sábado, 28 de marzo de 2009

COLONES (Octubre 2006)

“¡Eh tú, a la cola! ¡Eres un colón!” Hacemos cola desde pequeños, en el colegio. Probablemente sea una de las primeras experiencias de socialización en la vida de una persona. No estamos solos en el mundo. Hay que esperar el turno. Civilizado, lógico e irritante. Cola en el cine, cola en la charcutería, cola en hacienda (¡y se quedan con mi dinero!), cola en tráfico, cola en el banco (¡ellos también!)... Porque claro, ¿qué se hace en una cola? ¿Pensar? Mala leche. En una cola se vigila, para que nadie se cuele. Hay verdaderos expertos en este difícil arte, auténticos colones con cara de cemento, capaces de incrustarse distraídamente en la cola más tensa y peligrosa, como células en un torrente observadas por un microscopio electrónico. Estos personajes de larga jeta no gozan del don de la invisibilidad. Todo el mundo les ve. Se cuelan tan descaradamente que las gentes de bien piensan: “No puede ser. Seguro que es empleado del aeropuerto/del ayuntamiento/del supermercado...” Les siguen mirando, maravillados, y para cuando se han convencido de que, efectivamente, se han colado, ellos ya tienen las entradas/billete/impreso... en la mano y se marchan con cara de póker. No siempre les sale bien, claro. A veces, alguien acierta a traducir en palabras lo que toda la fila estamos pensando y entonces es como si se abriera una compuerta: al colón le cae un chaparrón de cuidado. “Se está colando, usted... Sí, es verdad...No hay derecho...” No suele discutir. El colón profesional se aleja balbuceando una excusa y se incorpora al final de la fila. Como no se sonroja, a los pocos segundos ya es uno más. Si alguien intenta colarse, será el que más grite, el más indignado. “¡Eh usted! ¡A la cola, como todo el mundo!”

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