sábado, 31 de diciembre de 2016

NAVIDAD, TÉCNICA MIXTA (31/12/2016)

En “Mr. Turner”, la película de Mike Leigh que narraba los últimos años de vida del pintor inglés, aparecía una deliciosa escena sobre un acontecimiento histórico que siempre me ha interesado: la aparición de la fotografía y la reacción que debió provocar en los pintores de la época. Corría el año 1840 y a oídos de Turner había llegado la noticia de un invento francés, el daguerrotipo, que era capaz de ejecutar un retrato en cuestión de minutos con una fidelidad desconocida. Muy pronto, el artista se deja caer por el estudio de aquel pionero de la fotografía para hacerse un retrato. “Nos vamos a quedar sin trabajo”, concluye risueño, contemplando el resultado. Probablemente, aquella visión le confirmó que su obra había seguido, instintivamente, el camino correcto: abandonar el más estricto realismo para explorar nuevos territorios bañados por la luz, una luz que Turner había elevado a la categoría de Dios y que protagonizó las obras de su última época. La historia de la pintura sufre a partir de entonces una aceleración exagerada. Goya precede ligeramente a Turner, al que siguen Monet, Gauguin, Van Gogh, Klimt, Picasso… La lista sería inacabable y la de los movimientos pictóricos también. Todo, en un período de tiempo relativamente corto si lo comparamos con la acumulación de siglos precedentes en los que la pintura, estilísticamente, avanzó a la velocidad de un carro tirado por bueyes.
¿Dónde acaba todo esto? ¿Hemos llegado al final del trayecto? Contemplen la fotografía que acompaña a este artículo. “Navidad. Técnica mixta”. No sé a ustedes, queridos lectores, pero a mí esta postal navideña me parece una composición muy sugerente. Una sencilla obra de arte donde la pretenciosidad, la peor plaga del arte moderno, brilla por su ausencia. Puedo dar fe de ello. Básicamente, porque el autor de esta pequeña pintura es mi hijo Manuel, que solo tiene dos años cumplidos. Llegado este momento, el de la revelación sorprendente, cuando todavía tengo el conejo palpitante recién sacado del sombrero, se imponen una serie de explicaciones. Punto número uno: es obvio que se me cae la baba por mi hijo. Lo admito, es como una catarata. Pero no es menos cierto que su obra, pintada con sus deditos y con la ayuda de una espátula - de ahí lo de la técnica mixta, pretenciosidad, esta vez sí, atribuible únicamente a su padre – es de una belleza chocante. ¿Puro azar? En parte sí, pero solo en parte. Cuando Manuel ejecuta sus obras no emborrona indiscriminadamente la cuartilla; se detiene justo en el momento en el que las da por acabadas y dice: “Ya”. Lo que puede interpretarse como el germen de una voluntad autoral si nos ponemos – otra vez – un poco pedantes.
Alguien dirá que no es la primera vez que la obra de un niño se ha tratado de comparar con el arte de los adultos. La diferencia, aquí, es que yo no tengo la menor intención de desacreditar el arte moderno como un gran camelo, como suele ocurrir en estos casos. Afirmo, en cambio, que la democratización del arte como consecuencia de los avances tecnológicos podría llevar a su desaparición tal y como lo conocemos. Si un niño de dos años puede crear belleza en una pintura, igual o mejor que un adulto, a lo mejor están temblando los cimientos de la cultura occidental. Pero dejemos ya las grandes reflexiones y vayamos a lo práctico. “Navidad. Técnica mixta” está en venta. Si alguien quiere decorar su salón con esta pequeña obra maestra de Manuel Herraiz, intuyo que no habrá ningún problema. Pregunten por su papá.

lunes, 26 de diciembre de 2016

COTILLÓN (24/12/2016)

La palabra viene del francés, y designa a ese baile tan distinguido en el que se cambia de pareja y que aparece en toda película de época dieciochesca que se precie. Que semejante muestra de refinamiento pueda llegar a transformarse en una fiesta de nochevieja con Dj, recena, bolsa de matasuegras y derecho a diez consumiciones alcohólicas de alta graduación, y todo ello sin cambiar de nombre – cotillón –, es algo que escapa a mi entendimiento. Supongo que es la simple evolución de las cosas. Celebrar la llegada del nuevo año comenzó siendo una actividad de las clases acomodadas, y al ir popularizándose ganó en espontaneidad, desinhibición e incluso diversión, dejándose por el camino buena parte de la elegancia y el buen gusto. Que nadie se enfade, por favor. Igual de respetable me parece el cotillón de la Sala Multiusos del Auditorio con un Dj masacrando los tímpanos del personal, que el del Gran Hotel, debajo de una lámpara de araña y con una big band amenizando con canciones de esas que dicen “de toda la vida”. La diferencia es que al primero solo iría a punta de pistola o a cambio de dinero. Al segundo estoy esperando a que me inviten, hasta hoy, sin éxito.
Cada edad tiene su momento, claro está. Salir en nochevieja es cosa de jóvenes, más que en ninguna otra del año; y no porque los de mediana edad seamos gente aburrida o echada a perder, sino porque sabemos mucho más por viejos que por diablos. Alguien que ha dejado atrás la frontera de la juventud para meterse de lleno en el segundo acto de la función, debería tener el conocimiento suficiente para saber que la noche de fin de año es siempre la crónica de una decepción anunciada. Un fiasco. Aburrimiento servido en vaso de plástico. Personalmente, puedo hablar con cierta autoridad. En noches de fin de año he ido a cotillones cerrados, abiertos y semi-abiertos, a fiestas de disfraces, a casas rurales, me he rebozado por el suelo, he caído en zanjas, he visto doble, triple, he visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser, y he tenido resacas imposibles de describir. ¿Saben qué? De todas esas largas horas de noctambulismo, apenas podría recordar uno o dos momentos realmente memorables. He necesitado demasiados años para comprender que, al menos en mi caso, tratar de divertirme por obligación, porque lo manda el calendario, la tradición o simplemente la presión social, me provoca el efecto contrario: la melancolía y el anticlímax. Cada día estoy más convencido de que los momentos de felicidad rara vez se anuncian; más a menudo, surgen, porque sí.
A la luz de esta sabiduría que me han proporcionado los años, podrán imaginarse mis planes de cotillón para esta nochevieja: cuando se apaguen los ecos de las campanadas, me arrellanaré en el sillón para apurar las uvas viendo a Bertín Osborne brindar por la navidad en pleno mes de noviembre, en ese especial fin de año enlatado en el que volverá a cantar sus villancicos Raphael, exactamente igual que el día en que nací. A mi alrededor revolotearán, excitados, mis queridos sobrinos. Recuerdo exactamente cómo me sentía en aquellos momentos, los que iban desde las uvas hasta salir de casa, cuando tenía su edad. Probablemente eran los mejores. Y cómo me asombraba la tranquila resignación de los que se quedaban, en el colmo de la decadencia. Ahora soy un señor de mediana edad, y no lo llevo mal. Jóvenes del mundo: llévenme la contraria y disfruten a rabiar. Yo no pienso perderme el concierto de año nuevo ni los saltos de esquí.      

martes, 20 de diciembre de 2016

TIEMPO (18/12/2016)

La magnitud física más devastadora de la naturaleza se llama Tiempo. Le tenemos tanto miedo que lo llevamos colgado en la muñeca, con la esperanza de que teniéndolo siempre a la vista quizá podamos controlarlo. Es inútil. Ni el reloj más caro del mundo es capaz de impedir que cada golpe de segundero nos acerque un poco más a la extinción. Pensándolo bien, la industria relojera tiene algo de macabro, como los fabricantes de ataúdes o los tanatorios franquiciados.
Pero el tiempo no se detiene ahí. Después de acabar con nosotros acaba con los que nos conocieron, y pronto nos convertimos en los antepasados lejanos de alguien; un par de suspiros más, y el olvido ha dado cuenta incluso de los momentos más brillantes de nuestra biografía. Nadie recordará que una vez tuvimos catorce en la quiniela (pero cobramos poco porque hubo muchos acertantes) o que ganamos el trofeo Coca-Cola de redacción a los doce años. Pero conviene no desesperar, porque siempre hay casos peores: José Echegaray ganó el Premio Nobel de Literatura en 1904 – sí, como Bob Dylan – y no se acuerda de él ni el Tato; bueno, lo confunden con su hermano, que escribía zarzuelas.
Por suerte, y para que esta historia tenga algo de emoción, el Tiempo no siempre gana. Seguimos recordando al faraón Keops casi 5.000 años después de que hicieran su trabajo los gusanos. Y qué me dicen de Beethoven, Napoleón, Fleming o Lennon. Ahí tiene el Tiempo huesos verdaderamente duros de roer. Conseguir que tus compatriotas amontonen a golpe de látigo y en tu honor una cantidad ingente de bloques de piedra en mitad del desierto, es más que meritorio. La Novena Sinfonía es inmortal, las interminables guerras napoleónicas mataron a cientos de miles y la penicilina salvó a muchísimos más. En cuanto a Lennon, lo mató un descerebrado cuando aún le quedaban muchas buenas canciones por hacer.
Podemos echarle la culpa al Tiempo, pero este juego cruel de la posteridad necesita de todos nosotros, las sucesivas generaciones, para poder funcionar. Todas las creaciones artísticas, descubrimientos y hazañas humanas de hoy, serán revisadas por nuestros descendientes mañana, con un rigor y desapasionamiento directamente proporcionales a los años transcurridos. Más vale que nos apliquemos a hacerlo bien, o nuestras obras acabarán en el cubo de la basura. El arte contemporáneo es una disciplina particularmente expuesta a estos peligros. ¡Cuántas “performance” de tipos desnudos embadurnados de barro y tocando el tambor tuvimos que soportar en los benditos años 80! ¡Cuántos hierros retorcidos aspiraban a renovar el noble arte de la escultura! Como dijo Platón, otro sólido aspirante a la eternidad, “la belleza es el esplendor de la verdad”. De la falsedad, la impostura o las modas pasajeras nace la mediocridad que acaba siendo pasto del olvido. Si hoy no recordamos demasiado a José Echegaray, o a Jacinto Benavente, otro Nobel de Literatura, no es por falta de agradecimiento, ni el resultado de una conspiración maligna; es porque sus obras no son lo suficiente buenas. Con toda lógica, tampoco lo eran el día en que fueron escritas.
La semana pasada, el mundo entero se congratulaba del centenario del mítico actor Kirk Douglas, una estrella indiscutible del cine clásico de Hollywood. El hijo del trapero, consciente de que saboreaba el último momento de gloria de su larga y fructífera vida, miraba ansiosamente a las cámaras desde su rostro envejecido. Sus ojos abismados parecían decir: ni se os ocurra olvidarme, malditos bastardos... 

