Cuando un pequeño y modesto club es capaz de vencer a otro rico y poderoso, el aficionado echa mano de los tópicos y afirma sonriente: ésta es la grandeza del fútbol. Todo ello suponiendo, claro está, que el equipo derrotado no sea el de sus amores. Estos resultados-sorpresa son excepcionales y solo se dan en partidos de fases previas, nunca cuando hay un título en juego. En las competiciones de clubs -las ligas nacionales, la champions- el pez grande siempre acaba comiéndose al chico. ¿Dónde está entonces la grandeza del fútbol? ¿En las pantorrillas de David Beckham? ¿En el increíble hecho de que los jueces de línea del siglo XXI continúen corriendo la banda con un trapo de colores en el extremo de un palo, con una misión –detectar los fueras de juego- para la que el aparato visual del ser humano –muy diferente al del camaleón- se encuentra biológicamente incapacitado? No, señoras y señores. La verdadera grandeza del fútbol se muestra en la Copa del Mundo. En ningún otro deporte sería posible contemplar a la selección de Ghana tuteando a la de Estados Unidos. O comprobar que en Angola, a pesar de que abunden más los campos de minas antipersonal que los deportivos, también tienen razones para estar orgullosos de su equipo. Porque el fútbol es diferente. Vive en la calle, en los barrios de chabolas o en los colegios de élite, pero tiene una sola cantera: los millones de chavales que lo practican espontáneamente en todo el mundo. Con pelota de trapos o balón de reglamento, no se ha descubierto hasta hoy otra fuente de creatividad y talento futbolístico. Si el fútbol no se siente en la calle, todos los recursos de un país ansioso por justificar su sistema político, generalmente dictatorial, no podrán fabricar un equipo campeón. Que se lo digan a los chinos. ¡Qué grande es el fútbol!
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