Conócete a ti mismo, se leía en el oráculo de Delfos, en la Grecia antigua. Todo un detalle de honradez profesional de los sacerdotes del templo de Apolo: cuando llegaban los creyentes en busca de respuestas divinas a sus problemas mundanos, lo primero que se les advertía era que, muy probablemente, éstas se encontraban en el interior de sus atormentadas personas. ¿Se imaginan un “conócete a ti mismo”, en una gigantesca pancarta circular en la plaza de San Pedro del Vaticano? Suena tan pagano, que me acaba de subir un escalofrío que ha llegado hasta las cejas. Podemos ignorar las profundidades de nuestra personalidad pero de nuestros cuerpos serranos lo conocemos casi todo. Desde ese minúsculo dedo meñique del pie izquierdo, tan indefenso, tan arrugadito (¿no es una monada?), hasta ese punto negro junto a la nariz que un día apareció para quedarse. Conocemos lo que tenemos cerca, cuanto más mejor. Nuestra comunidad de vecinos, nuestro barrio, nuestra provincia. A medida que nos alejamos, los detalles se hacen borrosos, y cuando estamos definitivamente lejos, la información empieza a llegar a través de intermediarios. El río Yangtsé desemboca en Shangai pero puedo jurar que yo nunca estuve allí. ¿Por qué? Porque el mundo es demasiado grande y la vida demasiado corta. Para aprender alemán, para leer el Quijote (entero) o para escuchar la integral de piano de quien sea, aunque sea un genio. Me conformaré con mi extensa colección de clichés. Estrugen Bagen, en un lugar de la Mancha, la dieta de los chinos se compone – básicamente – de arroz. Hasta puede que finalmente me atreva, y vaya a un programa de televisión. Porque ahora soy realmente sabio. Porque ahora se que no se nada.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario