Cuando un general romano desfilaba después de una campaña victoriosa, el esclavo que sostenía la corona de laurel sobre su cabeza le susurraba al oído: “Recuerda que eres mortal”. Sabio aforismo o amenaza de muerte, esas palabras no podían ser más oportunas. Nuestro cerebro cuenta con todo un arsenal químico para hacer frente a las grandes decepciones, a las derrotas amargas y a las pérdidas irreparables. Sin embargo no parece estar tan preparado para asimilar la adulación y el halago en dosis elevadas. Después de todo, hasta fechas muy recientes, la fama y la notoriedad estaban reservadas a los dioses y a los emperadores. Hoy, Fernando Alonso, al dar la vuelta de honor a un circuito de Fórmula 1, es aclamado por millones de personas de todo el mundo a través de la televisión e internet. A su lado, un emperador romano palidecería de envidia. El asturiano, que es hombre inteligente, ha empezado a comprender amargamente los sacrificios y los peligros menos evidentes de la clase de vida que ha elegido y por la que tanto ha luchado. La fama es una droga destructiva, que se aborrece cuando se tiene en abundancia y se desea cuando se ha perdido. Ha acabado con la salud física y mental de tanta gente que parece incomprensible que algunos la persigan con tanto ahínco. Los que saben mantener la cordura a pesar de ella son los verdaderamente grandes. No es aconsejable que Fernando Alonso suba a su bólido a un empleado (la esclavitud hace tiempo que no se lleva) para que le susurre al oído en los momentos de éxtasis. Pero seguro que necesitará a alguien a su lado que, quizá con palabras menos dramáticas, le diga quién es y de dónde viene, justo en el momento en que menos esté dispuesto a recordarlo.
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