domingo, 11 de diciembre de 2016

EL CONOCIDO (11/12/2016)

Hasta hace poco era una categoría menor, una palabra levemente peyorativa. El conocido era una persona con la que habíamos tropezado en la vida por circunstancias ajenas a nuestra voluntad – nadie elige al vecino de escalera o al pediatra de su hijo – con la que no existían vínculos suficientes para fraguar una amistad. El conocido no era un amigo con el que hubieras perdido el feeling, ni un compañero de colegio o un tipo con el que hiciste la mili. A la relación con el conocido le faltaban borracheras adolescentes, anécdotas escolares grabadas a fuego – cuando don Eulogio cogió a Sesma de la patilla y lo levantó por los aires – o carreras con barrigazos por las praderas que llevan a Peña Oroel. A menudo, el conocido nos caía un poco mal.
Y un día llegaron las redes sociales. Al principio todo sonaba a tontería, a moda pasajera que pronto sería tan ridícula como el Tamagotchi o como decir “¡mola cantidad!”. Pero no fue así. Las redes sociales echaron raíces y empezaron a cambiar el mundo tal como lo conocíamos, desde las relaciones amorosas a las campañas electorales. Mantenerse hoy al margen de ellas es casi imposible, porque desde el momento en que alguien conoce nuestro número de teléfono se hace acreedor al derecho de enviarnos un WhatsApp, y si somos usuarios de esa red tenemos los dos pies dentro del charco, nos guste o no. Pero no se preocupen, que el charco no es profundo y chapotear en él también puede ser placentero. Me voy a saltar el capítulo de los riesgos y acechanzas de las redes sociales, la pérdida de la privacidad, los trolls, los chistes de mal gusto o directamente delictivos y me voy a centrar en lo que realmente interesa: en la silenciosa revolución del conocido.
En la era pre-digital las posibilidades de interacción social con el conocido eran escasas. Se limitaban a la clásica cabezada hacia atrás con elevación de barbilla, acompañada de un “hasta luego” y sonrisa opcional, si el conocido en cuestión era de nuestro agrado. Todo esto ha cambiado radicalmente. Una buena mañana descubrimos en nuestro teléfono – me voy a saltar también esa parte que se maravilla de lo increíble que resulta esto - que el conocido nos ha enviado una solicitud… ¡de amistad! “¿A qué fin?”, se pregunta la parte más desconfiada de nuestro yo, mientras el animal social que todos llevamos dentro ha tomado el control y pulsa invariablemente el botón de aceptar. De pronto, empezamos a saber que el conocido tiene gustos musicales, debilidades artísticas, opiniones políticas. Una forma de ser que desconocíamos. A lo peor, todo lo que descubrimos de él en las redes sociales confirma nuestros peores temores: que el conocido es un cantamañanas. Pero a lo mejor – y es lo que ocurre en la inmensa mayoría de los casos – se nos revela como una persona interesante y divertida.
Facebook, más que del amigo, se ha convertido en el reino del conocido. En un sentido nobilísimo y renovado de la palabra. El conocido ha pasado a ser un amigo potencial y eso es algo excitante porque el mundo, por encima de todas las perrerías que nos hacemos continuamente los unos a los otros, está lleno de gente que merece la pena. Pronto la cabezada será un gesto tan pasado de moda como tocarse el ala del sombrero. Ya está siendo sustituida por el detenerse y charlar, por el contacto físico, por la amistad cocida a fuego lento. “¿Qué tal te fue en ese crucero por los fiordos que hiciste?” “Ah, ¿viste las fotos? Pues fantástico, chico, te lo recomiendo. Y sale muy bien de precio”.

domingo, 4 de diciembre de 2016

LA SONRISA DE ZIDANE (04/12/2016)

Para Darwin, la capacidad de comunicar emociones a través del rostro, constituía una ventaja evolutiva. No es casualidad, por tanto, que los humanos, la especie más influyente del planeta, seamos capaces de expresar hasta 21 emociones diferentes con solo mover los músculos de la cara. Felicidad, tristeza, miedo, enfado, ira... Otros animales comparten esta habilidad, pero mucho menos desarrollada. La gestualidad facial es una ventaja cuando se vive en un ambiente social cooperativo, pero puede ser un grave inconveniente cuando la vida se reduce a esa implacable ley de la naturaleza que consiste en comer o en ser comido; dudo mucho que a una gacela thompson le interese que el guepardo sepa que está cagada de miedo, o que ese día se ha levantado un poco tristona y sin ganas de nada.
Pero en las sociedades humanas las cosas no son tan sencillas. Como somos una especie capaz de producir individuos tan dispares como Adolf Hitler o Vicente Ferrer, alimañas indeseables o modelos de generosidad, la capacidad de comunicar emociones con el rostro no solo sirve al que las emite - para demostrar amor, disconformidad o para intimidar a un potencial agresor - sino que además juega un papel fundamental en las relaciones sociales para avisar al resto del mundo de la personalidad del sujeto en cuestión o de cuáles son sus intenciones. Lo quiera éste o no. Alguien podrá decir que el mundo está lleno de mentirosos profesionales, lobos con piel de cordero que esconden su verdadera naturaleza de hijos de mala madre detrás de una sonrisa encantadora. Es posible. Pero tampoco somos tan fáciles de engañar. Durante miles de generaciones, la especie ha depositado en el ADN valiosa información sobre cómo interpretar los gestos de nuestros semejantes, que nos ayudan a “calar” rápidamente a las personas. Pero muchas veces ni siquiera hace falta. Hablando de Hitler, no había que ser un lince ibérico para darse cuenta de que ese hombre era un peligro público al que no se le debía dejar presidir ni una comunidad de vecinos. Y qué me dicen de Fidel Castro; alguien que se dedica a largar discursos de tres horas llenos de muecas y aspavientos, tiene un clarísimo problema de megalomanía. Pero, claro, luego está la estupidez humana, el miedo, y la predisposición a dejarse manipular por individuos lamentables, como hemos demostrado todos los pueblos de la tierra en algún momento de nuestra historia.
Yo me quedo con la sonrisa de Zinedine Zidane. ¿Se han fijado en que el actual entrenador del Real Madrid sonríe siempre en las ruedas de prensa y que nunca transmite tensión o agresividad? A pesar de que el fútbol es una de las actividades humanas menos sofisticadas, la cantidad de dinero que mueve y las increíbles pasiones que despierta, hacen del oficio de entrenador uno de los más estresantes del mundo. Pero Zidane mantiene la calma, contra viento y marea. Zidane sonríe casi siempre y cuando lo hace, se parece mucho a un niño. No porque tenga ideas simples o un discurso poco elaborado, sino porque esa actitud relajada es más propia del mundo infantil que del adulto. En el fondo, esa sonrisa es la expresión de una madurez profunda. La de alguien que siempre ha trabajado duro, desde la humildad, y que ha sabido asimilar el éxito y aceptar sus errores. Por cierto, cuando lean estas líneas ya se habrá jugado el “clásico” Madrid contra Barcelona. ¡Si Zidane monta un escándalo en la rueda de prensa posterior, arruinará mi artículo! Estoy tranquilo. Estoy seguro de que no lo ha hecho.

domingo, 27 de noviembre de 2016

SAN BRUNO (27/11/2016)

