lunes, 18 de diciembre de 2017

LA REVOLUCIÓN QUE NUNCA LLEGÓ (10/12/2017)

No lo dicen públicamente pero tienen que estar decepcionados. Los consellers del gobierno catalán abandonan la cárcel con paso acelerado – no vaya a ser que a última hora cambien de opinión – y saludan a sus partidarios sin mucho entusiasmo. ¿Esperaban más de ellos? A juzgar por documentos como “Enfocats”, la famosa hoja de ruta que elaboraron los cerebros del procés para garantizar el éxito de la secesión y que fue incautada por las fuerzas de seguridad, es evidente que sí. Era necesaria una gran determinación para lograr los objetivos – se decía en el documento – pero, sobre todo, esa determinación tenía que ser compartida por la ciudadanía, que debía implicarse de forma activa “incrementando el nivel de conflictividad según fuera la respuesta del Estado”. Aunque la palabra no llegue nunca a emplearse, debajo de la hojarasca retórica apenas se esconde un anhelo tan viejo como el mar Mediterráneo: la revolución. 
El diccionario la define como “cambio violento y radical en las instituciones políticas de una sociedad”, pero quizá se eche en falta alguna alusión al “pueblo”. Porque las revoluciones se preparan en los despachos por una minoría de individuos, pero es el pueblo el que las hace triunfar o fracasar, en la calle. Los presuntos rebeldes creían conocer muy bien a ese pueblo catalán del que esperaban tanto. Lo habían categorizado según su ideología en una escala que iba desde los “convencidos del no” hasta los “convençuts hiperventilats” (convencidos hiperventilados), pasando por los “convencidos históricos”, los “convencidos recientes pero débiles” y los “indecisos”. Hay que reconocer que lo de la hiperventilación no carece de gracia, si es que un asunto tan serio pudiera llegar a tener alguna. El problema es que cualquier intento de predecir el comportamiento de un pueblo está condenado a equivocarse. Lo que ocurrió el día 27 de octubre, contra el pronóstico de los conspiradores del “Enfocats”, es que tras la esperpéntica y dubitativa declaración unilateral de independencia, el pueblo catalán se fue a su casa. A hacer la cena, a ver Netflix, a hacer sus cosas. La desobediencia civil, la “conflictividad” de la que hablaba eufemísticamente la hoja de ruta, la dejaron para otro día. Mariano Rajoy, que hasta ese día era la encarnación misma de la debilidad, cesó al Govern, disolvió el Parlament y convocó elecciones en aplicación del artículo 155 de la Constitución. Por su parte, los jueces empezaron a hacer su trabajo, concienzuda y minuciosamente, y los consellers a huir al extranjero o a ingresar en prisión, según los casos. Y no pasó nada. El estado español mostró músculo y el estat català, molla. Los independentistas – hiperventilados incluidos – hicieron huelga, protestaron, sacaron lazos amarillos a la calle pidiendo la libertad de sus líderes, pero una vez acabada la jornada reivindicativa se fueron a su casa. A hacer la cena, a ver Netflix, a hacer sus cosas. 
En el clamoroso silencio de su celda, más de un conseller habrá tratado de disculpar a su pueblo: “¡con este frío es imposible hacer una república, collons!” No les falta razón; puestos a elegir una fecha revolucionaria, la próxima vez mejor en primavera o en verano, como los franceses el día de la Bastilla o los españoles en el 31. ¿Y qué me dice de los rusos en el 17, que ahora estamos de centenario? Bueno, los rusos tenían mucha más hambre que los catalanes y, además, acuérdese de Napoleón, Hitler y el “General Invierno”. Está clarísimo. Con el frío, los rusos rinden mucho mejor.

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