martes, 28 de noviembre de 2017

LA VENTANA INDISCRETA (26/11/2017)

Si alguien hubiera permanecido dormido durante los últimos diez años, al despertar, aquello que más le llamaría la atención sería, sin duda, ese pequeño artefacto que todos llevamos pegado a la mano. El rectangulito al que no dejamos de mirar, hablar y tocar a cualquier hora del día. Como todo cambio social revolucionario, pese al poquísimo tiempo transcurrido, hoy nos cuesta imaginar la vida sin él. Sí, estoy hablando del teléfono inteligente, artilugio electrónico que ha transformado nuestra forma de comunicarnos, relacionarnos e informarnos. Los aspectos positivos que aporta esta nueva tecnología son muchísimos; estoy convencido de que puede ayudar a hacer de este mundo un lugar más humano y mejor. También encierra peligros, de los que hablamos a menudo en las mismas redes sociales: que la agresividad, las ideologías violentas y la mentira planificada se vean favorecidas por estos canales de comunicación casi ilimitados. Sí, uno de los debates más frecuentes en esta nueva sociedad de redes consiste precisamente en analizarse a sí misma. Lo que es mucho menos frecuente es analizar el impacto que la aparición de los teléfonos móviles y la conectividad cuasi-universal haya podido tener en otras sociedades ajenas y menos favorecidas que la nuestra. Tengo la sospecha de que está siendo profundísimo. Que nada volverá a ser lo mismo, tampoco, para los miles de millones de personas que habitan en sociedades del Tercer Mundo. 
En 2003 viajé a Mali y tuve la oportunidad de visitar zonas remotas del país. El aislamiento en que vivían aquellas gentes era casi absoluto. Diez años después regresé a esas mismas tierras y volví a contactar con algunas de las personas a las que conocí en mi primer viaje. No solo tenían un teléfono inteligente en la mano. Algunos sabían utilizarlo mejor que yo. A mí, en una ciudad como Djenné, rodeado por una cultura y una estética tan exótica, me resultaba imposible acordarme del Real Madrid, por poner un ejemplo. Aquello quedaba a miles de kilómetros de distancia y a unos cuantos años – luz, espiritualmente, de esa bella ciudad de barro rodeada por los brazos del río Bani. Al menos, eso pensaba yo. Cuando ese mismo día, una joven de Djenné me recordó que el Real Madrid jugaba aquella tarde contra el Albacete, y que Cristiano Ronaldo no podría hacerlo porque tenía una lesión en la rodilla, empecé a intuir la magnitud del fenómeno. Comprendí que esa pequeña pantalla es una ventana a nuestro mundo de opulencia a la que se asoman cada día millones de personas. Individuos que pueden encontrar allí entretenimiento, esperanza o una profunda decepción. Nunca en toda la historia de la humanidad la desigualdad ha estado más a la vista de todos los que la soportan. Y la desigualdad no es un espectáculo agradable. A algunos les motiva para mejorar, a muchos les da un motivo para huir, y a otros una razón para odiar. Detrás de algunos de los conflictos geopolíticos más candentes de la actualidad, late un conflicto mucho más íntimo, pero tan viejo como el hombre: el del orgullo herido. 
Pobre smartphone, la culpa que le acabamos de endosar. Los seres humanos somos especialistas en librarnos de nuestra responsabilidad para cargársela a otro. Porque la pantalla no deja de ser una ventana, un hueco a través del cual ver la realidad. Una realidad que todos, aquí y allá, tenemos el deber de transformar. Por compasión, por interés estratégico o, mejor, para cumplir una misión que no deberíamos desdeñar: hacer de este mundo un lugar mejor.

domingo, 19 de noviembre de 2017

LA MILARCA (19/11/2017)