La plaza de San Bruno es el O.K. Corral de la arquitectura zaragozana. A un lado, el palacio arzobispal trata de poner orden con sus líneas rectas y su confortable clasicismo. Al otro, la Seo es un delicioso patchwork de piedra sillar, ladrillo y cerámica, que da forma a un edificio imprevisible. El moderno grupo de viviendas que cierra el triángulo de la plaza se conforma con pasar desapercibido, incapaz de competir con esos dos colosos centenarios donde los doctores de la Iglesia se siguen disputando los asuntos de Dios en la Tierra. En realidad, el encanto de la plaza de San Bruno nace de su absoluta falta de planificación, de la ausencia de mano urbanizadora o de arquitecto con ganas de hacerse un nombre. Sus humanas proporciones y su feliz apartamiento de la visión y el ruido de los coches, la convierten en lugar ideal para la ancestral actividad del intercambio.
Cada domingo, los puestos del mercadillo de antigüedades se desparraman en aparente desorden por ella, y muchos zaragozanos se acercan a curiosear la variopinta mercancía. Allí se mezclan lo antiguo y lo viejo, el arte y el cachivache, lo sentimental y lo directamente grimoso. Libros, revistas, cuadros, artesanía y mil objetos inclasificables caben en esa denominación de sastre que es la antigüedad. Gran parte de este negocio se apoya en un mecanismo emocional que opera preferentemente en el género masculino, y que sigue vigente en plena revolución tecnológica: el encaprichamiento por objetos de escasa utilidad práctica, presuntamente raros, antiguos o codiciados por otros individuos, y que despiertan un irrefrenable deseo de posesión. Al deseo le sigue el inevitable regateo, caracterizado por el desequilibrio de fuerzas y en el que el encaprichado tiene todas las de perder. Se enfrentan el agudo instinto comercial del vendedor, curtido en mil batallas, y la bisoñez del comprador, quien debe añadir a su atrofiada capacidad negociadora el transitorio nublado del juicio que le provoca el objeto en cuestión.
Consumada la venta, a menudo se desencadenan otros dramas humanos que no tienen como escenario la recoleta plaza de San Bruno, sino el domicilio conyugal del comprador. “¿Qué es eso?” Mal empezamos. Cuando uno llega a casa con un delicado busto de terracota del general Cabrera, el mítico “tigre del Maestrazgo”, quizá un poco deteriorado pero conservando todavía ese simbolismo histórico que lo convierte en una pieza única, cabría esperar algo más de sensibilidad. Un “¡qué interesante pieza!” sería bastante. Pero no. La siguiente pregunta se dirigirá como un torpedo contra la línea de flotación del intrépido coleccionista: “¿Cuánto te ha costado?” Y él invariablemente mentirá. Mentirá como un bellaco. “¡Solo veinte euros!” En realidad pagó cien, pero no lo confesará ni bajo tormento. “¿Y has pagado veinte euros por ese trozo de barro? ¿Y dónde piensas meterlo?” A estas alturas, el aspirante a coleccionista comienza a dudar de todo; de la antigüedad de la pieza, o de si representa al general Cabrera o a Perico de los Palotes. Rehuyendo el combate, corre en busca de una caja de zapatos e introduce allí al insigne general, “hasta que encuentre una peana donde colocarlo”. Regresa la paz y la familia se sienta a la mesa dominical. En la oscuridad de su caja de zapatos, en el fondo del armario de donde ya no saldrá jamás, al busto de Cabrera – en efecto, era él – se le desprende un trozo de charretera. Al caer, el barro hace un ruido sordo. El general acaba de perder su última batalla.    

jueves, 24 de noviembre de 2016

¡VICTORIA! (20/11/2016)

Después de una semana de fieros combates, el enemigo ha sido definitivamente derrotado. Bajo un montón de mantas, con la cabeza todavía embotada por los restos del virus, fantaseo con mis linfocitos desfilando entre una multitud que enarbola banderitas en señal de victoria, mientras algunas jovencitas no pueden contenerse y obsequian a los héroes con ramos de flores y algún beso apasionado. El último contraataque del bacilo demostró ser una misión desesperada y solo logró subir el mercurio hasta los 37 grados, la mítica frontera de la fiebre. Hay que decir que nunca hubo un consenso universal sobre esta trascendental materia: para las madres más implacables, 37 grados de temperatura significaba regresar al colegio de inmediato; para las más compasivas – entre las que se encontraba la mía, gracias a Dios – esa cifra mágica concedía un día más de libertad antes de volver a clase. Sabia medida porque, después de una enfermedad, el choque con la realidad podía ser brutal. Durante las primeras horas, de vuelta en el colegio, uno tenía la horrible sensación de que habían ocurrido miles de cosas en su ausencia; había nuevos chistes, el yo-yo se había vuelto a poner de moda y los amigos parecían más distantes. En matemáticas, el profesor había querido emular a Isaac Newton y había revolucionado la disciplina con un montón de fórmulas que toda la clase daba ya por sabidas y que al convaleciente le parecían incomprensibles.
A mis cuarenta y muchos, tener la gripe me transporta a la niñez con más nitidez que una galleta Gargallo flotando en un vaso de Nesquik, y me invade el mismo sentimiento de vulnerabilidad que solo podía aliviar un sobre de indios y vaqueros. Por desgracia, hace ya varias décadas que aquellos benditos sobres dejaron de fabricarse. Me pregunto cómo crecerán los niños de hoy sin saber nada del eterno conflicto en el lejano oeste. ¿A qué jugarán? Me temo que la educación actual es extremadamente sensible con los niños pequeños, hasta el punto de desterrar cualquier juguete con resonancias bélicas o sexistas, pero luego los abandona sin transiciones en brazos de videojuegos brutales donde te pueden pegar cuatro tiros por pedir la hora, o donde te puedes enrolar en una banda de narcotraficantes en tus ratos libres. Personalmente, doy por bueno que mi hijo lleve unas cartucheras y una estrella de Sheriff en la pechera cuando toque, con tal de que luego distinga muy claramente dónde están los buenos y dónde los malos.
Esta gripe también ha sido especial por una circunstancia un poco triste: el doctor Uhalte, mi entrañable médico de cabecera se ha jubilado. Cuando acudí al centro de salud, la señorita de recepción me miró con cara de asombro: José María Uhalte se jubiló… ¡hace muchísimo! Empecé a decirle que yo era autónomo, que pertenecía a esa misteriosa clase de trabajadores que jamás enferma, pero desistí. Balbuceé una disculpa por haber estado sano durante años y abandoné el lugar con el corazón encogido. Soy un gran admirador de la profesión médica y creo que en Aragón disfrutamos de un servicio de primera división mundial. Pero el doctor Uhalte era especial. En su consulta, te hacía sentir que tu enfermedad le importaba. Uhalte cogía tu malestar, o tu simple preocupación, y los hacía suyos. ¿Saben lo que más lamento ahora? Que nunca le dije lo bueno que era. Debajo de las mantas, mientras las unidades de linfocitos limpian mi organismo de los últimos restos de resistencia, siento melancolía. La victoria nunca puede ser completa.

lunes, 14 de noviembre de 2016

ENTENDER LA MONARQUÍA (13/11/2016)

Tropiezo con un artículo en la edición española del New York Times titulado "A Sumajestad, el rey de España". Lo firma Martín Caparrós, escritor argentino residente en Madrid, y en él invita a Felipe VI a abdicar y "a buscarse un buen empleo". Desde el mismo título, con ese palabro que duele a la vista - Sumajestad - se deduce que el señor Caparrós quiere ser ingenioso; su problema es que para ser buen escritor hace falta algo más que un bigote con pretensiones (definitivamente, en Wikipedia cabe el mundo entero, hasta una foto de Martín Caparrós) o haber abandonado su patria argentina cuando llegaron los militares. Además de una pieza periodística de tercera, indigna de una cabecera del prestigio del New York Times, su tono impertinente y resabido se me hace difícilmente soportable.
¿Les parece aceptable que un extranjero, aunque sea tan familiar como un argentino, pida en tono de burla al jefe del estado del país que le acoge, que abandone su puesto? Yo lo encuentro desagradecido y desleal. El señor Caparrós critica con dureza nuestra forma de gobierno, que ya regía cuando España le dio cobijo, y parece olvidar que la monarquía parlamentaria fue acordada por los españoles en la Constitución de 1978, aprobada por el 88% de los votantes. Su deslealtad es también notoria: aunque es un habitual colaborador de El País, publica su artículo en un medio extranjero de prestigio, lo que hace un flaco favor a la imagen de España en el exterior.
No voy a discutirle al señor Caparrós su sacrosanto derecho a tener una opinión y a expresarla libremente. Pero creo que si tiene el atrevimiento de criticar de esta forma a una de las instituciones más importantes de nuestro país, es lógico esperar que alguien le conteste en los mismos términos. Si él invita a Felipe VI, el del “trabajo aburrido y un poco rancio”, “a conseguirse una casa, irse a su casa”, por mi parte invitaría a Martín Caparrós a que se fuera por donde un día vino. Al bendito Buenos Aires. Y que antes de tomar la pluma para manchar nuestras instituciones en periódicos extranjeros, se meta un dedo en la nariz o en el orificio que le parezca más oportuno.
Por supuesto que la sucesión hereditaria es una excepción insólita al principio de elección democrática de los cargos públicos. Pero esa excepción deviene aceptable cuando concurren dos circunstancias: en primer lugar, que ese cargo público, el Rey, no ostente poder político alguno, es decir, que todos sus actos deban ser refrendados por un representante elegido por los ciudadanos; y en segundo, que esa excepción reporte beneficios al país, en sus relaciones internacionales o por su benéfica influencia en el funcionamiento de las instituciones. En mi opinión, esto último está más que demostrado por la experiencia. Y luego está el ejemplo de otras monarquías parlamentarias. ¿Por qué países con tradición democrática mucho más larga que la nuestra como Noruega - el primero en reconocer el sufragio femenino-, Dinamarca, Holanda o Suecia, que son modelos de igualdad y justicia social en todo el mundo, la conservarían si solo sirviera a una casta de privilegiados?
Renunciar hoy a la tradición monárquica sería un error histórico. Porque la alternativa de un presidente republicano, muy purista en términos democráticos, sería a mi juicio mucho menos útil. Martín Caparrós, que no entiende la monarquía, insiste en que es una institución al servicio de una familia de privilegiados. Y es exactamente al revés. Es esa familia la que nos sirve a los demás.

