viernes, 21 de mayo de 2010

EYJAFJALLA (21/05/2010)

Embarcar en tres cascarones de nuez, cruzar un océano desconocido y tropezar con un nuevo continente, reúne todos los ingredientes de un viaje perfecto: incertidumbre, descubrimiento y contacto indígena. Desplazarse por la corteza terrestre sin ellos, con independencia de los kilómetros recorridos, es hacer turismo, negocios o fotos con una cámara compacta, actividades nobilísimas todas ellas, pero sin la trascendencia y la capacidad transformadora de un viaje con mayúsculas. Paradójicamente, la proliferación de compañías aéreas de bajo coste ha asestado un golpe casi mortal al concepto más puro de viajar por Europa. Se vuela más que nunca y se viaja menos que nunca. La razón no está en el avión en sí; después de todo, volar sigue siendo una aventura viajera bastante notable: si al pájaro le da por caerse, palmamos todos. El problema es la masificación de los destinos. A estas alturas, uno ya no aspira a encontrarse una Fontana de Trevi a lo Mastroianni, sin gente, o a un parisino que resuelva con entusiasmo nuestras dudas geográficas. Por no hablar de los indígenas en pelotas con collares macizos de un color sospechosamente dorado que se encontró Don Cristóbal. Pero, por favor, si no es mucho pedir, me gustaría no tropezar con mi vecino del quinto en Trafalgar Square. O en el barrio rojo de Amsterdam. Es un tío estupendo, que conste, pero sé que él está pensando lo mismo de mi. Por suerte, en estos casos, la naturaleza siempre acude al rescate. Despierta un volcán en la lejana Islandia y se recupera el espíritu viajero echando cenizas. Se vuelve a viajar a París en Vespa, se comparte taxi para llegar a Berlín con un desconocido, y se alquilan medios de transporte como Willy Fog en el día setenta y nueve. Eyjafjalla. No, no he apoyado el codo en el teclado. El volcán se llama Eyjafjalla.

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