sábado, 21 de marzo de 2009

COMER (Marzo 2006)

Para el hombre primitivo, comer era una actividad dramáticamente simple. Comer o morir, sin refinamientos ni gastronomías. Faltaban muchos años para que naciera Ferrán Adriá o el inventor de las dietas disociadas. Engordar fue una ingeniosa estrategia de supervivencia de nuestra especie: los individuos que acumulaban grasa no perecían en los frecuentísimos períodos de hambruna y escasez. Esta estrategia sigue siendo vital para millones de personas en extensas zonas del planeta, donde conseguir alimento es una tarea difícil. En el primer mundo, para nuestra vergüenza, el problema es otro muy diferente: qué hacer con la comida. En pocas actividades queda tan al descubierto la rica variedad de las debilidades humanas, las infinitas formas que toma la insatisfacción. Unos comen compulsivamente y sus cuerpos se deforman hasta que son incapaces de levantarse. Otros comen y se provocan el vómito. Algunos dejan de comer, en la búsqueda desesperada de un ideal que sólo existe en su cabeza, hasta llegar a morir. No finjamos que son conductas incomprensibles. Aunque no lleguemos nunca a los extremos, todos sabemos qué sienten los obesos mórbidos, los bulímicos o los anoréxicos: la ansiedad de comer, el miedo a engordar o la búsqueda de la perfección. La libertad puede llegar a ser una pesada carga. Como en esos restaurantes con cartas interminables: hay tanto donde elegir que nos gustaría que alguien lo hiciera por nosotros. En nuestra vida nadie lo hará. Y esa soledad es la clave del asunto, el problema de todos los problemas. Les confesaré algo, en confianza. Hay días en que creo tener la solución definitiva y otros en los que no sé por dónde sopla el aire. Pero cuando me siento a la mesa o me subo a una báscula, estoy casi seguro de que allí no voy a encontrarla.

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