El campo base del Everest es un pueblecito de quita y pon
que cada año se instala al pie de la cascada de hielo del Kumbu, en Nepal. Allí
habita una diminuta comunidad internacional con su exótica variedad de
banderas, idiomas y dioses, que reproduce bastante bien la eterna dialéctica de
las relaciones humanas; a saber, que unos vienen a servir – los sherpas - y
otros a ser servidos – los alpinistas hambrientos de gloria. En la cúspide de
la pirámide, los himalayistas norteamericanos, simpáticos y mandones, viven en lujosos
pabellones donde no falta de nada; en lo más bajo, el más humilde de los
porteadores nepalíes transporta los bidones llenos de mierda internacional
valle abajo, para evitar que la nívea superficie del glaciar adquiera un tono
marrón indeseable.
Corre el año 2005, y la expedición liderada por el aragonés Carlos
Pauner espera pacientemente a que “la diosa madre del mundo” permita su ascenso
y que los vientos huracanados que barren su cima a 8.848 metros amainen. Pero transcurren
las semanas y las esperanzas de que se abra una ventana de buen tiempo son cada
vez menores. El campo base comienza a parecerse a un campamento de buscadores
de oro porque cada día se juega más a las cartas y las veladas se alargan hasta
bien entrada la noche. Como Pauner es un himalayista de prestigio y se ha
corrido la voz de que tenemos un bidón lleno de mazas de jamón, nuestra tienda-comedor
recibe visitas con frecuencia. A pesar de la inactividad, aquí es difícil
aburrirse. Soy el cámara principal de la expedición y formo parte de la guardia
pretoriana de Pauner, que le acompaña allá donde va. El intrépido Javier Pérez,
cámara de altura y alpinista, y el inmarcesible Tafalla, cantante del grupo
Sick Brains que se pregunta cada día cómo pudo dejarse convencer para acabar
allí, completan la terna.
En las interminables tertulias se habla de todo, pero yo no
intervengo demasiado. Manejar una cámara me hace introspectivo y reservado. Sin
embargo, 40 días dan para mucho y el oxígeno a 5.500 metros escasea. No
recuerdo cuando, con quién o de qué se habla, pero sé que un día me arranco con
un ardoroso discurso sobre la necesidad de potenciar el papel de las Naciones
Unidas en el mundo. Me acaloro, cito a Kofi Annan, y dibujo un sombrío panorama
si nos empeñamos en dar la espalda a esa benemérita organización, obra cumbre
de la diplomacia mundial. Las carcajadas de la concurrencia rebotan en las
paredes de hielo del glaciar y provocan algún pequeño desprendimiento. Al
parecer, hay que ser un auténtico freak para discursear sobre la ONU en el
campo base de Everest.
Han pasado 12 años desde entonces y para Pauner y compañía
sigo siendo “Kofi, el de la ONU”, mote que me gané en aquella noche memorable.
¿Saben lo mejor de todo? ¡Que lo dije completamente en serio! Hace tiempo que
Kofi Annan dejó de ser secretario general y el coreano Ban Ki-moon también
pasó. ¿Alguien sabe que el portugués Antonio Guterres ha cogido el relevo en
enero de este año? Bromas aparte, si hoy se me ocurriera hablar de la ONU, la
cosa sería todavía más risible. Porque a pesar de que en estos tiempos de
desigualdad, amenazas y nacionalismo global, una organización mundial fuerte es
más necesaria que nunca, la influencia de la ONU no ha dejado de decrecer. ¿Se
imaginan a un gobernante español afirmar muy serio que una de sus prioridades
en política exterior es reforzar el papel de la ONU en el mundo? Tristemente,
yo no. Por eso siempre seré Kofi, allá donde vaya. Kofi, el de la ONU.
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