miércoles, 17 de enero de 2018

DALTON (14/01/2018)

Seguro que muchos de ustedes sabrán lo que es el amor a primera vista. A mí me ocurrió una vez, cuando me presentaron a mi mujer. Años después de aquel primer encuentro, le pregunté si ella había sentido lo mismo por mí. Me confesó que cuando alguien le habló de mí, al día siguiente, apenas pudo recordar que yo llevaba gafas y poco más. La cuestión es que me ha vuelto a ocurrir. Se llama Dalton y, antes de que se disparen todas las alarmas, aclararé que es un perro. Me lo crucé en el portal de casa, y no pude evitar fijarme en él. Dalton era bastante grande pero su presencia no era nada amenazante. Al contrario, inspiraba una desconcertante tranquilidad. A riesgo de parecer excéntrico diré que su animalidad emanaba energía positiva y algo más: bondad. No me pregunten cómo ni por qué, pero eso es exactamente lo que sentí. Pregunté por él, de pasada, a su dueño que lo acompañaba, y me confirmó que era un perro extraordinario. 
A los pocos días volví a cruzarme con Cipriano, que así se llama el propietario de Dalton, y le confesé que el encuentro con su perro me había dejado huella. Que había pensado en él. Le pregunté por su raza y me dijo que era un Labrador Retrevier, que lo había comprado a un criador bastante prestigioso de Madrid y que le había dado una educación. Le aclaré rápidamente que yo jamás había tenido un perro y que, en los últimos tiempos, mi relación con el mundo perruno era bastante problemática. De ahí lo sorprendente del flechazo. Desde luego, no podría decir que los perros no me gustan, así, en general, porque sería tan inapropiado como renegar de los seres humanos en su conjunto. En nada se parecen “El Chicle” y el papa Francisco - y eso que son biológicamente idénticos - lo mismo que el perro asesino que arrancó las orejas a un niño recientemente tampoco tiene nada que ver con ese pedazo de pan canino llamado Dalton. 
Cipriano - que, casualmente o no, resulta ser un tipo estupendo que irradia energía positiva cada vez que te lo encuentras por la escalera – comprende los motivos de mi recelo: los excrementos caninos que siembran las aceras y fachadas de nuestras calles por culpa de perros sin educar y de dueños más maleducados e incívicos aún. Personalmente, lo llevo muy mal. Voy a insistir: muy mal. Más allá de la caca o el pis, reconozco que es la falta de respeto de los paseantes de perros lo que más me toca la moral. Si la mierda cayera del cielo, como un fenómeno meteorológico inevitable, la aceptaría con deportividad. Como un chaparrón que te pilla sin paraguas. Pero pensar que la fachada de mi casa, la rueda de mi coche o la acera de mi calle están manchados de esa mierda o ese pis porque al dueño del perro en cuestión le importa un huevo el bien común, el respeto y la civilización en suma, me hace palidecer de rabia. Cipriano palidece también, mientras me relata los encontronazos que ha tenido con dueños de perros insolidarios. Dalton se dejaría matar antes de mear o cagar fuera de sitio, me explica. Se le ha educado para no hacerlo y luego están sus genes, aclara. Me pongo en el lugar de un dueño de perro escrupuloso con el asunto excrementil, y comprendo su malestar: la mala educación de unos afecta a todos, que a menudo son juzgados injustamente. 
Me alegro de que un perro se haya cruzado en mi vida. No sé si nuestra relación llegará lejos, Dios dirá, pero me ha reconciliado con la especie perruna. Y con muchos de sus dolientes propietarios, por qué no. Has sido tú, y nadie más que tú. Gracias, Dalton.   

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