viernes, 21 de junio de 2013

JUSTICIA (21/06/2013)

Es una palabra que no puede faltar en cualquier ley importante que se precie, en los discursos solemnes, en las declaraciones de principios. No en vano, la justicia es uno de los grandes anhelos del ser humano. Para satisfacerlo, el estado pone a disposición del ciudadano un procedimiento y unos funcionarios, los jueces y fiscales, que velan por el cumplimiento de las leyes. Sobre el papel, todo perfecto. El problema viene cuando hay que descender a pie de obra, porque es allí donde se necesitan botas de pescador truchero para no hundirse en el fango de mentiras cruzadas, intereses y estrategias que conlleva la práctica real de la administración de justicia. Basta con abrir un periódico y consultar el estado de los procesos judiciales que llenan sus páginas: el caso Gürtel, Palau, Brugal, los ERE, Nóos, Bárcenas, entre los asuntos de corrupción política; el caso de los niños desaparecidos Ruth y José, el asesinato de Marta del Castillo o el accidente provocado por Ortega Cano, dentro de los asuntos penales; la tragedia de miles de desahucios, entre los civiles. En muchos de estos procesos coinciden algunos de los principios más elevados concebidos por el espíritu humano como la presunción de inocencia, con muestras de la peor bajeza: en particular, la mentira deliberada de algunos imputados para salvar el pellejo aun a costa del sufrimiento de las víctimas, de la justicia o del bien común que muchos juraron defender; o la falta de dignidad, valor y honor para afrontar las consecuencias de los propios actos. La justicia no es un espectáculo bonito y su práctica profesional está desaconsejada para espíritus sensibles. Más allá del boato de las togas y las maderas nobles, el trabajo de jueces y fiscales se parece a menudo al de los fontaneros en las cloacas. Desagradable pero necesario.

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