sábado, 28 de marzo de 2009

JULIO (Agosto 2006)

El cuerpo me pide llamarle Julito pero su padre no me deja. Quizá tenga razón. La tercera generación en la familia con nombre de emperador romano puede acabar arrastrando el diminutivo hasta cumplir los cincuenta. Es mi sobrino, sólo tiene tres años y ya no es niño exactamente como los demás. Esbelto como un africano, penetrante como un francés, aragonés y español. El pudor me impide citar las virtudes que le aportan estos dos últimos gentilicios, que comparto, pero les aseguro que la mezcla merece la pena. Julio es cariñoso, inquieto, inteligente, ¡agotador!, y hasta un poco misterioso, palabra que a él le gusta emplear. Habla correctamente el castellano y el francés, sabe algo de inglés y canta canciones en japonés. Es sabido que el niño, en la primera etapa de su vida, tiene una extraordinaria facilidad para aprender idiomas y mi sobrino lo confirma plenamente. Siempre se ha dicho que el cerebro infantil es como una tabla rasa, donde es fácil imprimir nuevos conocimientos. Confieso que nunca me ha convencido demasiado esta explicación. Me suena a excusa de homo sapiens adulto, para justificarse. Pero él me ha abierto los ojos. He descubierto su secreto. La verdadera razón de su habilidad con los idiomas, y de gran parte de su encanto personal, es que Julio no tiene ego. No tiene miedo a fallar, a meter la pata. Los adultos sí lo tenemos, en abundancia, y eso nos lleva a decir frases como “es que a mi los idiomas (o esto o lo otro) se me dan muy mal...” Arriesgar y asumir los errores, esto es lo que mi sobrino me ha enseñado sin saberlo. Algún día un adulto gritará, triunfal, “¡ya le sale la vergüenza!”, y Julio se habrá hecho un poco mayor... Pero tengo un presentimiento. Siempre conservará algo que le hará ser especial.

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