lunes, 23 de enero de 2017

PERDÓN (22/01/2017)

Una de las cosas que más me sorprendió – y agradó -  de mi primer viaje a Londres, fue la cantidad de veces al día que escuché la expresión “excuse me”, allá donde estuviera. Los ingleses la empleaban constantemente como una forma de disculpa leve, o simplemente preventiva, para anunciar que iban a pasar junto a ti. No creo que los españoles seamos un pueblo más grosero que el británico, pero sí que provenimos de una cultura que siente cierto pudor hacia el lenguaje educado. Hasta hace poco no era difícil escuchar, como respuesta a un “disculpe”, esta destemplada y entrañable contestación en boca de un anciano español: “¿Disculpe? ¡Guárdate eso para los curas!”
Sin embargo, esta semana hemos escuchado constantes alusiones al perdón, en la prensa y las redes sociales. Se trataba de un perdón más trascendental que el de una fórmula de cortesía, porque se refería al trágico accidente del Yak 42 en el que murieron 62 militares españoles. Un reciente informe del Consejo de Estado afirmaba que el accidente pudo haberse evitado si el ministerio de defensa de la época hubiera cumplido con su deber de velar por la seguridad del transporte de sus soldados. El exministro Federico Trillo, que nunca admitió los errores de su administración, quedaba totalmente en evidencia. El clamor de indignación que siguió, que nacía de los familiares de las víctimas pero que era compartido por gran parte de la sociedad, le hizo dimitir como embajador en Londres, cargo que ocupaba en la actualidad. Sin admitir la culpa ni pedir perdón, lo que dejaba una herida abierta que alguien tendría que cerrar.
Lo llamativo del caso es que el perdón ya no era una cuestión judicial; todas las cuestiones penales y civiles del caso fueron ventiladas hace años. Ahora se trataba de una cuestión exclusivamente moral, a la manera de las polémicas teológicas que enfrentaban a jesuitas y dominicos en los tiempos tridentinos. Quizá la finura británica no sea lo nuestro, pero los principios morales subsisten en el carácter español y les concedemos una importancia extraordinaria. Prueba de ello fue la concurrida comparecencia de la ministra de defensa, María Dolores de Cospedal, en la que se dieron cita los primeros espadas de la política española.
Los familiares de las víctimas estaban cargados de razones. Después de años de reveses judiciales, por fin una instancia oficial, el Consejo de Estado, admitía que las cosas se habían hecho rematadamente mal. Que el accidente pudo haberse evitado. Alguien del ejecutivo actual, del mismo partido que ocupaba el gobierno de España en aquel fatídico día de 2003, tenía que reconocerlo públicamente y pedir perdón. Desaparecido Trillo, que se fue por la puerta falsa sin tener el coraje de hacerlo, solo quedaba Cospedal, la nueva ministra de defensa, para dar la cara. Y lo hizo, finalmente. Para alivio de casi todos.
Es muy probable que su comparecencia sea el último acto de una tragedia que nunca debió producirse. El perdón, que ha estado en boca de todos en los últimos días, debe regresar ahora al territorio íntimo de las familias de las víctimas. Algo que no comprendió Gabriel Rufián, al desear “que los responsables de esta sinvergonzonería no duerman ni una sola noche en paz”. Todo un canto a la venganza, al anti-perdón. No, Rufián, te equivocas de pleno. Porque las víctimas necesitan paz. Paz para el debate que les aguarda, en el interior de sus conciencias, sobre el perdón a sus ofensores. Nadie más que ellos tiene la última palabra. Ojala lo logren.

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