sábado, 28 de marzo de 2009

TATUAJES (Julio 2006)

De niño pensaba que si alguna vez tenía la desgracia de convertirme en un forajido, al menos luciría un temible tatuaje. Nunca fui más allá de las calcamonías infantiles. Con los años, cuando comencé a experimentar la mezcla de placer y terror que produce el saber que puedes hacer con tu vida lo que quieras, y que al mundo le importas mucho menos de lo que habías imaginado, no decidí tatuarme para celebrarlo. No fue una cuestión de madurez o sentido común. Afortunadamente, por entonces, nadie lo hacía. Bueno, tatuajes sí había, pero las personas que los llevaban se parecían muy poco a los tatuados de diseño de hoy. Tampoco los dibujos de entonces tenían nada que ver con las filigranas actuales: eran toscos, de tinta oscura y apenas se distinguían entre el vello negro de los brazos. Porque los tatuajes se escondían como cicatrices y rara vez se hacía alarde de ellos. Un tatuaje significaba un pasado difícil, la legión, la cárcel, una gran borrachera con consecuencias o un marino con mucho mundo en las espaldas... En ocasiones, alguien inesperado, una persona de vida recta, un religioso o un monitor, dejaba a la vista un tatuaje al subirse las mangas de la camisa o al bañarse en el río durante una excusión de los boy-scouts. Su prestigio entre los chavales crecía espectacularmente y todos fantaseábamos sobre su vida pasada, llena de amores imposibles y de visitas al fondo de los infiernos desde donde había regresado para llevar una existencia pacífica y penitente. ¿Qué pensarán hoy esas almas atormentadas de la nueva moda del tatuaje? Imagino que habrán corrido a la clínica-láser más cercana para borrar el nombre de aquella novia que, con el paso del tiempo, había perdido hasta el rostro. Ahora que se tatúan hasta los catequistas, ser un crápula ha perdido todo aliciente.

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