Cae la tarde en el All England Club de Wimbledon y el tenista Rafael Nadal se explaya despreocupadamente ante los periodistas en su peculiar inglés “fracturado”, que los británicos encuentran tan encantador. Privilegios de campeón y maravillas del lenguaje. Entre patada y patada a todos los diccionarios y libros de gramática inglesa conocidos, la conversación transcurre de la única manera posible entre personas que quieren entenderse: en armonía. De pronto, se frunce el entrecejo del mallorquín y la sala de prensa se llena de oscuros nubarrones. Un periodista le ha preguntado por unas acusaciones de dopaje contra él, publicadas en un periódico francés. Nadal entiende que el tema es lo suficientemente importante como para dejar de hablar como un jefe indio y emplear su propio idioma. “No he tomado nada (productos dopantes) en mi vida, y nunca lo haré. En mi carrera deportiva y fuera de ella, he sido educado para no hacer trampas. La gente que escribe mentiras sobre otros, demuestran ser malas personas” Les aseguro que la web del torneo de Wimbledon es escrupulosa a la hora de transcribir las entrevistas. Recogen hasta las interjecciones –humm, ah!- y los carraspeos –ejem-. Escuchar hoy a alguien decir que ha sido educado para no hacer trampas me parece como viajar en el tiempo, y ya no se si estoy viendo a Rafael Nadal o a Fred Perry. Yo le creo, qué quieren que les diga. Porque este chico de aspecto rebelde que no se separa de la play-station, ha comprendido la esencia del deporte mucho mejor que otros. Sin el respeto a las normas y al juego limpio, el noble, tradicional y emocionante deporte del tenis se convierte en un pasatiempo tonto. Algo como pasar pelotas por encima de una red.
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