Frontera: límite que separa dos realidades tan parecidas entre sí, que su justificación necesita siempre largas explicaciones adicionales. “El barón de Zutilandia casóse con la hija del señor de Burriplana, por lo que el Condado paso a depender de la Corona del Espadón. Así permaneció hasta que tras la guerra del Absurdato, el territorio pasó a estar controlado por el emperador Malaparte...” Qué complicado. Que se lo cuenten a una anciana habitante de un pequeño pueblo fronterizo, entrevistada recientemente en un programa de televisión. Vivía en España, compraba el pan en Portugal y su mejor amiga vivía en una casa que nadie sabía a ciencia cierta a qué país pertenecía... Podría pensarse que las fronteras se han pasado de moda. Nada más lejos de lo que está ocurriendo en España. No pasa una semana sin que salga a la palestra pública un nuevo independentista, todavía más injustamente tratado y con más motivos para sentirse víctima que el anterior. Porque un independentista es muchas cosas –el partidario de una opción política legítima, un maestro de la metonimia, un nacionalista que ha salido del armario-, pero también alguien que desea trazar una frontera allí dónde no la había. Que los instaladores de valla electrificada, los criadores de perros de razas agresivas y los fabricantes de bloques de hormigón modelo “Berlin Wall” no tiren la casa por la ventana. Que no se compren una pantalla plana tan grande como su pared. Quizá no podrían pagarla. Estos independentistas ya no son como los de antes. Aman las fronteras pero quieren pasar por ellas a toda velocidad, camino de nuestras pistas de esquí. Quieren que sus mercancías pasen sin pagar y sin detenerse. Quieren acudir de invitados a las bodas reales. Quieren el Barca–Madrid. Estos independentistas lo quieren todo.
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