Mide un metro y noventa y siete centímetros y me
saca una generosa cabeza de altura, pero a pesar de esta y otras diferencias
siempre me he sentido identificado con él. Haber nacido en el mismo año que el
nuevo rey de España me garantiza haber visto los mismos dibujos animados,
comido los mismos quesitos El Caserío y mamado el mismo ambiente setentero de
un país de greñas y cuellos de camisa absurdamente largos que despertaba de la
cutredad moral de una dictadura para caminar hacia un lugar que tenía que ser
forzosamente mejor. Sí, ya sé que mis padres no son reyes ni hemos vivido en un
palacio; que jamás recibí clases de vela en las islas Pitiusas; que nadie me
matriculó en la Universidad de Georgetown y que mi carrera militar forzosa solo
me alcanzó para ser cabo primero, fusilero pelotero, en un remoto cuartel
pirenaico rodeado de entrañables charnegos que no habían acabado la EGB. Para
qué seguir. Nos parecemos como un huevo a una castaña. Bueno, pues, aún así,
cuando miro en los ojos de Felipe de Borbón sigo viendo a ese chaval algo
tímido, con ganas de agradar, que aguanta los marrones de la vida con
estoicismo porque nació en la generación más numerosa de la historia – se dice
pronto - que está bien educado y
aprendió a respetar el principio de autoridad porque no había otro remedio, y
para quien los tatuajes serán siempre cosa de marineros y ex-presidiarios.
Estoy hablando de mí, y de millones como yo. Francamente, creo que a la
princesa Leonor le espera un verdadero papelón. Porque si algún día llega a ser
reina –en este país tan aficionado al aventurerismo político el uso del
condicional es obligado–, lo tendrá muy difícil para igualar a su padre. Sí,
soy consciente de que me he adelantado veinticinco años. Que nadie se
escandalice. Un poco, solo un poco, sé de lo que estoy hablando.
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