Siempre me he sentido muy anglófilo. Quizá las elevadas dosis de música de los Beatles a las que fui expuesto durante mi primera infancia pueden tener algo que ver en el asunto. A veces pienso que un antepasado inglés se enganchó en alguna rama de mi árbol genealógico, encaprichado románticamente de alguna Carmen en aquellos tiempos revueltos en que todo se resolvía a trabucazos. Pura especulación. Lo cierto es que de los ingleses admiro su educación, su flema, su buen gusto, su unidad en los momentos difíciles y su espíritu liberal. Quizá el gobierno británico no insista demasiado a sus ciudadanos en que deben comer tres piezas de fruta al día, pero si a alguien se le ocurre ignorar alegremente los derechos del prójimo, muy pronto descubre, por proximidad, lo extraordinariamente blancas que son las camisas de los policías “bobbies” ingleses. (¿Con qué las lavarán?) Como la vida está llena de contradicciones, los británicos son capaces de caer desde las mayores alturas de la civilización hasta los abismos más vergonzantes de la violencia hooligan. Como estamos en plena Copa del Mundo de fútbol, y por lo que pueda pasar, prefiero hablar de alturas que de abismos. Todos los domingos, la esquina noreste de Hyde Park, en Londres, se convierte en el speaker´s corner, el rincón del orador. Desde el siglo XIX, en este improvisado foro popular se arenga, se habla y se discute. Marx, Lenin y George Orwell lo hicieron en su día. Cualquiera puede intervenir. Sí, ya se que existe internet y que a algunos les parece sólo una reunión de freakis para turistas, pero a mi es una costumbre que siempre me ha fascinado. Al mundo no le vendría nada mal instalar unos cuantos rincones del orador. A menudo faltan las palabras y sobran los puñetazos.
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