lunes, 7 de noviembre de 2016

UN CUENTO MASÓN (06/11/2016)

En 1871, el masón estadounidense Albert Pike mantuvo una curiosa relación epistolar con el precursor de la unificación italiana, Giuseppe Mazzini. En una de aquellas cartas, se anunciaba el advenimiento de tres guerras mundiales. Las dos primeras tuvieron lugar con sorprendente exactitud en las fechas y con los contendientes anticipados por el misterioso Pike; la tercera, todavía por llegar, enfrentaría al sionismo con los líderes del mundo islámico y llevaría a todas las naciones del mundo “a la completa extenuación física, moral y económica”.
Respiren tranquilos. Lo que acaban de leer es una de las muchas patrañas que circulan por internet, para improductivo solaz de millones de lectores. Hay que reconocer a su creador un cierto gusto a la hora de mezclar los ingredientes de esta bazofia sensacionalista: Albert Pike y Giuseppe Mazzini existieron realmente, y en la pieza se incluyen sus fotos color sepia para demostrarlo, dando a este cuento masón el espaldarazo visual que toda noticia necesita. El problema es que luego mete la pata hasta el corvejón, al poner en la pluma de los protagonistas términos como “fascismo” o “sionismo”, que todavía no se habían acuñado en 1871.
Lo cierto es que nunca en la historia hemos tenido un acceso tan inmediato y universal al saber humano como el que hoy disfrutamos. Al lado de internet, Gutenberg palidece. Sin embargo, como reverso de la moneda, nunca se han publicado una mayor cantidad de mentiras, manipulaciones, informaciones falsas e interesadas, como las que tenemos que soportar a diario en la red. Uno llega a la conclusión de que la verdad, o la información veraz, si se prefiere un término con menos peso filosófico, debería ser el bien más preciado. Pero aparentemente no lo es. Tomemos la prensa digital. ¿Por qué las noticias más vistas son siempre las más escabrosas, sensacionalistas, voyeristas o morbosas, que no son precisamente las más fiables? La explicación es simple: porque tocan alguna tecla límbica que nos conecta con el primate que todos llevamos dentro. Lo que ocurre es que junto a la versión más básica del homo sapiens, en el interior de un considerable número de ciudadanos instruidos, convive un homo civitatis que necesita saber en qué mundo vive. No solo que la cantante británica Adele compuso sus mayores éxitos bebiendo inmoderadas cantidades de alcohol, que también. Estoy hablando de saber qué pasa en el mundo, en su mundo, literalmente. ¿Y dónde acude ese homo civitatis, ese ciudadano, en esos momentos de lucidez, cuando tiene saciada su sed de sensacionalismo y busca información de fiar? No a Facebook. No a los diarios digitales que han surgido como setas en los últimos años, con bonitas maquetaciones web. Acude a la prensa seria de toda la vida. A diarios centenarios como el que el lector tiene ahora entre sus manos, con tradición, con vergüenza periodística que les lleva a plantear debates en sus redacciones sobre lo que se debe o no se debe publicar, y que en otros medios serían ciencia ficción. Esa credibilidad es el verdadero patrimonio de un medio de comunicación. Porque no se improvisa, ni se puede comprar. Porque esa credibilidad tiene un precio que muchos lectores están dispuestos a pagar.
La historia del masón Albert Pike nunca llegará a las páginas de Heraldo de Aragón. Sus lectores nunca experimentarán la incertidumbre de futuras guerras mundiales, invasiones alienígenas o “eso que los gobiernos no quieren que sepas”. Que nadie se apure. Siempre nos quedarán las novelas.

domingo, 30 de octubre de 2016

REVISIONISMO (30/10/2016)

Lo define el diccionario como “tendencia a someter a revisión doctrinas, interpretaciones o prácticas establecidas, con la intención de actualizarlas”. Aplicado a la historia, sin embargo, el término ha evolucionado hacia un sentido más peyorativo: revisionismo histórico equivale hoy a negacionismo, es decir, a aquellas corrientes empeñadas en negar acontecimientos históricos violentos, y tras las que suelen ocultarse ideologías políticas extremas en busca de legitimidad.
Algunos revisionismos son delirantes y peligrosos, como el que niega el holocausto perpetrado por los nazis; otros son más sutiles, como el que surgió en España de la mano de autores como Pío Moa, que aspiraban a una redistribución de responsabilidades sobre el origen de guerra civil. Trece años después de la publicación de su obra más conocida, “Los mitos de la guerra civil”, hay que concluir que ese intento revisionista ha fracasado; en la historia académica y socialmente aceptada, todo comenzó con el alzamiento de un grupo de generales españoles el 18 de julio de 1936.
Se califique de revisionismo o no, a la historia se vuelve, una y otra vez. Las reinterpretaciones sobre acontecimientos históricos pueden comenzar muy pronto, incluso cuando todavía viven los personajes que los protagonizaron; basta con que hayan cambiado las circunstancias políticas, el clima emocional, o que empiecen a tener voz las nuevas generaciones que no los vivieron directamente. Todos estos elementos se dan en el caso de los GAL, grupo armado que actuó contra ETA durante los años 80 con el apoyo del ministerio del interior de la época, que en los últimos tiempos ha regresado a la actualidad política para incomodidad de la mayoría.
Primero fue el líder de Podemos, Pablo Iglesias, el que acusó a Felipe González “de tener el pasado manchado de cal viva”, en clara alusión a su posible implicación en los asesinatos de los GAL. Hace unos días, volvió a reaparecer el mismo fantasma del pasado, con motivo de un acto en la Universidad Autónoma de Madrid en el que iba a participar el expresidente González. Como saben los lectores, el acto no se celebró. Un grupo de jóvenes, en una pervertida interpretación de la democracia y el ejercicio de las libertades, lo impidió por la fuerza. Preguntados algunos de ellos sobre las razones de aquella exhibición de intolerancia, contestaban con un desparpajo notable: un expresidente del gobierno manchado por el terrorismo de estado, no es bienvenido en la universidad. El que así hablaba, por su misma juventud, no pudo conocer los llamados años de plomo, cuando la banda terrorista ETA asesinaba con una frecuencia escalofriante. No sintió la desesperación y el horror que sí experimentamos los ciudadanos que veíamos los cadáveres mutilados de sus víctimas, hombres, mujeres y niños, en el telediario, cada día, durante años. ¿Le inhabilita esa ignorancia para opinar? En absoluto. Es posible, incluso, que nuestros criterios coincidan en parte: siempre he pensado que el contra-terrorismo apoyado por el Estado fue un error estratégico gravísimo, porque regaló argumentos a los asesinos que carecían totalmente de ellos.
Pero sí, al menos, ese desconocimiento debería inspirar a estos cachorros de la nueva izquierda una mínima dosis de prudencia y humildad. La suficiente como para no atentar contra la libertad de expresión de nadie. La que les aconsejaría escuchar a alguien como Felipe González Márquez, figura histórica de este país, cuyos servicios a España merecen mucho más respeto.

martes, 25 de octubre de 2016

UNA TRAMPA PARA OSOS (23/10/2016)

