miércoles, 28 de junio de 2017

EL EQUILIBRISTA (25/06/2017)

Cada vez son más necesarios pero también más difíciles de encontrar. Esta sociedad hiperconectada y ayuna de certidumbres necesita héroes hasta tal punto que si no los tiene se los inventa, aunque para ello tenga que encumbrar a medianías. Hablo de héroes reales, de personas de carne y hueso, y no de seres con poderes extrasensoriales. Por aclararnos: no lo es el portero de fútbol que detiene un penalti en el último minuto por mucho que se le llame “el héroe del partido”. Y sí lo fue Ignacio Echevarría, el español que se lanzó contra los asesinos del London Bridge blandiendo un monopatín y que se dejó la vida en el empeño. Ignacio demostró su heroicidad en ese acto valiente e impulsivo, pero ya era un héroe desde mucho antes. Tenía forzosamente que serlo. La gran tragedia de su pérdida la viven hoy sus seres queridos pero en alguna medida la compartimos todos. Porque los héroes no deberían morir nunca. Los héroes deberían ser eternos. 
Deténgase en cada una de las páginas que sostiene entre las manos, querido lector, porque los héroes no siempre se asoman a las portadas de los periódicos. Josan Rodríguez, El Equilibrista, lo hizo en una página interior de esta bendita cabecera, justo hace una semana. “No siento rencor hacia quien me dejó ciego y sin piernas”, rezaba el titular del magnífico artículo que firmaba Rubén Darío Núñez desde Huesca. Debo confesar que tropecé con él varios días después de su publicación, cuando, después de solazarme en la vanidad de releer mi propia columna, me asaltó el temor de haberme perdido algo interesante. Y estaba en lo cierto. La historia de Josan Rodríguez comenzó hace casi diez años, el 28 de julio de 2007, en la discoteca Manhattan, en las afueras de Huesca. Un joven de 22 años, borracho y drogado, atropelló a un grupo de personas junto a la puerta de la discoteca cuando conducía a 150 kilómetros por hora. Hubo dos muertos, Angel Javier Pérez y Benito Joaquín Ríos, y siete heridos de consideración. El más grave, José Antonio Rodríguez, Josan, quedó ciego y le amputaron ambas piernas. 
Josan acaba de publicar un libro titulado “El Equilibrista”, en el que narra su experiencia en estos diez años de travesía en busca del equilibrio. En sus propias palabras, equilibrio interior para seguir disfrutando de la vida y equilibrio físico para aprender a sostenerse con la ayuda de las prótesis. Todavía no he podido leerlo – aunque juro que lo haré - pero no tengo ninguna duda de que El Equilibrista ha logrado su objetivo. 
Por la boca de Josan salen palabras de una sabiduría tan aplastante, de una categoría moral tan extraordinaria que lo convierten en un héroe con mayúsculas. No se escucha una sola lamentación por haber acudido aquella aciaga noche a la discoteca Manhattan. “Si tenía que pasar fue por algo, como todo lo que ocurre en la vida”. Aquel maldito accidente le quitó muchísimo pero le dio algo a cambio: una fuerza interior “que no sabía que tenía o que al menos no había encontrado”. Fuerza interior para perdonar. Josan no guarda rencor al causante de su accidente y le desea lo mejor en la vida. No son amigos, porque ninguno de los dos ha tenido contacto con el otro, pero la expresión del sentimiento de Josan es como un grito de autenticidad del que es imposible dudar. 
La entrevista a Josan - que aconsejo contemplar en vídeo en la web de Heraldo– es un auténtico regalo. Porque uno de los rasgos que distingue a los héroes es su generosidad. Porque El Equilibrista no ha querido guardar su grandeza para él solo. 

EL SECRETO DE LOS BEATLES (18/06/2017)

