Una de las cosas que más me sorprendió – y agradó - de mi primer viaje a Londres, fue la cantidad
de veces al día que escuché la expresión “excuse me”, allá donde estuviera. Los
ingleses la empleaban constantemente como una forma de disculpa leve, o
simplemente preventiva, para anunciar que iban a pasar junto a ti. No creo que
los españoles seamos un pueblo más grosero que el británico, pero sí que provenimos
de una cultura que siente cierto pudor hacia el lenguaje educado. Hasta hace
poco no era difícil escuchar, como respuesta a un “disculpe”, esta destemplada
y entrañable contestación en boca de un anciano español: “¿Disculpe? ¡Guárdate
eso para los curas!”
Sin embargo, esta semana hemos escuchado constantes
alusiones al perdón, en la prensa y las redes sociales. Se trataba de un perdón
más trascendental que el de una fórmula de cortesía, porque se refería al
trágico accidente del Yak 42 en el que murieron 62 militares españoles. Un reciente
informe del Consejo de Estado afirmaba que el accidente pudo haberse evitado si
el ministerio de defensa de la época hubiera cumplido con su deber de velar por
la seguridad del transporte de sus soldados. El exministro Federico Trillo, que
nunca admitió los errores de su administración, quedaba totalmente en evidencia.
El clamor de indignación que siguió, que nacía de los familiares de las
víctimas pero que era compartido por gran parte de la sociedad, le hizo dimitir
como embajador en Londres, cargo que ocupaba en la actualidad. Sin admitir la
culpa ni pedir perdón, lo que dejaba una herida abierta que alguien tendría que
cerrar.
Lo llamativo del caso es que el perdón ya no era una
cuestión judicial; todas las cuestiones penales y civiles del caso fueron
ventiladas hace años. Ahora se trataba de una cuestión exclusivamente moral, a
la manera de las polémicas teológicas que enfrentaban a jesuitas y dominicos en
los tiempos tridentinos. Quizá la finura británica no sea lo nuestro, pero los
principios morales subsisten en el carácter español y les concedemos una
importancia extraordinaria. Prueba de ello fue la concurrida comparecencia de
la ministra de defensa, María Dolores de Cospedal, en la que se dieron cita los
primeros espadas de la política española.
Los familiares de las víctimas estaban cargados de razones.
Después de años de reveses judiciales, por fin una instancia oficial, el
Consejo de Estado, admitía que las cosas se habían hecho rematadamente mal. Que
el accidente pudo haberse evitado. Alguien del ejecutivo actual, del mismo
partido que ocupaba el gobierno de España en aquel fatídico día de 2003, tenía
que reconocerlo públicamente y pedir perdón. Desaparecido Trillo, que se fue
por la puerta falsa sin tener el coraje de hacerlo, solo quedaba Cospedal, la
nueva ministra de defensa, para dar la cara. Y lo hizo, finalmente. Para alivio
de casi todos.
Es muy probable que su comparecencia sea el último acto de
una tragedia que nunca debió producirse. El perdón, que ha estado en boca de
todos en los últimos días, debe regresar ahora al territorio íntimo de las
familias de las víctimas. Algo que no comprendió Gabriel Rufián, al desear “que
los responsables de esta sinvergonzonería no duerman ni una sola noche en paz”.
Todo un canto a la venganza, al anti-perdón. No, Rufián, te equivocas de pleno.
Porque las víctimas necesitan paz. Paz para el debate que les aguarda, en el
interior de sus conciencias, sobre el perdón a sus ofensores. Nadie más que
ellos tiene la última palabra. Ojala lo logren.
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