domingo, 28 de mayo de 2017

LOS MODOS (28/05/2017)

Dicen las malas lenguas que ya cruzaron la frontera del medio siglo pero sus seguidores no acabamos de creérnoslo. Fernando Navarro y Michel Gracia, fundadores de Los Modos, la banda de pop-rock más genuina y duradera de la movida zaragozana de los 80, son dos personajes a los que el tiempo ha dejado de importunar porque ya son una causa perdida. Si para el resto de los mortales el paso de los años tiene un efecto apaciguador que ralentiza la existencia, para Fernando y Michel la vida sigue teniendo el ritmo de una canción de tres minutos – nunca más larga, por favor - llena de adrenalina y pasión por las cosas que merecen la pena. La música, por supuesto, la amistad, la belleza o una buena conversación. 
Los Modos surgieron en 1984, al calor de aquella efervescencia que acertó a llamarse “movida” y que trajo una fecunda hornada de músicos de lo más variopinto. Descarados, oportunistas o simplemente geniales. Como su nombre indica con pocos matices, Los Modos bebían de la cultura mod británica y de las bandas fundacionales de los 60 – The Beatles o The Who - pero también de la frescura de la New Wave de finales de los 70 con The Jam. No fueron el grupo más exitoso de su tiempo ni lograron el ansiado contrato discográfico que significaba por entonces el salto a la profesionalidad. Los Modos no triunfaron pero fueron una cantera de músicos de la que se alimentaron algunos de los grupos más importantes que ha dado esta tierra: su batería, Pedro Andreu, recaló en Héroes del Silencio, y Gonzalo Alonso, “Gonso”, lo hizo en Días de Vino y Rosas, banda de culto que fundó Juan Aguirre, la parte yang de Amaral. 
Algún cronista con pocas ganas de pensar podría colgarles la etiqueta de grupo maldito, pero se equivocaría por completo. En primer lugar, porque Los Modos es hoy una banda que sigue viva, vivísima. En este mismo momento que escribo, estoy seguro de que los miembros de su actual formación, Fernando, Michel, Mauro y José Ramón, están en el local de ensayo preparando el próximo bolo. Es imposible moverse por esta ciudad y no tropezar con ellos tocando prácticamente en cualquier sitio: en la calle, en algún minúsculo bar de la Magdalena o en la plaza del Pilar delante de 20.000 personas, como ocurrió gloriosamente hace tres años. Son un fenómeno musical y vital tan insólito que podrían inspirar un buen puñado de libros de autoayuda. Porque obligan a repensar el significado de la palabra éxito. Éxito es ser cada día mejor músico. Éxito es seguir tocando después de 34 años con la misma pasión, sin malos rollos y dejando el divismo del rock para los tontos. Éxito es alcanzar ese punto de sabiduría en el que te importa un huevo el éxito mismo. 
Pero para entender este pequeño milagro es obligado regresar a sus dos artífices, Michel y Fernando. A primera vista se parecen como un huevo a una castaña: Michel tiene el aire mediterráneo de un italiano seductor y Fernando el de un lord británico que se ha dejado el bombín en casa; Michel es publicista y Fernando hombre de leyes; pásmense: ¡Michel es de izquierdas y Fernando un convencido liberal! ¿Cómo han llegado estas dos personas tan aparentemente distintas a formar una sociedad artística tan duradera? Humildemente, solo puedo aventurar algunas respuestas. Por admiración mutua, que es la que nutre la amistad. Por lealtad, que es lo que practican los amigos que no pueden dejar de serlo. Si van por la calle y escuchan un hit de pop-rock vitalista y contagioso, deténganse. Serán ellos. Los Modos, para siempre.    

viernes, 26 de mayo de 2017

EXPRÓPIESE (21/05/2017)