La transición política estaba en su apogeo y en mi cabeza se mezclaban armoniosamente la libertad sin ira con la beatlemanía más rabiosa. Como ocurre a menudo, los gustos musicales me vinieron de familia sin que pudiera hacer mucho por evitarlo: cuando tu hermano mayor dedica todo el día a escuchar a los Beatles –en aquellos tiempos, jóvenes lectores, todavía no existían los ipods y la música se escuchaba exclusivamente “al aire" – una parte importante de tu destino ya está escrita. A no ser que seas un bicho muy raro o un niño más rebelde que el mismísimo John Lennon, escucharás a los Beatles, amarás a los Beatles y tararearás a los Beatles hasta el último día de tu vida, cuando creas distinguir en el bip-bip de la máquina hospitalaria el ritmo exacto de Lucy in the sky with diamonds. 
No me quejo, al contrario. Estoy convencido de que ser un fan de los Beatles me ha hecho una persona mejor. En primer lugar, porque la buena música es, esencialmente, un acto de amor. Cuando hablo de John, Paul, George y Ringo, lo hago con la misma espontaneidad que utilizaría con mi familia, porque los considero más una parte de ella que unos seres remotos, idealizados e inalcanzables. Y como a una parte de mi familia, siempre he deseado llegar a comprenderles. 
Lógicamente, soy deudor de muchos expertos que han estudiado al grupo como si se tratara de una ciencia. Se han publicado miles de libros. En sitios web como “The Beatles Bible", se analiza la actividad del grupo casi día por día, desde sus comienzos hasta la separación. En contra de esa imagen de chicos inexpertos que se tropiezan con el éxito de la noche a la mañana – concepto muy arraigado hoy por culpa de los programas de talentos en televisión - uno descubre que los Beatles fueron trabajadores incansables desde mucho antes de alcanzar el triunfo. Persiguieron el sueño de vivir de la música con una tenacidad y una ambición tan brutales, que dos años antes de grabar su primer disco promediaban casi 40 actuaciones en directo al mes, entre su Liverpool natal y sus viajes a Hamburgo. 
Pero es en la relación entre sus dos líderes, John Lennon y Paul McCartney, donde reside la verdadera esencia del grupo. Lennon y McCartney podrían haberse disputado el liderazgo porque los dos tenían sobrados argumentos para reclamarlo, pero sorprendentemente no lo hicieron. Creo que en esa renuncia se esconde el secreto de los Beatles. He conocido grupos de talento limitado que desaparecieron en una semana, víctimas de la lucha de egos. Los Beatles sobrevivieron una larga década, sometidos a las bestiales tensiones del éxito, porque Lennon y McCartney establecieron una relación de competencia, de lucha, pero concebida desde el respeto y la lealtad. Años después, cuando ese equilibrio se rompió, se lo llevó todo por delante. John Lennon se cansó de la intensidad de McCartney, reconocido adicto al trabajo, y se echó en brazos de Yoko Ono, reconocida artista de la improvisación. Quizá tuvo miedo de no poder seguir a la altura de su amigo. Quizá creyó que la vida era algo más que encadenar un éxito detrás de otro. Y entre medias estaba George, que merece otra monografía, o el mismo Ringo, experto templador de gaitas que también forjó la historia del grupo. 
Estos días se conmemora el 50 aniversario de la publicación del disco más influyente de la historia: el Sargeant Pepper´s. Lo hicieron ellos, por supuesto. Son tan grandes que nos hacen sentir grandes a sus seguidores. Por eso siempre estaremos en deuda con los Beatles.   

LOS BUENOS GANAN SIEMPRE (11/06/2017)

Hoy parece una provocación. La frontera entre bondad y maldad se ha vuelto tan borrosa que muchos prefieren refugiarse en el relativismo moral antes que aventurar un juicio. Según ellos nadie sería completamente bueno o malo porque como dijo el poeta "nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira". El mundo está lleno de ejemplos de esta sutil evolución. Figuras que un día pasaron por dechados de bondad, como la beata Teresa de Calcuta, han sido señaladas por el motivo contrario: por ser demasiado imperfectas o directamente malas. De la misma forma, la vida de un personaje de maldad legendaria como el narcotraficante Pablo Escobar ha sido argumento para una serie de televisión que ha glorificado su figura hasta extremos peligrosos. ¿Cómo van a ganar siempre los buenos si ya no sabemos ni quiénes son? 
No seamos tan apocalípticos. Para que este revisionismo moral se esté produciendo han sido necesarios algunos cambios muy positivos. El primero de ellos, la democratización de la información. Gracias al universo digital hoy es muy difícil mantener a la sociedad en la ignorancia respecto a casi nada. Los mentirosos y los defraudadores lo tienen más difícil que nunca. Un ejemplo reciente: si eres el fiscal anticorrupción y tienes el estómago - por emplear un noble aparato anatómico y obviar otros que vienen en pareja - de tener una sociedad en Panamá, más tarde o más temprano te van a pillar. El segundo gran cambio es menos tangible pero mucho más profundo: la exaltación de la empatía. Al ser humano le interesa cada vez más comprender el origen del comportamiento de sus congéneres para incorporarlo a sus juicios. Si ejercitamos la empatía y somos honestos con nuestros semejantes, descubrimos que alguien nacido en un medio social marginal va a tener muchas más posibilidades que nosotros de convertirse en un delincuente. Tomemos el caso de Eleuterio Sánchez, "El Lute". De siniestro personaje con el que se amenazaba a los niños durante el franquismo - "o te tomas las lentejas o llamo al Lute" - pasó a ejemplo de reinserción tras su paso por la cárcel y la divulgación de la historia de su vida. 
Hoy sabemos que en la valoración del bien y del mal conviene andarse con cuidado; que juzgar moralmente al prójimo es tarea delicadísima en la que es fácil equivocarse por falta de información o porque, finalmente, el centro psíquico de decisiones de una persona es inaccesible para el resto del mundo. ¿Equivale esta realidad al triunfo del relativismo? ¿El bien y el mal han dejado de existir? En absoluto. El haber tomado conciencia de la dificultad de su medición no significa que el bien y el mal hayan desaparecido. El concepto filosófico más humano que existe, ese que no puede explicarse por ninguna ciencia exacta conocida y que nos hace únicos, la dualidad amor-odio que subyace al dilema moral al que nos enfrentamos cada persona desde que damos la primera bocanada, sigue tan vigente como siempre. Lo significa todo. Lo ilumina u oscurece todo. Demostrarlo empíricamente no es complicado. Por desgracia, el terrorismo yihadista nos recuerda hoy que existen comportamientos humanos que destilan un odio incompatible con cualquier razonamiento. Que son el mal en estado puro. 
Serán derrotados, no me cabe duda. Como lo fueron el nazismo, el estalinismo o cualquier otro movimiento maligno del pasado. Porque el mal solo se engendra en el corazón de los débiles. Porque el amor es propio de los fuertes. Porque los buenos ganan siempre.
 

