domingo, 24 de septiembre de 2017

UNA CARTA PARA USTED (10/09/2017)

En mis años juveniles, cuando estaba convencido de tener la solución a un grave problema político que aquejaba a nuestra amada nación, me daba por escribir cartas a ministros y presidentes de gobierno. Cartas de las de antes, mecanografiadas y con todos sus atributos, que casi nunca recibían respuesta. Debo confesar que semejante exhibición de ingenuidad me avergüenza hoy un poco, pero puedo vivir con ello. En el fondo, esa aspiración a la cercanía con el gobernante me parece muy civilizada y sigo creyendo en ella. Eso sí, nada de círculos o asambleas; si pudiera, preferiría practicar esa costumbre anglosajona del “tête à tête” con el diputado de mi distrito. 
Sospecho que no estoy del todo curado de esta manía epistolar. En cierta manera, el artículo que les endoso aquí cada domingo es una terapia, pero soy consciente de que en cualquier momento podría recaer. Ya me ocurrió antes. En 2010, sin ir más lejos, sumido en un ataque de azañismo agudo – cautivado por la figura y la obra de Manuel Azaña, último presidente de la Segunda República Española - no tuve mejor ocurrencia que escribir al alcalde de Zaragoza proponiéndole el nombre del político alcalaíno para alguna de las calles que por entonces se estaban renombrando en la capital aragonesa. Aquella vez fui todavía más lejos: junto a la carta, incluí como regalo un ejemplar del libro “Causas de la guerra de España” - colección de artículos que escribió Manuel Azaña en 1940 para la prensa extranjera de la época tratando de explicar al mundo por qué los españoles nos habíamos matado con tanta saña – pero no tuve más suerte: Juan Alberto Belloch, alcalde de Zaragoza a la sazón, tampoco me contestó. Acostumbrado como estaba a esa especie de silencio administrativo y consciente de que el alcalde de la quinta ciudad de España era un hombre bastante ocupado, la falta de respuesta ni me traumatizó ni me empujó a tallar un barbado muñequito vudú al que coser a alfilerazos. Mi azañismo se templó y me olvidé del asunto de las calles. 
Y el 27 de marzo de 2015 llegó la sorpresa. Tres meses antes de dejar la alcaldía, Belloch decidía que el paseo de los Plátanos del Parque Grande José Antonio Labordeta de Zaragoza pasaba a llamarse... ¡Paseo de Manuel Azaña! Ya sé lo que están pensando. Que cinco años después de mi petición no parece razonable pensar que esta pudo influir en el cambio de nombre. ¡Déjenme con la ilusión, por Dios! Después de todo, creo que fue una de las primeras calles dedicadas a Azaña en todo Aragón. Que yo sepa, hay otra en Biescas y un centro de día en Monzón. Señor Belloch: solo usted puede sacarnos de dudas; hágalo, por favor, porque eso daría pie a otro artículo azañista y se me han quedado demasiadas cosas en el tintero. En realidad yo quería escribir de Manuel Azaña, de por qué debería ser una de las figuras más reconocidas de nuestra historia y - lo que es todavía más revelador - de por qué no lo es. El problema es que los escritores no siempre logramos controlar nuestras propias creaciones, sobre todo cuando se cruza de por medio la persistente manía de contar nuestra propia vida. Ya les adelanto que soy un azañista poco convencional. Tengo el convencimiento de que si don Manuel se levantara hoy de su tumba de Montauban estaría mucho más preocupado por el problema catalán – que él encauzó como ningún otro en su momento – que por el regreso de la monarquía. Me voy a pasear a cierta calle del Parque Grande. A lo mejor me inspiro y le escribo una carta al mismísimo Puigdemont. 

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