Quizá no tengamos la autoestima de los americanos o las ganas de
trabajar de los chinos, pero los europeos somos cada día más fuertes porque
estamos unidos. Alguno arqueará las cejas al leer esta sentencia tan optimista
y no es extraño: en los últimos tiempos, los europeos le hemos cogido gusto a
sacudirnos con el cilicio, como hacía el malo de El código Da Vinci, para
mortificarnos con la flojedad de nuestras instituciones comunitarias y con
todas esas monsergas del gigante económico y el enano político, que son como un
grano supurante que nos gusta pinzar con las uñas de vez en cuando por el gusto
que da. No, señoras y señores, Europa está cambiando. Los millones de euros
gastados en redes transfronterizas – ferrocarriles, carreteras y túneles que
desafían a la todopoderosa naturaleza -, en becas Erasmus que mestizan
culturalmente – y a menudo también biológicamente – a nuestros jóvenes
universitarios, y en subvenciones a aerolíneas low-cost que hacen posible que hasta
el tipo más soso y cerril se haya hecho una foto delante de la torre Eiffel, el
foro romano o el Big Ben, no se han ido por el desagüe sin dejar un poso que
ahora se demuestra más profundo de lo que pensábamos. Los salvajes ataques
terroristas de París de la semana pasada nos han enseñado más sobre nuestra
condición de europeos que todas las campañas institucionales y elecciones
habidas y por haber. Es la amarga lección que dejan las guerras. Todos somos
Francia. Todos estamos junto a los que cayeron acribillados en los bulevares de
París, porque ellos también somos nosotros. El estadio londinense de Wembley se
vistió ayer con la tricolor y 90.000 gargantas entonaron la Marsellesa. Si
Churchill o Monnet levantaran la cabeza, se pincharían hasta convencerse de que
no es un sueño. Europa existe. Vive l´Europe!
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