Ahora me explico que hacía toda esa gente de pie, en ordenada fila, esperando a que abrieran las puertas de embarque. No, no regalaban longaniza de jueves lardero, ni roscón de reyes. Ya entiendo por qué esa señora de cincuenta años corría por la pista como Carl Lewis. Resulta que no tengo ningún asiento reservado en el avión. Malditas compañías aéreas de bajo coste. Menos mal que he encontrado dos sitios para poder sentarme junto a mi cuchi-cuchi. Qué estrecho es esto. Me va a entrar complejo de alto. Me pregunto que harían con mi cuñado Toño, que me saca dos cabezas, si se le hubiese ocurrido venir. ¿Sentarlo de copiloto? El avión ya corre por la pista y las azafatas comienzan la sesión de mimo. No se puede perder ni un minuto. Como empiece a escasear el oxígeno estamos listos: cuando estaban explicando de qué misterioso habitáculo sale despedida la mascarilla, andaba yo enfrascado en el primer round de codos con mi vecina de asiento. Estos primeros momentos son trascendentales. Como le pierdas el sitio al reposabrazos ya puedes ir buscándole a tu codo algún rincón entre la quinta y la sexta de tu propio costillar. Ha ganado. Ella lee el Hola y yo El País. Me pongo a consultar ostentosamente las páginas de color salmón. Tú tendrás el reposabrazos pero yo se leer las cotizaciones de bolsa. Al poco rato pienso que es una lástima no haber visto una acción de cerca en toda la vida, y me pongo los ojos estrábicos intentando ver las fotos de la boda de Bustamante. Me mareo y tengo ganas de vomitar. ¡No hay bolsa de papel! Se me pasan las ganas de golpe. En este avión la economía y la gastroenterología van de la mano, Dios mío qué talento...A pesar de todo vuelen, que el que vuela viaja, y el que viaja escapa...del aburrimiento. ¡Vuelen!
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