductores; hace falta el consenso social que
estimule a las autoridades a hacerlo cumplir. Actualmente disponemos de una
tecnología disuasoria con la que no sería difícil reducir los accidentes a la
mitad, pero no se emplea en todo su potencial. Las autoridades huyen de la
impopularidad como de la peste. Una vez más, tenemos exactamente lo que nos
merecemos.
viernes, 26 de julio de 2013
viernes, 19 de julio de 2013
PÚBLICO VERSUS PRIVADO (19/07/2013)
Es un debate inagotable. En él se ventila la forma de
gobernar la sociedad, y casi de entender la vida. En un lado están los
liberales, la derecha, que confía en la iniciativa individual y desconfía de la
gestión pública por ineficiente y burocratizada. En el otro los progresistas,
la izquierda, que fomenta lo público como elemento integrador, garante de la
igualdad y la redistribución de la riqueza. Es regla de la dialéctica que para
que un debate tenga verdadera trascendencia debe cumplir un requisito
fundamental: que las dos partes tengan algo de razón. Una excesiva presencia
del sector público en la sociedad tiene efectos perniciosos, como alegan los
liberales y confirma la experiencia histórica. Igualmente, la ausencia total de
regulación pública conduce al colapso del sistema, como acaba de demostrar la
crisis financiera que ha sacudido los cimientos de las economías occidentales.
¿Dónde está el punto medio? Cada caso necesita una respuesta diferente, alejada
de dogmatismos. Creo que hay actividades en el interior de un hospital público
– distintas de la atención médica directa – que pueden ser llevadas a cabo
perfectamente por empresas privadas. Por otro lado, hay sectores de gestión privada
que nadie discute, como las telecomunicaciones, donde la situación dista mucho
de ser la ideal. Un ejemplo reciente: en Fórnoles han estado dos semanas sin
teléfono por culpa de una avería que no ha sabido subsanar la empresa que
presta el servicio. En el fondo, público y privado no son realidades
comparables. El sector público ostenta la superioridad moral y soporta el deber
de velar por el bienestar de todos y de trabajar por una sociedad más justa. En
ocasiones, dando un paso al frente; en otras, retirándose humildemente para
dejar paso a las empresas. Siempre que estas demuestren hacerlo mejor.
viernes, 12 de julio de 2013
LA CONQUISTA DEL ANETO (12/07/2013)
El 20 de julio de 1842, el botánico francés Albert de
Franqueville y el militar ruso Platon de Tchihatcheff alcanzaron la cumbre del
Aneto por primera vez. La cima más alta de los Pirineos (3404 m.) y la tercera de
España tras el Teide y el Mulhacén. Por desgracia, la conquista que me ocupa en
estas líneas tiene muy poco que ver con el sano deporte del montañismo. En
2010, la cadena de televisión catalana TV3 denominaba al Aneto como uno de los
montes emblemáticos de Cataluña. Wikipedia, en su versión catalana, recoge a
día de hoy que, “para algunos”, el Aneto es el punto más alto de los Països
Catalans. ¿Es necesario aclarar que en realidad está en Huesca, Aragón, España?
Por supuesto que no. Lo triste del asunto, y una muestra palmaria de la
eficacia del “falsea que algo queda”, es que el mismísimo Instituto Geográfico
Nacional, dependiente del Ministerio de Fomento, acaba de publicar unos mapas
que sitúan el Aneto ¡en el valle de Arán! Como es lógico, a la metedura de pata
han seguido las disculpas y rectificaciones de rigor. La cuestión es que en
Aragón empezamos a no sorprendernos demasiado de los intentos del nacionalismo
catalán de rehacer la historia a su medida y hasta los mapas si el botín es lo
suficientemente apetitoso. Es obvio que el Aneto lo es. Los estados se forman y
se desmembran desde tiempos inmemoriales. Adelante pues con el independentismo,
la construcción nacional y la fabricación de fronteras los que tengan ganas; las
emociones fuertes están garantizadas. Sin embargo, el pasado, señores
nacionalistas, es el que es. No se puede cambiar a voluntad. El Aneto pertenece
a Aragón, hoy como en 1842. Como parte de España también pertenece a los
catalanes, cómo no, pero no se puede escamotear al descuido. Porque no nos lo
vamos a tragar.
viernes, 5 de julio de 2013
PRESUNTO ASESINO (05/07/2013)
Es norma periodística bien sabida que cuando se escribe de
un imputado sobre el que todavía no ha recaído sentencia, siempre hay que
adjuntar a su condición de delincuente la palabra “presunto”. Lo que no tiene
demasiado sentido, si uno se detiene a pensarlo: ¿no se presume que todos somos
inocentes mientras no se demuestre lo contrario? ¿No sería más propio hablar de
“el acusado de asesinato”, en lugar de “el presunto asesino”? En todo caso, no
se tiene noticia de ningún imputado que se haya quejado. En el caso de José
Bretón, cuyo juicio se está celebrando esta semana, tampoco es probable que eso
ocurra. Las pruebas incriminatorias se acumulan en su contra con tal
abundancia, que estará más preocupado en sostener una estrategia de defensa
medianamente creíble. No lo tiene fácil. Después de casi dos semanas de juicio,
cuesta creer que haya alguien alrededor de este proceso que todavía dude que
fue él quien mató a sus hijos y los quemó en una hoguera en su finca cordobesa
de las Quemadillas. Presuntamente, claro. Me pregunto si su abogado cree en su
inocencia. ¿Y el propio José Bretón? ¿Qué pasa por la cabeza de ese hombrecillo
acomplejado, narcisista y dominante? Ese es el grandísimo misterio de este caso,
que pasará con letras mayúsculas a los anales de la historia criminal en
España. Si mató y quemó a sus hijos, ¿cómo soporta la carga de un crimen tan
horrendo? Si no lo hizo, ¿por qué se comporta de forma tan pasiva? Un elemento
clave de este caso sí ha quedado ya suficientemente demostrado: el odio que
sentía José Bretón hacia su mujer. Como si el universo de los sentimientos
fuese circular, Bretón habría pasado directamente de un amor extremo,
enfermizo, al odio más visceral. Como quien cruza una puerta. Un amante
atormentado convertido en asesino. En un presunto asesino.
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