El difunto Hugo Chávez tenía la fea costumbre de pasearse por las calles de Caracas acompañado de una corte de fieles, señalando edificios y gritando: “¡Exprópiese!” Francamente, no creo que la expropiación forzosa tenga cabida en una lista de medidas sensatas de política económica para ningún país del mundo que aspire a la normalidad. Sin embargo, como medida excepcional para la satisfacción del interés general sigue siendo un arma jurídica a la que no se debería renunciar. ¿Existen límites a la propiedad privada? Como las meigas, haberlos, haylos, y hace unas semanas juro por lo más sagrado que me tropecé con uno. 
Era la fiesta anual del escabechado en Castejón de Valdejasa. El pueblo entero desprendía un aroma a conejos y perdices, cocinados con esa receta que los castejoneros han elevado a la excelencia. Nuestra intención era hacer una ruta en bicicleta por los pinares que rodean la población, pero el plan sufrió una modificación inesperada: reservamos mesa en Casa Arrieta para la vuelta, acortamos la ruta y comenzamos a pedalear embriagados por las promesas escabechadas que flotaban en el aire. ¡Dios bendito, qué paisajes! Para mi vergüenza, poco o nada sabía de que a 38 kilómetros de Zaragoza teníamos una de las masas de pino carrasco autóctono más importantes de la península. La excursión fue un bonito sube y baja por caminos no demasiado exigentes, entre campos de cebada y pinos centenarios. Para rematar, mis amigos Pablo Marín y Juan Urraca, mucho más jóvenes e impetuosos que yo, se empeñaron en subir a lo alto de un imponente castillo que se nos apareció en el horizonte. Bien por ellos. Llegué arriba con el corazón enloquecido pero con la suficiente lucidez para saborear aquellas viejas piedras. Distinguí la torre del homenaje con una peculiar decoración renacentista. Los torreones islámicos. Las formaciones de roca que el viento y la erosión habían convertido en monumentales pináculos. Si hubiera tenido mi cuaderno de las ideas a mano y cien pulsaciones menos por minuto, me hubiera puesto a escribir un western allí mismo. 
Regresamos al pueblo y nos entregamos por fin a la fiesta gastronómica que nos habíamos prometido. Nuestros anfitriones, Santiago y Olga, nos colmaron de atenciones y disfrutamos de una comida espectacular. Pregunté por aquel viejo castillo que me había dejado impresionado por su belleza y su abandono. ¿Cómo podía Castejón tener esa joya patrimonial en tal estado de ruina? No tardé en averiguar el motivo: el castillo de Sora, que así se llama la vieja fortaleza, es propiedad privada del duque de Villahermosa. Al parecer, el nobilísimo prócer – uno de los títulos más importantes de España – no hace demasiado por su conservación ni se ha mostrado receptivo a los intentos de algunas instituciones por devolverle su esplendor. La sangre ya me hervía por el sofocón que llevaba en el cuerpo, pero el conocimiento de la injusticia la calentó aún más. “¡Exprópiese!”, pensé allí mismo con acento casi venezolano. ¿Alguien podría concebir una acción más concreta y valiente para luchar contra la despoblación? ¿Tuvo algún duque oportunidad mejor de mostrar su grandeza que cediendo el castillo a la comunidad? Por favor, vayan a conocer Castejón de Valdejasa y sus escabechados. Lean el fantástico libro que la ubicua Marisancho Menjón dedicó al castillo de Sora hace algunos años. Les invitaría a subir a él, pero no quiero incitar a nadie a cometer delito de allanamiento. Aunque no habría delito más noble en este mundo.    

ENGLISH (14/05/2017)