El ruedo ibérico vuelve a demostrar que la política es el más cruel de los pasatiempos humanos. En cualquier otro negocio de la vida, al derrotado se le deja en un rincón, o se le remata definitivamente para que no sufra, como a un animal herido. No en la política. Aquí la derrota puede ser solo el comienzo del viaje a los infiernos, como están conociendo los atribulados dirigentes del Partido Socialista Obrero Español.
En efecto, los socialistas han obtenido el peor resultado histórico en unas elecciones generales, han cosechado decepción tras decepción en sucesivas elecciones autonómicas, y han sufrido una crisis institucional sin precedentes que ha dejado al partido dividido en dos bandos cuyas mutuas heridas serán difíciles de restañar. Su situación de debilidad – esto es política, no juegos florales – es aprovechada por Podemos, que amenaza ahora con romper sus acuerdos de gobierno en autonomías y ayuntamientos. ¿Es posible imaginar una situación peor? Sí. Por increíble que parezca, sobre los fatigados hombros socialistas se ha hecho recaer, casi en exclusiva, la pesada responsabilidad de evitar unas terceras elecciones y de hacer posible la gobernabilidad del país.
¿Y qué hacen mientras tanto sus rivales políticos? Si al menos compartieran la carga, el sufrimiento sería más llevadero. Pero no. El presidente del gobierno, cuyo partido debe responder cada día por casos de corrupción, está en el año más plácido de toda su carrera; se rumorea que ha batido el récord de dormir de tirón, desde que llegó a la Moncloa. En Podemos, Iglesias y Errejón juegan al piedra, papel, tijera – yo saco el puño, tú la v de la victoria – mientras escenifican una lucha de poder algo artificial y saborean por anticipado las encuestas, que hablan de un sorpasso en toda regla. Albert Rivera está casi desaparecido de la palestra pública, como si no acabara de encajar los sonoros fracasos de Ciudadanos en Galicia y País Vasco. Al menos, se le deja rumiar sus derrotas con un mínimo de tranquilidad.
¿Pudieron hacer algo los socialistas para evitar esta debacle, o su triste destino estaba “blowing in the wind”, como un augurio fatal? Por supuesto que pudieron. Es imposible llegar a una situación tan desastrosa sin que alguien haya tomado decisiones estratégicas equivocadas. Imposible. El dilema actual,  abstenerse o votar en contra de una investidura de Rajoy, era un planteamiento envenenado y una trampa para osos de tamaño provincial, pero tenía una alternativa clara: condicionar la abstención del PSOE a la salida de Rajoy de la presidencia del gobierno. Quizá no era el ideal pero sí lo “hacedero”. Las ventajas de este movimiento para los socialistas se amontonaban: transmitir imagen de partido responsable al facilitar la gobernabilidad de España, mostrarse inflexibles ante la corrupción, llevar la iniciativa y ocupar el liderazgo de la oposición. Con él, la presión de la opinión pública se habría trasladado en gran parte al Partido Popular, y muy especialmente a su líder, Mariano Rajoy, que habría dormido con sobresaltos frecuentes. Habría sido bien recibido incluso por gran parte de los votantes del PP, que en una encuesta reciente se confesaban no demasiado entusiasmados con la candidatura del eterno gallego.
¿Por qué el partido socialista se cerró a esta posibilidad? Felipe González la insinuó en su momento y Pedro Sánchez la descartó. Es evidente que al exsecretario general le sobró dogmatismo y le faltó flexibilidad. ¿Dónde está hoy Sánchez? ¿Dónde, el PSOE?

viernes, 21 de octubre de 2016

VENTURA EN ZARAGOZA (Y III) (16/10/2016)

Decía el Deán del Pilar que la Virgen había querido someter a los artífices de su Santa Capilla a la más difícil prueba. María Rodríguez, esposa del pintor Antonio González Velázquez, había muerto recién llegada a Zaragoza, antes de que su marido llegara a posar el pincel sobre la cúpula. Por su parte, Rita Garro, casada por poderes con el arquitecto Ventura Rodríguez, había muerto en la primavera de 1754, pocos meses antes de que su esposo regresara para iniciar la construcción de la Santa Capilla.
Ventura volvía a Zaragoza como la primera vez, viudo y sin tiempo para llorar a su esposa desaparecida. Debía hacer realidad en piedra lo que hasta entonces solo era un bonito trazado en un papel. Al igual que cuatro años antes, cuando dibujó las cuatro primeras láminas del proyecto, sumergirse en el trabajo absorbente proporcionó alivio a su dolor. Esta vez, el arquitecto no permitió que nada ni nadie le distrajera de su objetivo: levantar la más bella capilla del mundo en la ciudad donde la vida siempre le salía al paso con una intensidad abrumadora.
El gran obstáculo se hizo presente desde el primer momento: la columna de la Virgen no se podía mover de su lugar sagrado, ni siquiera temporalmente. ¿Cómo se cimentaría la nueva Santa Capilla? Ventura Rodríguez encontró la solución, con la audacia que solo podía tener un foráneo, alguien que no hubiera reverenciado aquel santo Pilar desde antes de aprender a andar: lo colgó de uno de los arcos torales, en una jaula de madera, para que se mantuviera siempre en el mismo lugar donde la depositó la Virgen.
Ante semejantes desafíos, la presencia del escultor zaragozano José Ramírez de Arellano le tranquilizaba. Sabía que, en su ausencia, siempre habría alguien experimentado al que los abundantísimos gremios que participaban en la obra podrían recurrir. Carlos Salas y Manuel Alvarez, los otros dos escultores que ejecutarían medallones y estucos, eran dos jóvenes académicos de gran talento, pero la benefactora presencia de Ramírez serviría también para templar sus ímpetus juveniles.
El trabajo proyectista del arquitecto no se detuvo. Debajo de la Santa Capilla se ejecutó una cripta, no prevista inicialmente, y en los meses y años sucesivos, Ventura Rodríguez levantó planos de la nueva sacristía, el coreto y las fachadas exteriores del templo. Solo una parte de estos diseños sería finalmente realizada. El arquitecto regresó a Madrid, al servicio del rey, y desde allí seguía la obra puntualmente, gracias a la correspondencia del fiel Ramírez.
El 12 de octubre de 1765, once años después del comienzo de las obras, quince desde su primera llegada a la ciudad, se inauguró solemnemente la nueva Santa Capilla del Pilar. En el cabildo y el pueblo de Zaragoza hubo unanimidad absoluta: la obra era magnífica, digna de la primera devoción mariana de la cristiandad. Ventura Rodríguez disculpó su asistencia. A pesar del éxito, su satisfacción no podía ser completa. La negativa del cabildo a trasladar al fondo del templo el retablo de Damián Forment condenaba a las alturas de su creación - la media naranja y su remate - a ser casi invisibles desde las naves del templo. La Santa Capilla nunca sería contemplada con la perspectiva que el arquitecto había previsto. Su ego de artista, que veía defectos invisibles para el resto de los mortales, se resintió. Aquella sería la más valiosa lección, en la obra más importante de su vida. Porque había perseguido una fabulosa quimera. La perfección siempre quedaría fuera de su alcance.

viernes, 14 de octubre de 2016

VENTURA EN ZARAGOZA (II) (09/10/2016)

Se llamaba Rita Garro y pertenecía a una familia de plateros zaragozanos de larga tradición. Ventura Rodríguez no era propiamente un joven a sus 33 años, pero la responsabilidad que había recaído sobre sus hombros -edificar la nueva Santa Capilla que iba a acoger a la devoción mariana más antigua de la cristiandad- hacía que lo pareciera hasta la temeridad, y ya se sabe que los jóvenes temerarios venidos de la capital ejercen una fuerte atracción en las jovencitas de provincias. Pero Ventura no estaba para cortejos. Hacía solo un mes que había fallecido su segunda mujer, Antonia. La perspectiva de encontrar una nueva esposa en Zaragoza, donde solo pensaba residir unos meses, ni siquiera existía en su cabeza. Pero Rita sí era joven, más graciosa que bella, y con una falta de presunción tan refrescante que Ventura encontró en ella la compañera perfecta para guiarle por los salones zaragozanos que se disputaban su presencia. Cuando quería escabullirse, bastaba con un guiño para que Rita le cogiese del brazo y se despidiera de todos con una brusquedad encantadora.
En realidad, la vida social era solo un entretenimiento ocasional para Ventura Rodríguez. Aquel otoño de 1750, lo pasó entre las cuatro paredes de su cuarto, plasmando en papel el edificio que había ido creciendo en su imaginación. Primero en borrones trazados a vuela pluma, en el mismo templo del Pilar que visitaba cada día. Luego con el grafito, el plumín y las acuarelas, con la pulcritud que había aprendido de sus maestros italianos en el Palacio Real de Madrid. Con el paso de las semanas aprendió a convivir con las complejidades del edificio y de su culto milenario, algo misterioso; el de una columna depositada por la Virgen, venida en carne mortal, que debía permanecer en ese mismo lugar hasta el fin del mundo. A finales de noviembre, la Santa Capilla del Pilar era una realidad arquitectónica, dibujada en cuatro primorosas láminas que entusiasmaron a la Junta de Obras del Cabildo zaragozano.
Fueron días de euforia. Aprobados los planos de la nueva construcción, la voz corrió por toda la ciudad: el arquitecto del Rey había solucionado el problema de la Santa Capilla de la Virgen. Aquel claustro anticuado y ruinoso que afeaba el templo, iba a ser sustituido por un tabernáculo moderno y elegante. Los compromisos sociales de Ventura pasaron a ser una ocupación diaria y la presencia de Rita se hizo imprescindible. Tanto, que el madrileño pensó que ya nunca querría prescindir de ella. Preparando su vuelta a la Corte, se formalizó el compromiso con los padres de la joven, que dieron su aprobación como se la darían a la santísima Virgen. Ventura y Rita contraerían matrimonio por poderes en aquel mismo año de 1751, y ella permanecería en Zaragoza hasta que el arquitecto regresara para iniciar las obras de la Santa Capilla.
Llegado a Madrid, la magia de aquellos meses inolvidables se evaporó. Los diseños de la Santa Capilla recibieron críticas de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Desde el Cabildo zaragozano le solicitaban más planos, pero Ventura empezaba a sospechar que los canónigos no tenían la menor intención de seguir sus previsiones sobre la organización del templo. El retablo de Damián Forment continuaba en su sitio, condenando a la futura Santa Capilla a permanecer tapada por esa bella tajadera que partía el templo del Pilar en dos. Desde Zaragoza llegaban noticias aún más inquietantes: Rita estaba enferma y Ventura no veía próximo el día en que podría regresar.   

sábado, 8 de octubre de 2016

VENTURA EN ZARAGOZA (I) (02/10/2016)

