lunes, 18 de diciembre de 2017

DIME LA VERDAD (17/12/2017)

Son la sensación del momento. Altos, guapos, ricos y famosos. Si les digo que fueron deportistas olímpicos van a pensar que les hablo de un Urdangarín redivivo y por duplicado, pero no, los gemelos Tyler y Cameron Winklevoss alcanzaron la fama por motivos muy diferentes a los de nuestro desgraciado compatriota: en 2004 acusaron a Mark Zuckerberg de haberles robado la idea que dio origen a Facebook y lograron que este les compensara con 65 millones de dólares. La batalla legal fue contada en “La red social”, la estupenda película de David Fincher, y los gemelos Winklevoss se convirtieron en personajes legendarios antes de cumplir los treinta años. 
Muchos se habrían conformado con llevar una vida confortable y alejada de los focos, pero no así los Winklevoss. Debieron pensar que la providencia no les había regalado 196 centímetros de altura, mandíbulas de estatua griega y matas de pelo frondoso para quedarse en casa. No contentos con haber estado en el ojo del huracán del nacimiento de Facebook, un fenómeno social de proporciones planetarias, se empeñaron en ser protagonistas de otro acontecimiento que está condenado a pasar a la historia: el desarrollo de Bitcoin, la moneda virtual que hoy hace furor en los mercados financieros de todo el mundo. 
El dinero es, por definición, un concepto virtual, una convención por la que concedemos valor a un elegante trozo de papel y hacemos de esa suposición la base de todos nuestros intercambios económicos. Sin embargo, el Bitcoin significa ir un paso más allá. El valor de este dinero lo sostiene únicamente la comunidad de inversores, sin ningún control de una autoridad estatal o internacional. Estarán conmigo en que todo este asunto tiene un parecido asombroso a todos los cracks bursátiles que en el mundo han sido, pero eso no parece desanimar a los que ahora compran Bitcoins como si no hubiera un mañana. Los Winklevoss lo hicieron a precio de saldo. Cuando pare la música - que es lo único seguro que pasará con este negocio - apuesto a que no serán de los que se queden sin silla, o con el culo al aire, por decirlo más gráficamente. Los que acaben perdiendo hasta la camisa tendrán menos pelo y más papada, y en el peor de los casos acabarán surcando el cielo de Manhattan en el colmo de la desesperación. 
Esta semana, al calor del asunto de los Bitcoins, la BBC emitió un programa de radio especial dedicado a los gemelos de moda. El padre de las criaturas, matemático y hombre de inteligencia preclara, reflexionaba con brillantez sobre el secreto del éxito de sus hijos. Para él, Tyler y Cameron forman un equipo competitivo porque cada uno proporciona al otro la cuota de verdad constructiva que se necesita en la vida para tomar las decisiones correctas. En los negocios, en la vida personal o como remeros olímpicos. Los padres suelen ser los encargados de cumplir con esa misión, pero mientras es más que probable que un hijo acabe rebelándose contra su padre, un gemelo rara vez lo hará contra su hermano. 
Y es que la Verdad es la mercancía más valiosa que existe. Ante ella, que se quiten los Bitcoins o los lingotes de oro. Admito que también tiene algo de virtual y que es difícil hallarla libre de prejuicios, miedos y otras impurezas, pero cuando uno se la encuentra no hay experiencia en la vida más dolorosa, educativa o reveladora. Los Winklevoss se dicen la verdad el uno al otro, cada día, y tengo la intuición de que no se cobran nada por ello. Cómo no van a tener éxito. Lo contrario hubiera sido incomprensible.


LA REVOLUCIÓN QUE NUNCA LLEGÓ (10/12/2017)