Jean Claude Juncker, el actual presidente de la Comisión Europea, tiene fama de cachondo. Como fue primer ministro de Luxemburgo durante 18 años – un trabajo más fácil que entrenar al Barça – tuvo tiempo de desarrollar el sentido del humor de los ricos que no tienen que preocuparse por las cifras del paro. En el INEM de Luxemburgo deben estar tan aburridos que si te apuntas te regalan un reloj de oro. 
Lógicamente, a Juncker el Brexit le ha sentado como un tiro. Que tu mandato al frente de la Comisión vaya a ser recordado por el acontecimiento más traumático de la historia europea reciente es una puñalada trapera del destino que pide venganza. Que se preparen los británicos porque a partir de ahora Jean Claude solo dispara con bala. Hace unos días, en una conferencia pronunciada en Florencia, el presidente de la Comisión sorprendió a todos dirigiéndose a la audiencia en francés. Preguntado por ello, puso cara de luxemburgués sorprendido y espetó: “lenta pero inexorablemente, el inglés está perdiendo importancia en Europa”. 
La idea es atractiva. ¿Se imaginan qué cara se les quedaría a los arrogantes ingleses que no han pisado una academia de idiomas en su vida, si de la noche a la mañana su lengua ya no les sirviera para moverse por el mundo con despreocupación? Entonces sabrían lo que es acostarse con un buen dolor de cabeza, tragar saliva a decalitros o aparentar un C.I. de 80 por culpa del idioma. Por desgracia, este sueño se antoja improbable y la señora May continuará haciéndose un hueco en el olimpo de los primeros ministros británicos más nefastos de la historia sin bajarse de su idioma ni para pedir la hora. De momento, el inglés seguirá siendo la lingua franca europea porque ya hemos invertido en su aprendizaje tal cantidad de tiempo y de dinero – ¿verdad, Mariano? – que renunciar a él sería una locura. 
Tomen el sistema educativo español, por ejemplo. La obsesión por el bilingüismo no conoce límites, como he tenido la ocasión de comprobar recientemente a la hora de escoger el futuro colegio de mi hijo. Durante la agotadora tournée de jornadas de puertas abiertas a que tuve que someterme, no dejé de escuchar metáforas acuáticas que hablaban de inmersión lingüística, de sumergirse en el idioma desde edades tempranísimas y de hacerlo todo en inglés. Un ahogo. En uno de los colegios llegamos a asistir a una clase real de conversación dirigida por una nativa estadounidense que tenía el acento más cerrado que un granjero de Minnesota. Por el amor de Dios, ¡a qué velocidad hablaba aquella mujer! Cuando salimos de allí, varios padres habían empalidecido y parecían a punto de correr al quiosco a por todos los números del That´s english. La directora proclamó triunfal que si a alguno de los niños se le ocurría despertarse de la siesta antes de tiempo, se le empaquetaba una clase de inglés. Sospecho que el absentismo sestil va a ser bajísimo. 
No soy tan cazurro como para ignorar la enorme importancia de los idiomas en la educación. Lo que temo es el pendulismo hispánico: si un día fuimos campeones mundiales en ignorancia idiomática, ahora queremos ser los mejores en cuatro días. El problema es que esto no es Luxemburgo, nuestro primer ministro no es un cachondo y en el INEM hay que coger número, como en la pescadería. En aquella larga tournée colegial no escuché una sola voz que expresara preocupación porque los alumnos alcanzaran un nivel excelso de expresión oral y escrita en el idioma más importante de todos. Que no es otro que el español.

domingo, 21 de mayo de 2017

FAMOSOS (07/05/2017)

Ser famoso tiene que ser un fastidio. Que te reconozcan por la calle, que te señalen, que te paren constantemente para hacerse fotos contigo … ¿quién podría desear algo así? Imagino que al principio la cosa tendrá su gracia; después de todo, a nadie le amarga el dulce del afecto de los demás cuando es verdadero. Por desgracia para el famoso, habrá muchas otras veces en que el presunto admirador solo quiera la foto para presumir ante los demás y que el afecto sea tan poco sincero que ni siquiera se moleste en disimular. Ese día se sentirá como un mono de feria y deseará ser una persona como las demás. 
El problema de algunas profesiones es que la persona misma es el producto, y que ganarse la vida pasa indefectiblemente por ser popular. Piensen en los actores, cantantes, políticos, deportistas de élite o presentadores de televisión, atrapados en la cruel paradoja de la fama: cuanto más éxito tengan en su trabajo, más notoriedad, dinero y reconocimiento alcanzarán, pero también crecerá su aislamiento y las dificultades de hacer una vida normal. Lo que acaba pasando factura: la falta de contacto con la realidad suele provocar desarreglos emocionales que hacen que muchos famosos estén un poco desequilibrados, dicho sea con todo el cariño. 
¿A alguien le quedan ganas? A juzgar por el éxito de los programas de talentos y realities que llenan las parrillas de televisión, los aspirantes a la fama son legión, aunque para alcanzarla tengan que adelgazar veinte kilos en una isla desierta, aguantar estoicamente los desprecios de un jurado o declarar amor eterno al primero que pase. La ilusión de que cualquiera puede convertirse en una estrella gracias a Youtube o Instagram ha agudizado todavía más esta tendencia. Han aparecido nuevas categorías de famosos como la de los “influencers”, guapísimas y guapísimos modelos que encarnan un ideal al que aspiran millones de jóvenes y que son aprovechados por las marcas para vender sus productos. Los “influencers” suben fotos a las redes en las que siempre aparecen estupendos, viajando por lugares exóticos y viviendo una fiesta permanente. 
El problema de esta evolución del fenómeno es que ha acabado por pervertirlo por completo. En la sociedad anterior a la revolución digital, la fama llegaba por añadidura: era el resultado de destacar en una actividad determinada. Estaban las estrellas del cine o de la canción, pero también eran famosos los científicos, los literatos o los pintores. Todo el mundo sabía quién era Christian Barnard o Camilo José Cela porque eran modelos sociales a los que se admiraba. La actual exaltación de la fama ha creado tal competencia por aparecer en los medios que ha convertido la tarea en un oficio en sí mismo; tan laborioso que ha provocado que muchas personas dignas de admiración que tendrían mucho que decir a la sociedad no reciban la atención de los medios porque a estos no les queda espacio o porque no tienen ni el tiempo ni las ganas de reclamarlo. Como resultado, todo el mundo sabe quién es el zangolotino del hijo de Ortega Cano pero pocos conocen a Jesús Santamaría, catedrático de ingeniería química de la Universidad de Zaragoza que dirige una prometedora investigación oncológica basada en los catalizadores. 
Esta es nuestra realidad y con ella tenemos que lidiar. En compensación a estas pequeñas miserias, disfrutamos hoy de un acceso al saber y a la información como no se ha conocido jamás. Además, la historia siempre acaba poniendo las cosas en su sitio. A los famosos, también.      