Había nacido en Ciempozuelos, cerca de Madrid, en 1717. Su nombre era sinónimo de buena suerte, pero nadie podía decir que había alcanzado el lugar de privilegio que ocupaba por un golpe de fortuna, o por el favor de algún señor poderoso. Ventura Rodríguez era arquitecto del Rey por méritos propios, porque antes de tocar un plumín se había manchado las manos de mortero y conocía bien el sabor del polvo en la garganta. Su padre, que era maestro de obras, tuvo el buen sentido de reconocer en su hijo un talento superior al propio, y de fomentarlo, consiguiendo introducirlo en el gabinete de delineación del Palacio Real de Madrid. Y allí el joven Ventura hizo su parte. El ansia de aprender, la destreza en el dibujo y -lo que no se aprende en ninguna academia- la sensibilidad hacia la belleza, le hicieron destacar. Los italianos, que todo lo hacían y deshacían, se fijaron pronto en él, y el viejo maestro Filipo Juvarra, al que todos temían, le trataba especialmente y le decía que por sus venas corría sangre italiana; que nunca había visto a un español dibujar con tanta finura.
Pero tuvo Ventura Rodríguez unos valedores aún más grandes: los reyes de España, Fernando VI y Doña Bárbara de Braganza. De príncipe, poco inclinado a las conspiraciones palaciegas urdidas por su madrastra, la italiana Isabel de Farnesio, Fernando se había refugiado en las artes y encontró en su esposa Bárbara, la que decían la princesa más fea de Europa, el complemento perfecto a su melancolía. Cuando fue rey, desterró a su madrastra. Y cuando se encontró a un italiano al frente de las obras reales –muerto Juvarra, le había sustituido Sachetti- lo mantuvo porque era un hombre justo, pero ello no le impidió promocionar a un joven arquitecto español, de nombre venturoso y notable talento. En 1749, contra todo pronóstico, Fernando VI eligió el proyecto de Ventura Rodríguez para la Capilla Real, en detrimento del de su jefe y director, el italiano Sachetti. ¿Un desquite tardío contra la herencia de su madrastra? Es imposible saberlo. Si fue resentimiento supo acompañarlo de prudencia, porque él sabía que Ventura era un valor seguro.
Al rey le gustaba el joven arquitecto, y a su real esposa también. Cuando llegó a la corte la petición de ayuda de la Junta de Obras de la Catedral del Pilar de Zaragoza, para resolver un problema arquitectónico que se antojaba endiablado, Fernando VI volvió a pensar en su arquitecto protegido. La petición venía abrumadoramente bien recomendada: la traía el ministro Carvajal y las muchas amistades que guardaba en la corte Antonio Jorge y Galván, Deán del Pilar. ¡Hasta el mismísimo médico del Rey, el doctor Suñol, que era zaragozano y parroquiano de la Magdalena, aprovechaba la consulta con Su Majestad para convencerle de la necesidad de que la Virgen del Pilar tuviera un templo digno de su grandeza!
Y viajó finalmente Ventura a Zaragoza, con licencia real de tres meses, para trazar planta y alzados de una nueva Santa Capilla que sustituyera a la antigua, en el templo del Pilar a orillas del Ebro. Entró en la ciudad y antes siquiera de instalarse, quiso el arquitecto conocer el lugar en el que se iba a levantar su obra. La visión del templo no pudo causarle una impresión más decepcionante: oscuro, inacabado y decorado sin gusto. Casi le pareció escuchar las carcajadas de Sachetti, que conocía bien el lugar por haber tomado medidas unos años antes. De pronto, Ventura Rodríguez supo que estaba obligado a realizar la obra más importante de su vida.

viernes, 30 de septiembre de 2016

DICTADORES (25/09/2016)

La fórmula es tan vieja como la humanidad. Un solo individuo concentra todo el poder en sus manos y gobierna sin tener que rendir cuentas a nadie. En realidad, la dictadura tuvo que ser la primera forma de gobierno conocida, porque no me imagino a los habitantes de Atapuerca, enfrascados en la supervivencia, celebrando elecciones. Los romanos perfeccionaron el sistema. La dictadura era una forma de gobierno provisional a la que sólo se recurría en momentos de grave peligro para la supervivencia de la república, como guerras o revueltas. El problema venía cuando el dictador le cogía gusto al puesto y la dictadura se convertía en indefinida. Luego vinieron los emperadores, más tarde los reyes absolutos, los reyes algo menos absolutos, hasta llegar a las dictaduras modernas, que son las más sofisticadas y se disfrazan casi siempre de regímenes pseudodemocráticos.
Para que exista una dictadura, se necesita un buen dictador. Alguien con unas condiciones innatas o adquiridas en la primera infancia y criado en un ambiente social propicio. En cuanto a la primeras, podría pensarse que el dictador necesita una condición física poderosa, como ese macho alfa de las manadas salvajes que ostenta la jefatura hasta que un rival más joven se la arrebata, pero la historia humana nos ha dejado suficientes ejemplos de dictadores enclenques como para refutar esa teoría. Lo que sí necesita un dictador, y esto es absolutamente ineludible, es una psique defectuosa, que sirva de parapeto contra los sentimientos humanos que podrían comprometer la toma de decisiones injustas e implacables. ¿Ha existido alguna vez un dictador que no fuera un trastornado mental? Jamás. En cuanto al ambiente social propicio, es mucho más probable que un individuo desarrolle la tara mental de la megalomanía si nace en Pionyang, Corea del Norte, que si lo hace en Oslo, capital de Noruega. Igualmente, un militar español de principios del siglo XX, que ha hecho profusamente la guerra de Africa incubando un patológico desdén por la vida humana y despreciando a la clase política civil, es extremadamente probable que acabe dando un golpe de estado. Si la cosa se le va de las manos y deriva en una guerra civil, se convertirá en dictador y su efigie acabará en una moneda en la que se lea: “Francisco Franco, Caudillo de España, por la G. de Dios”. A mí, lo de la G. me intrigó durante toda la infancia. Me asombraba la chapuza que suponía utilizar una inicial con un punto, porque la palabra entera no cabía. Luego comprendí que aquello era la metáfora perfecta de un régimen.
Pero casi tan importante como un dictador, una dictadura precisa de una sociedad que la incube, la fomente o la soporte. Porque no ha conocido otra forma de gobierno más democrática o porque, conociéndola, ha acabado desengañada de ella. La democracia puede llegar a ser muy fatigosa - que nos lo digan a los españoles en estos días - pero sucumbir a la tentación dictatorial es un error mayúsculo que a la larga solo trae pobreza y decepción. La advertencia puede parecer fuera de lugar, pero el partido del presidente Vladimir Putin, la encarnación del dictador moderno, acaba de recibir el espaldarazo de los votantes rusos. La participación, 47% del censo, es bastante explicativa. Por desgracia, candidatos a dictadores no van a faltar nunca. Siempre estarán allí, los Le Pen, Maduro, Ortega, Trump, Al Asad, con sus mentes perturbadas, dispuestos a hacerse con el poder a la menor oportunidad. Todo consiste en no cederles el paso.   

lunes, 19 de septiembre de 2016

BREVE HISTORIA DEL CINE (18/09/2016)

Hubo un día en que las películas dejaron de acabar con el rótulo “Fin”. Probablemente fue idea de un director francés, temeroso de que su filme no hubiera sido lo suficientemente rompedor. ¿Y si no ponemos nada?, propuso el joven artista, hambriento de notoriedad. Algo habrá que poner, contestó el montador, a quien empezaba a agotársele la paciencia ante tanta genialidad. Si no, el público no sabrá que la película ha acabado y se quedarán delante de la pantalla vacía. Cuando el proyeccionista descubra que el rollo ha terminado, encenderá las luces y el patio de butacas gritará buuuuuu. Pues ponemos mi nombre, contestó el enfant terrible con aire triunfal. El montador, que estaba cansado de cenar frío cada noche (los padres del inventor del microondas estaban todavía en el instituto, se conocían, pero él era un poco vergonzosillo) obedeció sin rechistar. Y así fue cómo los títulos de crédito pasaron al final, y cómo desapareció el rótulo de “Fin”. Probablemente, aquel joven artista nunca hizo una película durante la cual un espectador medio pudiera conservar el estado de vigilia, pero su innovación triunfó. Se deshizo de un artificio que nos recordaba, en el momento más inoportuno, que todo lo que habíamos visto era mentira, pura ficción. ¡Bien hecho, Jean François! O Alain, o Dominique.
Hubo un día en que las películas dejaron de acabar con un beso. No es por cargar las tintas, pero me temo que la idea también fue de un francés. En realidad, los besos desaparecieron de cualquier parte de las películas, del principio, del medio y del final. Me estoy refiriendo, claro está, a esos besos interminables  -cinco segundos en pantalla equivalen a cinco minutos en la vida real - en los que un hombre y una mujer juntaban sus labios con inusitada energía tratando de convencer al espectador de que estaban alcanzando el clímax. Eran besos en seco, besos que nunca pasaban a mayores, pero tan apasionados, que las jovencitas más virginales no tenían muy claro si de todo aquello no acabaría naciendo una criatura nueve meses más tarde. Eran besos falsos, sí, pero con la capacidad de emocionar al público hasta el tuétano. Tenían el suficiente peligro erótico como para que el cura del pueblo de “Cinema Paradiso” tratara de eliminarlos, haciendo posible una de las escenas más emocionantes de la historia del cine. ¡Claro que el público sabía que eran falsos! Tardaban en descubrirlo lo que tardaban en estar delante de un hombre o de una mujer, en la intimidad, con las bendiciones apostólicas o sin ellas. Y un día nuestro artista francés se deshizo del artificio y cambió el beso falso por uno verdadero, o por un no beso, o por un plano de la torre Eiffel al atardecer. Otra vez con muy buen criterio. ¡Bravo, René!
Hubo un día en que el público ya no aplaudió al final de una película. Algunos dicen que fue en Columbus, Nebraska. Personalmente, aún a riesgo de parecer obsesivo, creo que fue en un cine francés de arte y ensayo. La película era tan lenta que cuando apareció el nombre del director (sí, era Jean François) el patio de butacas, somnoliento, se olvidó de aplaudir. Hoy el público no aplaude porque, si lo hiciera, sería como admitir que el cine, ese artefacto tan primitivo, aún tiene capacidad de sorprenderle. Sin embargo, muy de tarde en tarde, algún maestro consigue el milagro. La película termina y el público rompe a aplaudir, sin poder evitarlo. Y ese maestro, que podría ser francés, consigue hacer olvidar el artificio. Y consigue emocionar. ¡Grande, Jean Jacques!