No lo dicen públicamente pero tienen que estar decepcionados. Los consellers del gobierno catalán abandonan la cárcel con paso acelerado – no vaya a ser que a última hora cambien de opinión – y saludan a sus partidarios sin mucho entusiasmo. ¿Esperaban más de ellos? A juzgar por documentos como “Enfocats”, la famosa hoja de ruta que elaboraron los cerebros del procés para garantizar el éxito de la secesión y que fue incautada por las fuerzas de seguridad, es evidente que sí. Era necesaria una gran determinación para lograr los objetivos – se decía en el documento – pero, sobre todo, esa determinación tenía que ser compartida por la ciudadanía, que debía implicarse de forma activa “incrementando el nivel de conflictividad según fuera la respuesta del Estado”. Aunque la palabra no llegue nunca a emplearse, debajo de la hojarasca retórica apenas se esconde un anhelo tan viejo como el mar Mediterráneo: la revolución. 
El diccionario la define como “cambio violento y radical en las instituciones políticas de una sociedad”, pero quizá se eche en falta alguna alusión al “pueblo”. Porque las revoluciones se preparan en los despachos por una minoría de individuos, pero es el pueblo el que las hace triunfar o fracasar, en la calle. Los presuntos rebeldes creían conocer muy bien a ese pueblo catalán del que esperaban tanto. Lo habían categorizado según su ideología en una escala que iba desde los “convencidos del no” hasta los “convençuts hiperventilats” (convencidos hiperventilados), pasando por los “convencidos históricos”, los “convencidos recientes pero débiles” y los “indecisos”. Hay que reconocer que lo de la hiperventilación no carece de gracia, si es que un asunto tan serio pudiera llegar a tener alguna. El problema es que cualquier intento de predecir el comportamiento de un pueblo está condenado a equivocarse. Lo que ocurrió el día 27 de octubre, contra el pronóstico de los conspiradores del “Enfocats”, es que tras la esperpéntica y dubitativa declaración unilateral de independencia, el pueblo catalán se fue a su casa. A hacer la cena, a ver Netflix, a hacer sus cosas. La desobediencia civil, la “conflictividad” de la que hablaba eufemísticamente la hoja de ruta, la dejaron para otro día. Mariano Rajoy, que hasta ese día era la encarnación misma de la debilidad, cesó al Govern, disolvió el Parlament y convocó elecciones en aplicación del artículo 155 de la Constitución. Por su parte, los jueces empezaron a hacer su trabajo, concienzuda y minuciosamente, y los consellers a huir al extranjero o a ingresar en prisión, según los casos. Y no pasó nada. El estado español mostró músculo y el estat català, molla. Los independentistas – hiperventilados incluidos – hicieron huelga, protestaron, sacaron lazos amarillos a la calle pidiendo la libertad de sus líderes, pero una vez acabada la jornada reivindicativa se fueron a su casa. A hacer la cena, a ver Netflix, a hacer sus cosas. 
En el clamoroso silencio de su celda, más de un conseller habrá tratado de disculpar a su pueblo: “¡con este frío es imposible hacer una república, collons!” No les falta razón; puestos a elegir una fecha revolucionaria, la próxima vez mejor en primavera o en verano, como los franceses el día de la Bastilla o los españoles en el 31. ¿Y qué me dice de los rusos en el 17, que ahora estamos de centenario? Bueno, los rusos tenían mucha más hambre que los catalanes y, además, acuérdese de Napoleón, Hitler y el “General Invierno”. Está clarísimo. Con el frío, los rusos rinden mucho mejor.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

C + C = F (03/12/2017)

En plena resaca del Black Friday y con la Navidad casi a la vista, cortesía de los grandes almacenes que encienden las bombillas cada año un poco antes, tengo el placer de presentarles la fórmula magistral de mi invención, C + C = F. Admito que su parecido con la nomenclatura de los gases clorofluorocarbonados no es demasiado estética pero, como fórmula, es tan fácil de memorizar que ni el alumno más zángano perdería un minuto en escribirla en la palma de la mano para copiar en el examen. No prolongaré más el misterio, querido lector: Consumo más Creatividad, igual a Felicidad. 
Que nadie se alarme. No tengo intención de caer en lugares comunes sobre los peligros de nuestra civilización consumista y sus excesos. Si me limitara a escribir lo que ya pensaron unos y repitieron otros hasta la saciedad, más me valdría poner a la venta este faro y dedicarme a otra cosa. Para empezar, yo quería que la primera C de mi fórmula respondiese al término "consumismo". El problema es que la mala conciencia de la civilización occidental ha hecho que el diccionario lo defina como "tendencia inmoderada a adquirir, gastar o consumir bienes, no siempre necesarios", y que no exista otro término menos negativo. Irónicamente, en la sociedad humana que más consume de la historia, consumir no está bien visto, por mucho que se trate de una actividad esencial para la supervivencia. Lo contrario del consumo es la anorexia, la inanición, o dicho con esa palabra terrible que ha diezmado poblaciones y quitado el sueño a nuestros semejantes desde la noche de los tiempos, el hambre. La derrota casi definitiva de esta espantosa plaga puede considerarse el triunfo más resonante de nuestra civilización, con mucha diferencia. Lo justo y decente sería compartir esta victoria con cada ser humano sobre la tierra, pero permítanme la frivolidad de pasar de largo por este vergonzoso asunto para regresar a mi fórmula. Lo que intento decir es que no hay nada esencialmente malo en consumir. El problema, si se quiere alcanzar la soñada F, es que el Consumo debe ser complementado con la otra C, la Creatividad, y aquí reside la bendita madre del cordero. 
Se tiende a confundir la creatividad con lo artístico, que es solo una categoría. Por eso muchos ignoran que se puede ser un gran creador sin apuntarse a un curso de acuarela o de escritura creativa. Tal y como yo lo entiendo, crear consiste en cualquier actividad humana única y original, es decir, la que podamos realizar cualquiera de nosotros, seres únicos e irrepetibles en la inmensidad del Cosmos, pero con el requisito esencial de que se proyecte hacia los demás, hacia el prójimo, el que está cerca. Y el que está lejos también. ¡Entonces la vida está llena de posibilidades "creativas"! Por descontado. No estamos aquí para que la Felicidad sea una quimera inalcanzable. Cultivar la amistad, el amor familiar, participar en una buena conversación, son actividades altamente creativas que satisfacen la C mayúscula de nuestra fórmula. Cultivarse a uno mismo con el aprendizaje o la lectura de un buen libro también es creatividad de alto octanaje, porque refuerza los aspectos positivos de nuestra personalidad que acabaremos "volcando" en los demás. Incluso pasar la tarde de compras, buscando "bienes no siempre necesarios" para regalar a los que más queremos, pertenece más a la segunda C que a la primera. Consumamos pues sin temor, pero Creemos y compartamos. No se me ocurre mejor manera de pasar el largo y frío invierno que nos aguarda. Sean Felices.