viernes, 5 de mayo de 2017

¡ICEBERG, JUSTO DELANTE! (30/04/2017)

El hombre que pronunció esas fatídicas palabras se llamaba Frederick Fleet y ha pasado a la historia como el vigía que avistó una gigantesca masa de hielo frente al Titanic la noche del 14 de abril de 1912. En realidad vio una enorme sombra oscura, todavía más negra que la noche, y golpeó tres veces la campana de aviso como estaba establecido. Eran las 23 horas y 40 minutos, y todo lo que siguió es historia bien conocida: el Titanic no pudo virar a tiempo, chocó lateralmente con el iceberg y se abrió una vía de agua que acabaría por enviar al barco a las profundidades abisales del océano Atlántico. 1514 personas perecieron en el accidente.
Más de un siglo ha transcurrido desde entonces y el interés del público por la tragedia no decrece. Libros, exposiciones y películas han mantenido viva la memoria de aquel maldito viaje inaugural que iba a llevar a los 2223 ocupantes del Titanic a Nueva York en un tiempo récord y rodeados de todo el lujo de la época. Cada uno según su clase social, claro está: el barco era un reflejo preciso de la sociedad de la Belle Epoque, con sus proezas científicas y sus miserias morales. En 1912, la envanecida civilización occidental se dirigía a toda máquina hacia la Gran Guerra que dejaría dramáticamente al descubierto todas sus contradicciones, de la misma forma en que el Titanic surcaba temerariamente el Atlántico desoyendo todas las advertencias sobre la presencia de icebergs en sus aguas. Se dio la fatal coincidencia de la ausencia de luna y la extraordinaria planitud de las aguas que no rompían en la base del hielo delatando su presencia, pero hoy es sabido que lo que realmente llevó al Titanic al fondo del mar fue el orgullo, esa enfermedad social propia de la modernidad. Orgullo que se atreve a desafiar a las fuerzas de la naturaleza. Orgullo que lleva al exceso de confianza, a la imprudencia y a la estulticia. 
¿No les suena todo esto? ¿No escuchan al mismísimo Frederick Fleet tocando la campana desde la cofa del Titanic? Como toda sociedad moderna siempre mira al pasado con desdén – también lo hacía la que construyó el barco más famoso del mundo – nos gusta pensar que las enseñanzas de la historia son para otros. Gravísimo error. Estoy convencido de que la persistencia del recuerdo del Titanic nace de la intuición de que aquella catástrofe guarda todavía muchas lecciones que son de absoluta vigencia hoy en día. Volvamos al infeliz vigía Fleet, sin ir más lejos. ¿Les parece sensato dejar el destino de un barco mastodóntico, carísimo, orgullo de la ciencia en manos de un jovenzuelo de 24 años, aterido de frío y sin más ayuda que sus ojos en medio de la noche? ¿Y qué me dicen de dejar al país más rico, poderoso, y armado del mundo en manos de un septuagenario narcisista y malcriado? Uno de los problemas más acuciantes de los tripulantes del Titanic durante la primera hora que siguió al impacto fue convencer a los pasajeros de que debían ocupar los botes-salvavidas porque el barco se hundía. Nadie se lo creía. ¿No se parece esto a las reiteradas advertencias de los científicos sobre el cambio climático y sus potenciales efectos devastadores sobre la tierra? 
El vigía Frederick Fleet sobrevivió a la tragedia. Dicen que nunca llegó a superar el trauma por una culpa que no le correspondía. Se suicidó en 1965, a los 77 años, y su cuerpo fue enterrado en el cementerio de indigentes de Southampton. La visión de aquella sombra en medio de la noche cambió su vida para siempre. Era un iceberg y estaba justo delante.