lunes, 12 de septiembre de 2016

HISTORIA DE UN DESGOBIERNO (11/09/2016)

Después de casi nueve meses de atasco, hasta la misma denominación “gobierno en funciones” empieza a florecer. Pronto habrá que tirarla a la basura, como ese bote de tomate que guardábamos en la nevera y al que le ha brotado pelusilla. Lo que hoy rige en España es un Desgobierno en toda regla. Un Desgobierno al que no le falta de nada, con su presidente gallego, su ministro de economía de calva lustrosa y su portavoz, que comparece ante la prensa cada viernes con cara de circunstancias.

Aunque la tentación de echar toda la culpa a los políticos actuales es casi irresistible, la realidad es que ellos han heredado unas normas que aprobaron otros, y que han demostrado su ineficacia para dotar a este país de un gobierno. ¿Por qué el constituyente de 1978 no pensó en una fórmula de consenso que evitara esta situación? En primer lugar, porque se preciaba de conocer bien a su pueblo: a los españoles, si nos quitas el sectarismo, nos quedamos en muy poca cosa. Y sobre todo, porque jamás pensó que fuera necesario. El sistema electoral - piedra angular de una democracia, pero de dificilísima comprensión para el ciudadano común – fue diabólicamente concebido para producir dos fenómenos que el balbuceante régimen necesitaba para sobrevivir. Primero, un bipartidismo fuerte, a la española, con diputados obedientes y comités ejecutivos todopoderosos. ¿Cómo lograrlo? Con un sistema proporcional que masacrara a los terceros y cuartos partidos que no alcanzaran un umbral crítico de votos. Y segundo, unos partidos nacionalistas satisfechos, tan contentos de pisar la moqueta del Congreso de los Diputados que se olvidarían de torpedear el sistema.

Pero un día ocurrió lo impensable. Lo que no tenía que ocurrir. Unos jóvenes descarados fundaron nuevos partidos, y en lugar de comenzar desde abajo, con resultados modestos que la ley electoral se encargaría de convertir en más modestos todavía, consiguieron a las primeras de cambio unas cifras espectaculares, que casi les igualaban a los partidos mayoritarios. De pronto fue imposible formar gobierno. De pronto el candidato del partido más votado recibe del Rey el encargo de formar gobierno, y dice que no quiere. Si Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda levantaran la cabeza, se les caían los palos del sombrajo. ¿Cómo ha sido posible? Al electorado español le sobran las razones: crisis económica, corrupción y hartazgo general. Aunque la causa profunda siempre haya dormido en las entrañas del sistema: las normas electorales reforzaron tanto a los dos grandes partidos, que estos llegaron a confundir sus organizaciones con el sistema mismo; se creyeron tan imprescindibles como las instituciones a las que debían servir. Bárcenas, Rato y los ERES, eran la consecuencia inevitable.

Y en esas estamos. Con un traje de 1978 en pleno siglo XXI, dando el cante jondo y haciendo que el resto del mundo se pregunte por qué demonios los españoles llevamos tanto tiempo sin gobierno. La solución, en el corto plazo, es complicada. En el largo, cristalina: que los partidos devuelvan una parte del poder a la ciudadanía. Que haya listas abiertas y no cerradas y bloqueadas. Que cada diputado responda ante el electorado de su circunscripción, los que verdaderamente le votan, y no solo ante la ejecutiva de su partido. Diputados menos obedientes y con opinión propia. De esta manera, quizás alguien se atrevería a decir en voz alta que el tiempo de Mariano Rajoy ha pasado. O que abstenerse para hacer posible un gobierno no es lo mismo que apoyarlo.      


domingo, 4 de septiembre de 2016

EN EL CORAZÓN DEL MAR (04/09/2016)

La película lo tenía todo para triunfar. Un director de prestigio como Ron Howard, una estrella emergente como Chris Hemsworth, y una historia llena de épica, vinculada a una de las grandes obras de la literatura mundial. “En el corazón del mar” cuenta la historia real del buque ballenero “Essex”, hundido en aguas del Pacífico Sur en 1820 por la embestida de un cachalote blanco, que sirvió de inspiración a Herman Melville para escribir “Moby Dick”. Y sin embargo, la película ha sido uno de los grandes fracasos del año. El coste de producción ascendió a la astronómica cifra de 100 millones de dólares – con ese dinero se podrían financiar 50 películas como “La novia”, de Paula Ortiz -, mientras que la recaudación mundial apenas ha sobrepasado los 90. Números que anuncian pérdidas enormes, porque el porcentaje de taquilla que llega a los productores suele rondar el 30%, una vez descontados los gastos de publicidad, distribución y exhibición. En definitiva, un naufragio total.

¿Alguien pudo predecirlo? A toro pasado, todos vemos los cuernos. Las debilidades de la cinta comienzan a mostrarse muy pronto, en el mismo título. ¿Alguien podría concebir algo más flácido y ambiguo que “En el corazón del mar”? Como los creativos de la Warner Brothers son gente inteligente, es obligado pensar que el título fue un arreglo transaccional, tras acaloradas discusiones, y que estaba destinado más a esconder el tema de la película que a mostrarlo. Porque la historia tiene un pecado original que nadie logra hacer olvidar: el héroe, el atractivo primer oficial del buque interpretado por Chris Hemsworth, tiene como máximo objetivo en la vida llenar barriles con grasa de ballena para ganar dinero y ascender en la profesión. El problema es que para ello tiene que clavar unos terribles arpones de hierro en la carne del indefenso mamífero, con el consiguiente aparato de sangre a borbotones y crías desvalidas que gritan por la suerte de sus gigantescos progenitores. Un programa vital que choca frontalmente con la escala de valores vigente en la sociedad actual. La ballena es hoy un animal simbólico que representa como pocos el espíritu del ecologismo y la conciencia de los seres humanos por la conservación del medio ambiente.  

¿No sabían los productores que existe algo llamado Comisión Ballenera Internacional que prohíbe la caza comercial de estos cetáceos? Claro que sí. Los guionistas presentían las dificultades que encontraría el público para identificarse con un exterminador, pero sobrevaloraron su capacidad para resolver el problema; al final, acaban convirtiendo al protagonista en un ballenero arrepentido, algo tan poco creíble que hace hundirse a la película todavía un poco más. Con ella se van a pique millones de dólares, una puesta en escena apabullante y unas interpretaciones muy meritorias. Por no citar el trabajo de centenares de profesionales cuyos nombres siguen desfilando morosamente por la pantalla en los créditos, cuando los espectadores ya se han montado en el tranvía que les llevará a casa.

“En el corazón del mar” debería ser objeto de estudio en todas las escuelas de cine. Porque los errores son la fuente más rica de aprendizaje que existe. Además, si son ajenos, aprovechamos la experiencia y nos ahorramos el dolor. Eso sí; si algún día me paso por las oficinas de la Warner para proponerles un proyecto, juro que no pronunciaré la palabra ballena, ni citaré a Herman Melville, ni a Moby Dick, ni a John Houston. Fingiré que no los conozco de nada.

LA REVOLUCIÓN FEMENINA (28/08/2016)

La oronda humanidad de Donald Trump, el no-presidente, la encarnación de todo lo que un político no debería ser jamás, nos impide saborear una realidad mucho más estimulante. Una realidad revolucionaria. Hillary Clinton podría convertirse en la primera mujer presidente de los Estados Unidos de América y ocupar así el cargo político más importante del planeta, lo más parecido a un rey de la Tierra que pudiéramos encontrar. Permítanme una licencia hollywoodiense para acabar de rematar el concepto: si una civilización extraterrestre se decidiera a visitarnos, las palabras de bienvenida serían pronunciadas por el presidente americano, encarnado por Gene Hackman, Harrison Ford o Morgan Freeman.