Nuestro taxi recorre las empinadas carreteras de la Sierra Madre, salpicadas de centenares de chalets y urbanizaciones. Jardines bien cuidados, medidas de seguridad por doquier y edificaciones de lujo. Nos encontramos en San Pedro Garza García, localidad de 125.000 habitantes en el área metropolitana de Monterrey, el municipio más seguro y rico de México, y tenemos cita en casa de don Mauricio Fernández, su alcalde. La finca “La Milarca” es un fortín, con numeroso personal de seguridad y coches blindados que nos trasladan hasta la puerta de la residencia, con tiempo insuficiente para encontrar una excusa a nuestro imperdonable retraso. Por si fuera poco, desde el Consulado de España nos han comunicado que el señor Cónsul, sabedor de nuestra visita y buen amigo del alcalde, también estará presente. 
Nos deshacemos en disculpas pero don Mauricio nos ayuda pronto a olvidar nuestra dolorosa impuntualidad. Nuestro anfitrión es hombre afable, cercano, y nos hace sentir como unos amigos venidos de España que hace tiempo que no veía. Gaudencio Villas, el Cónsul General, resulta ser un joven barcelonés en zapatillas deportivas, simpático y distendido, que nos da la bienvenida en nombre de la madre patria. Isabel Soria, escritora, documentalista y mi socia en esta aventura americana, le pone al corriente de nuestro proyecto: estamos realizando un documental para televisión titulado “Los cielos españoles”, que sigue la pista de los techos mudéjares que abandonaron España a principios del siglo XX, comprados por el magnate norteamericano William Randolph Hearst. Un proyecto netamente aragonés, subvencionado por nuestra Dirección General de Cultura y Patrimonio y con el compromiso en ciernes de la televisión autonómica para su futura emisión. Mientras tanto, un servidor, auxiliado por Sergio Sánchez, se dispone a filmar cada rincón de la casa, acompañado por don Mauricio. 
¿Cómo describir “La Milarca”? El japonés Tadao Ando, premio Pritzker de arquitectura, la definió como “el espacio privado más hermoso del mundo”. Un conjunto de edificaciones en barro tradicional que se concibieron en función de los techos que iban a cubrirlas: la majestuosa armadura de 36 metros de largo procedente de la Universidad de Almagro, Ciudad Real; un techo sevillano adornado con bellísima cerámica; otro palentino, con decoración pintada en rojo vivo, y una media naranja que Hearst regaló a su médico asegurándole que procedía de la Alhambra granadina. Pero Don Mauricio es mucho más que un apasionado de los techos mudéjares españoles. En su casa alberga una colección excepcional compuesta por piezas paleontológicas únicas en el mundo, arte precolombino, obras de Frida Kahlo y Diego Rivera, piezas de valor incalculable como la espada que regaló Carlos I a Hernán Cortés, arcos góticos franceses encastrados en los muros… Una lista inacabable de maravillas que hacen que el visitante sea incapaz de cerrar la boca de puro asombro. Una casa que es una obra de arte en sí misma, según la norma más estricta de la exquisitez y el buen gusto. 
Les aseguro que el oficio de producir documentales culturales – y minoritarios, ¡ay! – suele ser muy ingrato. Pero en ocasiones uno tiene la oportunidad de conocer lugares únicos y personajes singulares que te dejan una huella profunda, como “La Milarca” y su creador, el polifacético don Mauricio Fernández Garza. Entonces me digo, “a lo mejor todo esto merece la pena”. Ustedes juzgarán por sí mismos. No pierdan la pista de “Los cielos españoles”.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

HEARST CASTLE (12/11/2017)

Orson Welles tenía la increíble edad de 25 años cuando concibió una de las películas más influyentes de la historia. En 1941, “Ciudadano Kane” supuso una revolución estética, pero el jovencísimo director supo llegar mucho más allá. Aunque el protagonista de la historia, Charles Foster Kane, estaba descaradamente inspirado en el magnate de la prensa William Randolph Hearst, una de las figuras más conocidas de la sociedad norteamericana del momento, Welles rodeó al personaje de un aura de misterio que fue el complemento perfecto al uso de un lenguaje cinematográfico innovador. 
Al conocer el proyecto, Hearst entró en cólera. Hacía falta un valor rayano en la locura para enfadar a uno de los individuos más poderosos del país, y Welles, que tenía entonces una prometedora carrera artística por delante, se la jugó. Lo mismo que George J. Schaefer, que arriesgó la supervivencia de RKO Pictures al enfrentarse al grupo mediático más grande e influyente que quizá haya existido nunca en ningún país del mundo. Pese a todo, Hearst no pudo impedir el estreno de “Ciudadano Kane”. La película fracasó, pero su reestreno en Estados Unidos en 1956 tras la muerte del magnate y la influencia de la crítica francesa hicieron que el prestigio de la obra aumentara año a año, de forma imparable. El crítico Roger Ebert fue tajante: “Está decidido. Ciudadano Kane es, oficialmente, la mejor película de la historia”. 
Para presentar a William Randolph Hearst en Norteamérica, todo este preámbulo cinematográfico hubiera sido innecesario. Mientras que en Europa el ficticio Kane es un referente cultural y Hearst casi un desconocido, en los Estados Unidos el magnate de la prensa continúa siendo un personaje histórico legendario. Acumuló tanto poder que nadie que aspirara a una magistratura importante en su país, incluyendo al mismísimo presidente, podía prescindir del veredicto favorable de sus centenares de periódicos. El legado empresarial de Hearst sigue vivo, cien años después. Tras la crisis que le obligó a liquidar gran parte de su imperio, sus herederos lograron recomponer el conglomerado mediático que ha subsistido hasta hoy. Pero más allá de sus empresas, Hearst legó para las generaciones futuras algo mucho más personal: su colección de arte, que acumuló durante décadas de forma casi compulsiva, trayendo desde Europa toda la belleza en forma de pinturas, tapices, techos, armaduras y hasta monasterios enteros, que su inmensa fortuna pudo comprar. La colección fue liquidada pero una parte muy representativa, el Hearst Castle, la extravagante y fastuosa mansión que se hizo construir en San Simeón, fue a parar al Estado de California. Hoy es un parque nacional con más de medio millón de visitantes al año que se extasían en sus más de 160 habitaciones repletas de obras de arte de toda procedencia, algunas de ellas aragonesas: entre otras, el techo de la sala de billar procede de Barbastro y el del dormitorio de Hearst perteneció a un palacio turolense. 
Los más cinéfilos ya lo habrán adivinado: San Simeón es el Xanadu de Charles Foster Kane, su alter ego cinematográfico. Como el personaje de Welles, es muy probable que lo más auténtico de su personalidad se refugiase allí, cerca de los objetos que despertaron su pasión. Por eso es un retrato tan certero de su creador: apasionado, excéntrico, excesivo, ostentoso y sensible. Quizá también el retrato de todo un país, que lo considera su “castillo” más importante. Si se acercan a California, Hearst Castle es una visita obligada.