viernes, 28 de enero de 2011

HÉROES (28/01/2011)

Siento debilidad por las profesiones heroicas. Con frecuencia, el trabajo de bomberos, policías o médicos conlleva un sacrificio, una entrega a los demás, que no me deja indiferente; me anima a tratar de ser una persona mejor. Entre ellos, los bomberos son los profesionales mejor considerados. Acuden a solucionar todos los marrones imaginables que se puedan presentar: si tu gato se ha subido a un árbol y no quiere bajar, si te has quedado colgado en el ascensor, o si tu casa arde por las cuatro esquinas y alguien se tiene que jugar la vida para sacarte. La policía tiene algo menos de suerte. Como en el caso de los bomberos, muchas de sus actuaciones profesionales llenas de sacrificio generoso, tienen reflejo en los medios de comunicación. Sin embargo, mientras a los bomberos rara vez se les baja del pedestal, a los policías se les afean los errores y se les juzga severísimamente cuando los cometen. O cuando parece que los han cometido. En este sentido, aún hay otra profesión más maltratada: los médicos. ¿Son héroes los médicos? - preguntarán algunos, suspicaces. Yo no tengo dudas. Rajar la carne para extirpar tumores, sacar niños, componer huesos o, simplemente, atreverse a diagnosticar sobre el funcionamiento de una maquinaria tan compleja e impredecible como la humana – permítanme la grosería – requiere tenerlos bien puestos. Su caso es el más dramático de todos: por regla general, sólo aparecen en los medios cuando se equivocan. Cada día, miles de intervenciones complejísimas practicadas con nervios de acero, diagnósticos salvavidas, pasan completamente desapercibidos. Sin embargo, un error, o a veces, la apariencia de un error, merece gruesos titulares. Todos ellos son verdaderos héroes. Personalmente, los necesito. Más que a Belén Esteban o a Karim Benzema. Estos, por desgracia, no me hacen el papel.

viernes, 21 de enero de 2011

EL MELONAR ESPAÑOL (21/01/2011)

La expectación era grande. Los pasillos del Senado, donde habitualmente se aburre hasta el mármol reluciente de sus suelos, bullían esta vez de periodistas y cámaras de televisión. Se disponía hablar el socialista Ramón Aleu. Tampoco esta vez el contenido de sus palabras tenía demasiada importancia. Por primera vez, un senador iba a dirigirse al pleno en catalán, y unos traductores titulados trasladarían sus palabras a sus señorías en lengua castellana. El resto de lenguas cooficiales – euskera, gallego y valenciano – esperaban ansiosamente su turno. Para los defensores de la medida, se trata de una brillante demostración de la pluralidad lingüística y cultural de España, una conquista de la democracia, un avance histórico. Para sus detractores, entre los que me incluyo, una melonada. Sin embargo, ¡ay!, las cosas nunca son tan sencillas. Constatar que España amenaza con convertirse en un gran melonar, es una obviedad. Que la mayor aspiración de los partidos nacionalistas – PNV y CiU incluidos – es ver el día en que sus churumbeles no logren expresarse en castellano con corrección, y den otro paso más hacia la separación de España, es otra gran obviedad. Lo que no parece estar tan claro para algunos, es que lo absurdo del uso de lenguas cooficiales en el Senado español va mucho más allá del coste económico de los traductores. Lo que deja de manifiesto es la completa inutilidad de la institución: si lo que se discutiera dentro de esa cámara tuviera alguna trascendencia, una tontería de tal calibre jamás se habría permitido. En todo caso, que nadie se alarme. Todo seguirá igual. El Senado seguirá celebrando sesiones intrascendentes, y populares y socialistas volverán a incluir su reforma en los programas electorales. Reforma que nunca emprenderán. Qué bonitos melones nos van a salir.

viernes, 14 de enero de 2011

OBSOLESCENCIA PROGRAMADA (14/01/2011)

No hay quinto malo. A pesar del dicho, pronto descubrí que tener por delante a cuatro hermanos en la estricta jerarquía de una familia numerosa, tenía sus inconvenientes: jamás me sentaba junto a la ventanilla en el atestado coche familiar, y mis libros de texto, al comienzo de cada curso, nunca tenían ese aroma embriagador a tinta fresca, a tapas nuevas, que eran bálsamo infantil para soportar el traumático fin del verano. Muy pronto, sin yo saberlo, la obsolescencia programada iba a venir en mi auxilio. Los editores comenzaron a cambiar sistemáticamente los libros de texto, de un año para otro. El contenido era casi idéntico – se limitaban a cambiar las tapas, la maquetación y las fotos de sitio – pero, para desesperación de mis padres, aquello impedía que pasaran de unos hermanos a otros. Lejos de la autárquica España, la obsolescencia programada no era un fenómeno nuevo. En los años veinte, los fabricantes de bombillas ya se habían dado cuenta de que diseñar productos demasiado duraderos era un negocio dudoso; que las bombillas debían tener una vida útil limitada para que el consumo no decayese. Con el tiempo, la estrategia se hizo más refinada: el consumidor debía sentir que la ropa que vestía, el coche que conducía, ya no valían porque se habían pasado de moda. Los bienes de consumo se hicieron cada vez más atractivos, más tecnológicos, más efímeros. Hoy, la obsolescencia programada constituye la filosofía no declarada de nuestro sistema económico. Sólo una hecatombe, que la especie humana lleva ya unas décadas incubando pacientemente, sería capaz de cambiarla. ¿Aterrador? Quizá no tanto. Después de todo, ¿existe algo más obsolescentemente programado que la propia maquinaria humana? Les dejo. He quedado con mi señora para ir de rebajas. No se maltraten. Son cuatro días.

jueves, 6 de enero de 2011

SUPERVIVENCIA (06/01/2011)

La España fumadora anda soliviantada y levantisca. La prohibición total de fumar en espacios públicos cerrados ha caído como una bomba entre los once millones de españoles adictos a la nicotina. Los propietarios de bares y restaurantes auguran pérdidas millonarias, despidos y cierre de locales. Para añadir más leña al fuego estamos los medios de comunicación y los políticos oportunistas. Hoy por hoy, si alguien le abre una ceja a otro en una discusión tabernaria por culpa del tabaco, tiene asegurados sus cinco minutos de gloria warholiana en todos los informativos de España. En la categoría de desfachatez política, el inefable alcalde de Valladolid, con sus declaraciones sobre Leire Pajín, Bertold Brecht y los nazis, ha puesto el listón tan alto que tendrá el efecto saludable de desanimar a cualquier otro que quiera igualarlo. Creo que la ley era necesaria. Probablemente, su entrada en vigor hubiera sido menos traumática en época veraniega, cuando el buen tiempo permite disfrutar de las terrazas al aire libre, pero las urgencias políticas de un gobierno acosado por todos los frentes son las que son. La prohibición de fumar en la entrada de los hospitales, colegios o parques infantiles, es la clásica españolada legislativa, propia de gobiernos que lo quieren hacer todo de una vez y no dejar ninguna medalla que ponerse al que le sustituya. Dudo mucho que se aplique. Sin embargo, hay una cifra devastadora, que debería ser suficiente para acabar con el debate de raíz: cinco mil personas mueren cada año en España por respirar pasivamente el humo del tabaco. Cuando se pone en peligro la vida de los demás, cuando la muerte ronda, las palabras respeto y convivencia se quedan muy cortas. No se pide a nadie que deje de fumar en lugares públicos cerrados. Se le obliga. No es cuestión de gusto por prohibir. Es cuestión de supervivencia.