Hace algunos años, preguntaron a Alfonso Guerra si creía todavía vigentes, en política, las diferencias entre la izquierda y la derecha. Con su gracejo sevillano respondió: “Si alguna vez encuentra a alguien que le dice que han desaparecido, no tenga usted ninguna duda: seguro que es de derechas”. Se reía el político socialista de la mala prensa que tiene en España la etiqueta de “la derecha”. No ha habido político de renombre que se haya atrevido a lucirla hasta hoy, en la moderna democracia. Centro-derecha, todo lo más. La batalla del marketing político la tienen ganada de antemano todos los partidos de izquierda. Pero claro, una cosa es tener una fantástica campaña publicitaria y otra, muy distinta, que el público acabe comprando el producto: etiquetas y envasados aparte, diez millones de personas votaron por el Partido Popular en las últimas elecciones.
¿Existen entonces todavía la izquierda y la derecha? Por supuesto que sí, pero porque nos dejamos. Los primeros interesados en que sigan vivas son los partidos políticos. Sus dirigentes han fomentado siempre, hasta ahora con éxito, el nosotros y el ellos, los bloques ideológicos que hay que tragarse enteros, indivisos, las ideas políticas que se pasan de padres a hijos. Tribalización, fidelización, una fórmula que me cuesta aceptar. Cuando existían en España grandes diferencias sociales y partidos “de clase”, la cosa tenía algún sentido. Hoy, proclamarse de izquierdas o de derechas, me parece una tonta forma de renunciar a la libertad. Tiene sus ventajas, lo admito: hay que pensar muchísimo menos. Pero un servidor votará a la derecha, a la izquierda o a donde le parezca, cuando lo estime oportuno. Y por si a alguien le molesta, puede que después se fume un puro.
¿Existen entonces todavía la izquierda y la derecha? Por supuesto que sí, pero porque nos dejamos. Los primeros interesados en que sigan vivas son los partidos políticos. Sus dirigentes han fomentado siempre, hasta ahora con éxito, el nosotros y el ellos, los bloques ideológicos que hay que tragarse enteros, indivisos, las ideas políticas que se pasan de padres a hijos. Tribalización, fidelización, una fórmula que me cuesta aceptar. Cuando existían en España grandes diferencias sociales y partidos “de clase”, la cosa tenía algún sentido. Hoy, proclamarse de izquierdas o de derechas, me parece una tonta forma de renunciar a la libertad. Tiene sus ventajas, lo admito: hay que pensar muchísimo menos. Pero un servidor votará a la derecha, a la izquierda o a donde le parezca, cuando lo estime oportuno. Y por si a alguien le molesta, puede que después se fume un puro.
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