lunes, 13 de marzo de 2017

EL MURO (12/03/2017)

Los muros son bonitos cuando pierden su función. Ahí están la ciudad de Avila, el muro de Adriano o la Muralla China. Y sin ir tan lejos, la muralla romana de Zaragoza, orgulloso vestigio de nuestra pertenencia a la civilización más ilustre de la antigüedad. 
La modernidad no ha logrado acabar con esta antiquísima tradición constructiva. Si a los embriagados berlineses de 1989, que la emprendieron a martillazos con el sórdido montón de ladrillos y hormigón que dividió la ciudad durante casi tres décadas, les hubieran dicho que un empresario norteamericano, narcisista y charlatán, se convertiría algún día en presidente de su país gracias a la promesa de levantar un muro, no podrían creerlo. Los británicos no han necesitado construir nada para separarse de sus vecinos: de momento les ha bastado con acuñar una palabra – brexit – que resume una de las decisiones colectivas más equivocadas y dañinas de la historia reciente. 
La tentación de los que asistimos con preocupación a este revival de la paleta y el mortero, es proclamar a los cuatro vientos que los muros no van con nosotros; que son los votantes norteamericanos de Trump, los británicos de Farage, los holandeses de Wilders y los franceses de Le Pen, los que han perdido el juicio echándose en brazos de políticos irresponsables. Que esos individuos representan lo peor de nuestra sociedad porque tienen un bajo nivel cultural, espíritu de campanario y pánico a la globalización. Como digo, la tentación es fuerte, pero ceder a ella no es honesto. Porque la realidad es, por desgracia, mucho más compleja. 
Ciertamente, Trump y compañía forman un catálogo de personajes nefastos, pero muy difícilmente alguno de ellos habría alcanzado el poder, o estaría en posición de lograrlo a corto plazo, si nuestras sociedades no tuvieran que enfrentarse al descomunal desafío de la inmigración. Bajo ese término se engloban a menudo realidades diferentes, situaciones humanas muy dramáticas casi siempre, que justificarían mayores matizaciones. Pero prefiero entrar en el cogollo del asunto. El muro ya existe. Lo levantamos hace tiempo y cada día tenemos que hacerlo más alto, más fuerte y más vigilado. Yo comprendo que reflexionar un solo momento sobre la valla que separa Ceuta y Melilla de nuestro vecino marroquí es una tarea desagradable, pero no queda otro remedio. ¿No es eso un muro como un piano? No es de hormigón pero, ¿eso lo hace diferente? En este país hemos convertido “valla” en un eufemismo de “muro”, y tenemos el valor de echarnos las manos a la cabeza porque un señor narcisista y charlatán quiere construir uno en su país. Dejar de llamar a las cosas por su nombre es una invitación a los oportunistas. Y estos tardan poquísimo en llegar. 
Ojala el mundo fuera un lugar donde no hubiera desigualdad. Donde cada ser humano pudiera vivir en libertad, ganándose el sustento honradamente sin tener que abandonar el país donde nació. Ojala el mundo fuera un lugar en paz. Donde no hubiera guerras que nos hicieran dudar de esta complicada humanidad. Por desgracia, no es así. Lo privilegiado de nuestra situación, si la comparamos con la de muchos países del mundo, nos exige generosidad. Pero algunos muros seguirán siendo necesarios, por muy antipáticos que nos resulten. Abrir nuestras fronteras a una inmigración descontrolada sumiría a la sociedad en el caos. La mejor receta para la llegada de un salvapatrias aún peor de los que hoy conocemos. Trabajemos por un mundo mejor, sí. Pero sin dar nunca la espalda a la realidad.        


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