A pesar de su tradicional postergación de los círculos de poder - dejando las viejas monarquías absolutas aparte -, las mujeres no son unas recién llegadas al mundo de la política. Desde 1960, en que la esrilanquesa Sirimavo Bandaranaike se convirtió en la primera presidenta de gobierno de la historia, casi ochenta mujeres han ocupado la jefatura de una nación. Algunas tan carismáticas como Indira Gandhi, Benazir Bhutto o Margaret Thatcher. En la actualidad, destacan mujeres al frente de estados muy poderosos como Angela Merkel en Alemania o Theresa May en el Reino Unido, y otras en países de clase media, como las presidentas de Chile, Croacia, Lituania, Noruega o Corea del Sur. Sin embargo, aunque este escenario invite al optimismo, todavía hay llamativas ausencias de personal femenino al frente de algunos países. De Italia, por ejemplo; de los cuarenta y tres gobiernos habidos tras la II Guerra Mundial, ninguno ha sido presidido por una mujer. En Francia, aparte del efímero paso de Edith Cresson por el palacio de Matignon a principios de los noventa, ninguna mujer ha regido los destinos de la nación. En España, ya saben cómo estamos; para tener una mujer presidente, antes deberíamos tener una mujer candidata, circunstancia inédita en este país al que últimamente se le atragantan las elecciones. Alguien debería aconsejar a Mariano Rajoy que el nombramiento de una mujer podría desatascar la situación. Por cierto, Alemania y Reino Unido, países protestantes, tienen mujeres gobernantes. En Italia, Francia y España, países católicos, las mujeres siguen ausentes. Al Papa Francisco no le gustará leer esto, pero la injustificable y trasnochada exclusión de las mujeres en la Iglesia Católica – exclusión, que no simple ausencia - continúa siendo un lastre cultural que los países del sur de Europa debemos arrastrar. Su Santidad debería ir más allá de las relaciones públicas y revolucionar verdaderamente su Iglesia. La causa de la Justicia se lo agradecería.

Pese a todos los precedentes, el caso de Hillary Clinton podría ser un hito histórico. Más nos vale. En los mítines de Donald Trump, cuando el antipático candidato la nombra – lo que ocurre constantemente dada su patética falta de discurso – la concurrencia republicana grita “a la cárcel, a la cárcel”. Estoy convencido de que tras esa agresividad se esconde un machismo palpitante, inoculado desde la infancia por progenitores más aficionados a las galerías de tiro que a las bibliotecas. Tras mucho pensar, solo encuentro una utilidad a la improbable victoria de Trump en las próximas elecciones. Si una civilización extraterrestre se presentara en la tierra con malas intenciones, con solo asomar su repelente flequillo rubio, Trump eliminaría la amenaza. Los extraterrestres se marcharían por donde habían venido.       

lunes, 22 de agosto de 2016

VIVE LA FRANCE! (21/08/2016)

Si Agustina, Casta y Manuela pudieran leer esta columna, la sola visión del título les haría temblar de rabia, tanto, que los mismos cimientos de la capilla de las heroínas de los Sitios, en la iglesia del Portillo de Zaragoza, se tambalearían. Afortunadamente, el paso inexorable del tiempo, que tanta angustia produce a nuestras pequeñas e insignificantes vidas, tiene un efecto balsámico para las heridas morales que las guerras han inflingido a los pueblos desde que el mundo es mundo. Como resultado, doscientos ocho años después, sería difícil encontrar un rastro de rencor contra el invasor francés en las calles de Zaragoza o de cualquier otra ciudad o pueblo aragonés golpeado por aquella infausta guerra.

Junto a un pasado más o menos tormentoso, aragoneses y franceses compartimos también un presente del que jamás podremos escapar: una coordillera de belleza grandiosa que nos sirve de frontera natural. ¿Qué sería de Aragón sin los Pirineos? Probablemente no existiríamos. Sin el cobijo de las tierras altas, los cristianos no habrían podido fundar un reino, y es fácil pensar que la frontera francesa habría llegado hasta la misma orilla del Ebro. La Virgen del Pilar, ¿francesa? Como sigamos por este camino, Agustina y las demás no se conformarán con removerse en sus tumbas; a lo mejor acaban cobrando vida para encorrernos. La cuestión es que los Pirineos, solar fundacional de la identidad aragonesa, han sido también una barrera formidable para los intercambios económicos y culturales entre los dos pueblos. Y lo siguen siendo. Por increíble que parezca, mil años de convivencia no parecen suficiente argumento para que los gobiernos de uno y otro lado se pongan de acuerdo en la construcción de una vía moderna de comunicación entre ambos territorios. El ferrocarril de Canfranc fue un bonito intento. El túnel carretero de Somport se ha quedado como una broma pesada: una infraestructura moderna que desemboca en una carretera del siglo XX.

Pero los tiempos están cambiando, sobre todo al otro lado de la frontera. ¿Sabían que los franceses han bautizado a la línea férrea Pau-Canfranc como línea Goya? Primero fueron 35 millones de euros en el tramo Pau-Olorón. En junio de este año se reabrió el Olorón-Bedous, cerrado al tráfico desde 1980; otros 102 millones del alerón, sufragados exclusivamente por el gobierno regional de Aquitania del intrépido Alain Rousset. Es de suponer la envidia que semejante exhibición de poderío presupuestario despertaría en Javier Lambán, invitado al acto de inauguración. Quedan 30 kilómetros y 540 millones para llegar hasta Canfranc –una inversión que exige la participación de las autoridades estatales y comunitarias – pero la primera apuesta ya está hecha. ¿Qué ha ocurrido para que se produzca este radical cambio de actitud? Los franceses nos quieren, queridos lectores. Lo que es evidente es que no se han gastado 137 millones para llevar un trenecito a un pueblo de 534 habitantes. Su objetivo declarado es unir Pau y Zaragoza, a la que Rousset define como “la principal plataforma de mercancías de España”.

Esta vez va en serio. Al empeño aragonés, voluntarioso pero lastrado por nuestra limitada capacidad de influencia en la corte, se ha unido la potencia de una de las regiones más pujantes de Francia. La línea férrea de Canfranc será una realidad en pocos años. Pueden ir a contarlo por ahí pero, por favor, si pasan por la plaza del Portillo, bajen un poco la voz. Ya saben, es por ellas. Para qué vamos a darles un disgusto.

jueves, 18 de agosto de 2016

AMOR POR LA CALLE (14/08/2016)

Me acabo de hacer gafas nuevas, con unos cristales tan revolucionarios que ahora veo en alta definición. Casi me cuestan los ojos de la cara, pero el bueno de mi óptico tenía razón. Al salir a la calle por primera vez, ¡qué luces!, ¡qué brillos! La plaza Europa parecía el escenario de un musical, como si todos los peatones estuvieran a punto de ponerse a bailar. El problema fue descubrir que las aceras estaban sucias, regadas de orines y tachonadas de chicles ennegrecidos. Con mis nuevas gafas, ¡ay!, la belleza de la calle y sus miserias eran igual de visibles.

No es más limpio el que más limpia, sino el que menos ensucia, dice el refrán. La culpa es nuestra. La limpieza de la calle es competencia del ayuntamiento, pero en su descargo y en el de los trabajadores que barren cada día las aceras con admirable estoicismo, hay que decir que el comportamiento del personal se transforma radicalmente al pasar del espacio privado al público. Un español jamás escupirá en el salón de casa, no tirará colillas en un rincón del pasillo y pondrá la máxima atención en miccionar dentro de la taza correspondiente. En el interior del portal seguiremos guardando las formas, más o menos, aunque solo sea porque de vez en cuando nos toca ser presidente de la comunidad de vecinos. Pero al llegar a la calle, el doctor Jekyll se habrá convertido en Mr. Hide, un individuo al que no le pena demasiado deshacerse de papeles, chicles, colillas o cáscaras de pipas en medio de la acera, dejar que su perro haga sus necesidades donde le venga en gana, o incluso mear en algún rincón propicio.

En algunos ayuntamientos, estos problemas se intentan solucionar a golpe de ordenanza municipal. Con escaso éxito. Cuando los munícipes se meten a legisladores casi siempre se les va la mano y acaban prohibiendo jugar al dominó tras la caída del sol o hacer castillos de arena con un foso de más de veinte centímetros, para el cachondeo general. Además, tampoco vamos a poner a un guardia en cada calle, libreta en mano, multando al personal. Sería peor el remedio que la enfermedad.

Lo que yo propongo es cultivar el amor por la calle. Empezando por la propia de cada uno. Preocupándose por el estado de un árbol enfermo, por la bombilla de una farola que se ha fundido o por la placa que le da nombre cuando necesite arreglo. Por cierto, si la calle está dedicada a un pintor, a una pianista o a un acróbata, averiguar qué hicieron para merecer ese honor, y si es a un río, conocer por dónde pasa y dónde desemboca. La mayoría de las veces, necesitaremos llamar al servicio municipal correspondiente. Pero no siempre. Un albañil jubilado podría encargarse de fijar una baldosa suelta de la acera, o alguien con tiempo y ganas regar unas plantas o recortar un arbusto asilvestrado, sin tener que hacer venir al empleado de turno. Ya lo estoy viendo. El día de la fecha de nacimiento de nuestro pintor, pianista o acróbata favorito, los vecinos se reunirían en una comida de hermandad, para crear vínculos, para hacer que lo que es de todos nos importe, para cultivar el amor por la calle…

Definitivamente, estas gafas son mágicas. Además de ver mejor que un lince ibérico, me están convirtiendo en un idealista. Como esto siga así, me veo encima de una caja de fruta, en el cruce de la calle de Mariano Castillo, famoso astrónomo del siglo XIX nacido en Villanueva de Gállego, con la de Sierra de Vicor, serranía de la provincia de Zaragoza, arengando a las masas. Juro que son las gafas. Que nadie avise a los loqueros.