RIGLOS (04/06/2017)

Es difícil encontrar un pueblo más apegado a su geografía. Físicamente, porque el escueto caserío de Riglos se encuentra a los pies de sus famosos mallos; y en la toponimia, porque el nombre oficial del municipio es Las Peñas de Riglos, aunque nadie lo utilice. El mundo prefiere hablar de mallos, palabra aragonesa que debe su popularidad a los de Riglos, por espectaculares y grandiosos. Visito el pueblo después de muchos años de ausencia y al avanzar por la serpenteante carretera que nos trae desde Ayerbe me vuelve a sorprender su maravillosa estampa. A duras penas logro dominar mi ansiedad de fotógrafo para no detenerme en un arcén temerario. Me tranquilizo pensando que esa foto ya se ha hecho miles de veces y que difícilmente voy a aportar novedades a la reproducción de un paisaje que parece diseñado por un vendedor de postales. 
Es sábado y Riglos bulle de animación. Alzamos la vista hacia las paredes de los mallos y distinguimos las minúsculas figuritas de los escaladores que avanzan entre las estrías de la roca. Me asombra pensar que un día yo fui uno de ellos. Hace muchos años, guiado por el mítico escalador zaragozano Juan Hernández, “Peque”, ascendí hasta la base de El Puro siguiendo una de las vías más famosas de Riglos. Descendimos de noche, rapelando a la luz de los frontales y disfrutando como niños. Pero esos días juveniles quedaron atrás. Hoy me trae a Riglos algo mucho más pegado a la tierra, lejos de esas paredes verticales que ahora me parecen el reino exclusivo de los buitres. 
Hemos quedado con el alcalde, Juan Torralba, para que nos enseñe la ermita de San Martín, pequeño templo románico del siglo XII casi escondido entre las casas del pueblo. Oscurecido su protagonismo por la iglesia de Nuestra Señora del Mallo, parroquia titular de Riglos, la ermita de San Martín es más famosa por el gran vacío de su interior que por los tesoros que contiene. Hasta 1910, su ábside guardaba un retablo decorado con bellas pinturas góticas que fue vendido por piezas en un capítulo especialmente sangrante de esa diáspora que ha venido en llamarse eufemísticamente “el patrimonio emigrado”, pero que se parece más a un expolio vergonzante con el que unos y otros debemos vivir. Los que compraron y los que vendimos. Juan, el alcalde, es hombre hospitalario. Nos regala generosamente su tiempo y nos cuenta viejas anécdotas de cuando los rigleros se turnaban para cavar las tumbas de sus paisanos. Tiempos duros cuando la solidaridad era más necesidad que virtud y se podía contar con el vecino porque el vecino también necesitaba de ti. Visitamos las ruinas del antiguo molino aceitero y un olivar con ejemplares milenarios; árboles tan antiguos que nadie sabe a ciencia cierta si los plantaron los árabes o los romanos. Qué exhibición de poderío. Y llegamos por fin a la ermita de San Martín, encajonada por un edificio moderno que apenas le deja respirar. Reconocemos el ajedrezado jaqués de un románico austero, solo animado por canecillos de figuras misteriosas, apenas reconocibles. El interior redunda en la austeridad, agravada por el gran vacío. El retablo ausente. Barcelona, Londres, Bolonia, Filadelfia, San Simeón (California). Si Blasco de Grañén, el pintor que ejecutó la obra en el siglo XV, llegara a saber que las imágenes de su retablo han viajado a lugares tan extraños, difícilmente daría crédito. Habría que explicarle que la codicia es un vicio muy humano. Aunque quizás no fuera necesario. Sospecho que por entonces ya era una verdad bien conocida.